La Rosa de Asturias (50 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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No tuvo que repetírselo y, antes de que Ermo acertara a saber qué estaba ocurriendo, el látigo cayó sobre sus espaldas. Konrad hizo caso omiso de la mirada de odio que le dirigió Ermo: en su opinión, se merecía los azotes.

Konrad se olvidó de él y siguió adelante. De camino, vio que Ermengilda remontaba la calle en compañía de dos guerreros francos y una criada, y notó que tenía las mejillas húmedas, como si acabara de llorar.

Casi sin querer se compadeció de la muchacha astur, pero reprimió el sentimiento diciéndose que ella misma era la culpable de su situación. ¿Por qué había rechazado su ayuda? A diferencia de Eward, él la habría adorado como a una santa. Pero solo era una mujer y, como tal, tonta por naturaleza. Tras llegar a esa conclusión dio un respingo, porque era como si sintiera el escobazo de su madre en la espalda, como el latigazo que sufrió Ermo.

Aún era un niño cuando oyó la frase acerca de la estupidez de las mujeres en boca de un predicador ambulante y la repitió en su casa. Al oírlo, su madre cogió una escoba y le enseñó que cuando alguien daba por supuesto que las mujeres tenían pocas luces, estas sabían dar respuestas dolorosas.

13

Maite conocía el significado de la soledad, pero no había imaginado que pudiese sentirse tan sola rodeada por al menos veinte personas: era como si estuviera perdida en medio de un páramo. Tras el encontronazo con Eneko, los rehenes la ignoraban y solo le dirigían la palabra cuando era estrictamente imprescindible. Cuando se acercaba a las muchachas, estas soltaban risitas, pero hacían como si no existiera. Sin embargo, no se atrevían a criticarla porque una joven tan guerrera y con tanta capacidad para imponerse les resultaba inquietante. Los jóvenes, por su parte, le lanzaban miradas desdeñosas y le daban la espalda.

El culpable de ello era Unai, que dos días después de la huida apareció entre los antiguos rehenes e informó de lo ocurrido en el prado de alta montaña de su tribu; pero no se atuvo a la verdad, sino que describió el incidente como si Maite hubiera ayudado a los francos a acabar con la vida de los pastores de su tribu.

Maite no tardó en comprender que Unai la detestaba y quería vengarse de ella porque su tribu lo había expulsado y ahora debía servir al señor de Iruñea como un sencillo guerrero. Como Maite lo consideraba capaz de matarla, se mantuvo en guardia; entre las armas que Eneko había proporcionado a los fugitivos, se había apoderado de una espada corta que colgaba de su cintura junto al puñal, así como de otros dos cuchillos que llevaba ocultos bajo sus ropas.

Ese día, mientras estaba sentada en una roca a cierta distancia de la choza con la vista clavada en el valle, reflexionó sobre los cambios que había experimentado su situación: entre los francos se había sentido segura, y ahora que era libre debía cuidarse de los miembros de su propio pueblo. Por eso —y aunque fuera absurdo— añoraba volver a encontrarse entre los extranjeros. Echaba de menos las conversaciones con Ermengilda tanto como las preguntas de Just. Antes que la de sus compatriotas, hasta habría preferido la compañía de Konrad y de Philibert.

Cuando ya consideraba que las circunstancias se volvían intolerables, estas cambiaron de un día para el otro. Cada vez más guerreros de diversas tribus fueron apareciendo en el prado; eran jóvenes de Nafarroa, pero también del este y de allende los Pirineos. Incluso algunos gascones se unieron al grupo. Para muchos de ellos, el nombre de Maite era casi mítico, hasta el punto de que entonaban canciones sobre su huida del castillo del conde Rodrigo y también sobre cómo se había vengado de la hija de este. De pronto Maite volvió a formar parte del grupo y ni Unai ni el joven Eneko lograron desprestigiarla ante los recién llegados.

Maite se percató de que los jóvenes ardían en deseos de entrar en combate, pero no sabía a quién querían enfrentarse. Tenía la esperanza de que su meta fuera Asturias, pero dicha perspectiva se esfumó cuando Zígor, el cómplice del conde Eneko, llegó al campamento y se pavoneó ante los guerreros.

—¡Os digo que sería un juego de niños! Los francos ni siquiera podrán defenderse —afirmó.

—¿Queréis atacar a los francos? ¿En Iruñea? —dijo Maite y se rio en la cara de Zígor.

Este le lanzó una mirada iracunda.

—¿Y a ti qué se te ha perdido aquí? ¡Una mujer no tiene palabra en el consejo de los guerreros!

—¡No es una mujer como las demás, Zígor, sino Maite de Askaiz! Te apuesto a que aquí en el campamento solo hay unos pocos hombres que la superen en el manejo de la honda y del puñal —dijo uno de los gascones, reprendiendo al hombre de Iruñea.

Maite se volvió hacia el que hablaba y reconoció a Waifar, que había participado en el ataque a la comitiva de Ermengilda. Para él y sus amigos, ella todavía era la hija de un padre insigne y se merecía ocupar un puesto entre los guerreros.

Zígor comprendió que debía tener consideración con el estado de ánimo de ese muchacho.

—Claro que no atacaremos a los francos en Iruñea: el condenado Roland dispone de demasiados guerreros, pero pronto emprenderá camino al norte y su destino se decidirá en el desfiladero de Orreaga.

—Será algo parecido a cuando raptamos a la hija de Rodrigo —exclamó uno de los jóvenes en tono entusiasta—. Vendrás con nosotros, ¿verdad, Maite? Tu honda nos vendrá muy bien.

—¡Me opongo a que participe una muchacha! —vociferó Eneko, pero los gascones se rieron de él.

—Durante el ataque a los astures no tuviste inconveniente en luchar junto a Maite. En realidad, nuestra cabecilla fue ella, no tú. Queremos que nos acompañe, ¿verdad, amigos? —dijo Waifar, dejando claro que se negaba a someterse a la voluntad de Eneko.

Zígor comprendió que al participar en el ataque, el prestigio de Maite volvía a aumentar y que ello sería perjudicial para su señor, de ahí que sacudiera la cabeza.

—¿Acaso pretendéis que luche con su espada corta, pedazo de necio? No posee una honda.

—Puedo fabricarme una rápidamente, y piedras hay por todas partes. ¡Si se trata de atacar a los francos, contad conmigo! —contestó Maite, notando que la sangre le hervía en las venas. Al parecer, aún había vascones para quienes ella y sus orígenes tenían valor. Si actuaba con inteligencia y demostraba coraje en la batalla, lograría reunir un número suficiente de seguidores como para reivindicar el honor de convertirse en líder de su tribu.

—¡Bien dicho, muchacha! ¡Que ese pretencioso se entere de quién eres!

Waifar le guiñó un ojo. Como gascón, la conducta de Zígor le resultaba deleznable, puesto que para él solo era el correveidile de uno de los numerosos jefes vascones y, riendo, cogió la copa de vino casi llena de uno de los guerreros y se la alcanzó a Maite.

—¡Vamos, muchacha, bebe a la salud de Gascuña y de los gascones!

Maite cogió la copa y la vació de un trago.

—¡Brindo por Gascuña y por Askaiz! ¡Muerte a los francos!

Durante un instante se le apareció Just, que parecía contemplarla con mirada temerosa, y después también Konrad, ese joven callado tan fascinado por Ermengilda que jamás se había dignado mirarla. Pero ella le debía la vida, y eso suponía un compromiso que la ponía en un dilema. Sin embargo, se apresuró a reprimir esa idea. En ese momento se trataba de su destino personal: debía luchar por ocupar el lugar que le correspondía en la tribu.

14

Por fin volvían a ponerse en marcha. Konrad estaba tan contento que aguantó el calor y el polvo levantado por los guerreros sin protestar. Roland había dividido su ejército en tres grupos: el primero estaba al mando de Eginhard, el mayordomo del rey; el segundo al de Anselm von Worringen, mientras que el propio Roland encabezaba el último grupo que abandonaba España. Dicha división fue precedida por una violenta discusión con Eward e Hildiger. El hermanastro de Carlos había insistido en que tenía preferencia sobre Eginhard y Anselm debido a su origen. Entonces el conde volvió a aclararle que su deber consistía en vigilar al contingente junto con sus jinetes y evitar que se produjeran huecos entre los tres grupos, pero el único de los hombres de Eward que se atuvo a esa orden fue Konrad. Hizo todo lo que estaba en su mano, pero dado el gran número de carros y carruajes no podía estar en todas partes. Cuando acababa de mandar que repartieran la carga de uno de los carros al que se le había roto una rueda y lo apartaran del camino, el contingente se detuvo un poco más atrás.

Soltando una maldición, hizo girar su yegua árabe y se abrió paso entre los carros hasta el lugar del accidente, donde Rado ya examinaba los daños.

—¡Se ha vuelto a romper otra rueda! Si eso sigue así, perderemos la mitad del contingente —informó a Konrad.

Este lanzó un vistazo a la rueda rota y señaló hacia delante.

—Coged una rueda del carro averiado y encajadla en este eje.

—¡Eso está hecho! —Rado se dispuso a dirigirse al otro carro, pero entonces se detuvo y señaló a Eward e Hildiger, que siguieron cabalgando junto a sus acompañantes haciendo caso omiso del hueco generado.

—¡Que el diablo se los lleve a los dos! En realidad, su deber consistía en encargarse del contingente, pero los señores no movieron ni un dedo y te dejaron la tarea a ti. ¡Y ese quería convertirse en prefecto de la Marca Hispánica! —exclamó, soltando un salivazo y echando a correr en busca de la rueda. Pero entonces ya reclamaban la presencia de Konrad en otro lugar donde habían surgido problemas.

De camino pasó junto al carruaje de Ermengilda. La astur había apartado la cortina y se asomó.

—¿Por qué avanzamos tan lentamente?

—Porque se rompen demasiadas ruedas. —Konrad no tenía tiempo ni ganas de conversar con ella y siguió cabalgando. Al ver que un tercer carro había perdido una rueda empezó a maldecir.

En ese momento Just le tiró de la manga.

—He echado un vistazo al carro, señor. Alguien quitó el perno que fijaba la rueda, y lo mismo ocurre con ese de más allá, cuya rueda no tardará en soltarse.

Entonces Konrad también se percató de ello.

—¡Maldita sea! Si cojo al bellaco que ha hecho esto lo pasará mal.

—Si me lo preguntarais a mí, señor, diría que fue Ermo. Ese canalla quiere perjudicaros —dijo Just, señalando al aludido, que los observaba medio oculto detrás de un carro. Incluso a esa distancia, Konrad distinguió su sonrisa malévola.

—¡Iré a buscarlo! —Furibundo, el joven guerrero azuzó la yegua y cabalgó hacia Ermo, que palideció de miedo. Luego se giró y echó a correr entre los otros carros, perseguido implacablemente por Konrad. Cuando Ermo vio que así no lograría escapar quiso remontar la ladera, pero no llegó muy lejos. Konrad le dio alcance, lo cogió del pie y lo arrastró hacia abajo. Dos robustos guerreros atraparon a Ermo y le ataron las manos a la espalda.

—¡Registradlo! —ordenó Konrad con frialdad.

Los hombres le arrancaron las ropas a Ermo y registraron cada dobladillo y cada pliegue. Lo primero que encontraron fue una daga de empuñadura dorada de la que se había apropiado en Pamplona; luego apareció un atado lleno de monedas y por fin uno de los hombres le tendió un paquete alargado envuelto en un trapo mugriento. Konrad se apresuró a abrirlo y soltó una maldición cuando algo le arañó los dedos de la mano izquierda.

Siguió desenvolviendo el paquete con un poco más de cuidado y clavó la vista en un sierra corta cuyos dientes torcidos pero brillantes indicaban un uso reciente.

—¿Qué has hecho con la sierra, canalla? —le gritó a Ermo, mientras uno de los mozos señalaba los palos de las tiendas amontonados en el carro.

—Mirad, señor, los palos están serrados. Esta noche, al montar las tiendas, se habrían quebrado.

—¡Maldito perro! —Konrad arrojó la sierra a los pies de Ermo y quiso vendarse la mano ensangrentada con el trapo, pero Just lo detuvo.

—Ese trapo está muy sucio; para vendaros debéis usar un trozo de lino limpio y es mejor que primero lo blanqueéis en agua hirviendo.

—¿Cómo lo sabes? —espetó Konrad.

—Me lo dijo el médico judío de Pamplona que trató a los señores Eward y Philibert. Dijo que la suciedad es peligrosa, porque podía infectar la herida.

—Doy tanto valor a la palabra de un judío como a la de un sarraceno. —Sin embargo, pese a su comentario desdeñoso, Konrad arrojó el trapo sucio a un lado y aguardó a que Just regresara con un trozo de lino blanqueado.

—¡Me lo dio la señora Ermengilda!

—¡No quiero nada de ella! —Konrad quiso retirar la mano que le tendía a Just, pero el muchacho la sujetó con una sonrisa.

—Ante algo tan grave como una herida no debéis dejaros llevar por vuestro mal genio.

—Solo es un rasguño —replicó Konrad, quitándole importancia.

La sonrisa de Just se volvió aún más amplia.

—No lo diríais si perdierais la mano o incluso la vida. Aún conservo un poco del ungüento que me dio el médico. Iré a buscarlo y lo aplicaré a la herida; no es un corte profundo, pero los dientes de la sierra os han arrancado la carne de los dedos y tenéis suerte que no os hayan cortado los tendones.

—¡Basta de chácharas! Ve en busca del ungüento. Tengo asuntos que atender.

—¿Y qué haremos con ese? —preguntó uno de los guerreros, señalando a Ermo.

—Atadlo a un carro y vigiladlo. Después, que lo juzgue el prefecto Roland —ordenó Konrad, disponiéndose a ocuparse de los problemas más urgentes. Un instante después ya se había olvidado de Ermo. Indicó a los hombres que revisaran los demás carros y poco después le informaron de que había cuatro ruedas más a las que habían quitado el perno.

Konrad asintió con gesto furioso.

—Reparad lo que podáis y apartad los otros carros. Y que uno de vosotros le diga a Eward que la vanguardia del contingente ha de esperarnos.

Entre tanto, el prefecto Roland había cabalgado hasta el grupo que iba en cabeza para averiguar por qué habían vuelto a detenerse e, irritado, se percató del hueco abierto entre el grueso de la expedición y los guerreros que cabalgaban más allá.

—Eward e Hildiger son unos inútiles. Que el diablo se los lleve.

—Hoy ya sois el segundo que expresa tal deseo —dijo Konrad, sonriendo, pero volvió a ponerse serio de inmediato—. El señor Anselm ha de estar más atento y detener el ejército. Si sigue al mismo ritmo, tardaremos al menos un día en darle alcance.

—¿No crees que es un juicio un poco apresurado? —lo reprendió Roland—. El camino es estrecho y sinuoso. Si Anselm se gira, verá a Eward y su grupo detrás de sí. ¿Cómo quieres que sepa que ambos no se ocupan de cumplir con la tarea que les encargaron? Envía un mensajero que informe a Anselm y a Eginhard de que han de esperar.

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