La Rosa de Asturias (83 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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Los guardias apostados ante la puerta contemplaron a los recién llegados con desconfianza, como si temieran que fuesen rebeldes sajones disfrazados. Konrad cabalgó hacia ellos sintiendo cierta incomodidad y refrenó su yegua.

—¡Con dios! Soy Konrad, hijo de Arnulf de Birkenhof, y traigo noticias para el rey.

—¿Y la mujer? —preguntó el guardia en tono escasamente amistoso.

—Es mi esposa, que me acompaña en este viaje.

Los guardias, que entonces también reconocieron a los acompañantes envueltos en gruesas pieles, dieron por buenas sus palabras, abrieron la puerta y franquearon el paso al grupo. Varios criados aparecieron como de la nada, cogieron las riendas de los caballos y los condujeron a la caballeriza. Al mismo tiempo un monje salió al encuentro de Konrad y Maite.

—¡Acompañadme! ¡El rey desea veros!

Condujo al grupo a través de las enlodadas calles de la ciudad hasta un amplio pabellón que Carlos había hecho construir para alojarse. Just era el único del grupo que contemplaba la ciudad y la fortaleza con mucha atención, mientras que los demás permanecían sumidos en sus cavilaciones.

Durante el trayecto, Ermo había recordado que cuando la tropa se retiró de España, él lo había hecho maniatado y condenado a ser ejecutado. A lo largo del viaje se había comportado de manera inusitadamente reservada y había hecho todo lo posible por complacer a Konrad y a los demás mostrándose servicial. Ahora sentía como si una mano helada le oprimiera la garganta, una presión que aumentó cuando ni siquiera les dieron tiempo de relajarse tras la tensión del viaje tomando un baño caliente.

Al hacer su entrada en el pabellón vieron que el séquito del rey estaba sentado ante la mesa, comiendo. El ambiente era muy alegre y las criadas apenas daban abasto para llenar los jarros.

Aliviado, Konrad se dijo que el estado de ánimo reinante indicaba una incursión exitosa contra los sajones. El rey no se hallaba presente, y antes de que pudiera preguntar por él, el monje le indicó que lo siguiera.

Carlos los recibió en una pequeña habitación caldeada por un brasero. Los únicos muebles eran un banco de madera y una mesa plegable, con la sola decoración de una cruz de plata colgada de la pared. Mientras el rey ordenaba a un criado que sirviera vino especiado caliente, contempló a sus huéspedes y sacudió la cabeza varias veces, aunque no dijo nada hasta que una jarra de barro que contenía un líquido caliente y aromático reposó en la mesa y el criado se hubo retirado.

Después se acercó a Konrad y lo abrazó.

—Me alegro de verte sano y salvo, Konrad de Birkenhof.

—Preferiría estar muerto y enterrado en tierras españolas si a cambio Zaragoza hubiese sido nuestra y no hubiéramos sufrido una derrota en el desfiladero de Roncesvalles —contestó Konrad con lágrimas en los ojos.

Carlos le palmeó el hombro.

—Eres uno de los pocos a cuyas palabras doy crédito sin titubear, pero Nuestro Señor decidió otra cosa. Pero ahora dime: ¿cómo lograste escapar de aquella carnicería?

Konrad ignoraba si el rey dudaba de su valor o solo sentía curiosidad.

—Durante el combate un golpe me dejó inconsciente y cuando desperté, era un esclavo de Fadl Ibn al Nafzi. El bereber quería hacerme responsable de la muerte de su hermano…

—¿La muerte de aquel Abdul al que embaucaste en dos ocasiones? —lo interrumpió Carlos—. ¡Comprendo! Quería vengarse y se negó a concederte una muerte rápida. ¡Afortunadamente, lograste escapar!

—¡Fadl está muerto!

—Pues eso significa un agitador menos. ¡Muy bien! Pero ahora sentaos y bebed una copa del vino especiado mientras aún está caliente. Aquí resulta útil, porque en Sajonia hace más frío que en España.

—En cambio en verano no hace tanto calor —dijo Konrad, ya algo más tranquilo.

Mientras que Ermo y Just tuvieron que quedarse de pie, los criados llevaron sillas para Konrad y Maite. El propio rey les llenó las copas y luego les hizo preguntas.

—Así que el emir de Córdoba aprovechó mi fracasada campaña militar para reafirmar su poder en tierras sarracenas —dijo después de un rato—. Bien, era de esperar. Solo hemos de evitar que saque un provecho aún mayor de ese hecho.

—Eso supondría emprender una nueva campaña militar en España, con aliados con los que no sabes si puedes contar y con el peligro de enemistarnos definitivamente con los vascones —objetó Konrad.

Carlos negó con la cabeza, sonriendo.

—No pienso repetir un error que ya he cometido. Mientras los sarracenos eviten el combate a campo abierto y se limiten a defenderse tras las murallas de sus ciudades, una campaña militar supondría una insensatez. Así que lo primero que haremos será asegurar nuestras fronteras, algo para lo que ya hemos dado el primer paso. Lupus
el Gascón
ha vuelto a someterse a mí y con ello hemos recuperado Aquitania.

Konrad estuvo a punto de preguntar si convenía confiar en un traidor, pero calló por prudencia. Lupus sabía que Carlos no lo perdería de vista y sería cauteloso. Konrad no pudo por más que admirar al rey, capaz de dejar de lado sus ansias de venganza personales y perdonar al gascón, con el fin de tenerlo a su lado en otras batallas y no entre las filas de sus enemigos.

Carlos asintió con la cabeza, como si hubiera contado con los informes de Konrad.

—Me gustaría saber algo más sobre vuestra huida y sobre el estado de salud de Philibert de Roisel. El pobre es víctima del infortunio: en todos los combates resulta herido.

—Pues él no se considera desdichado, ya que ha logrado atraer a Ermengilda. Tendréis que admitir que es un premio considerable.

—¡Lo es, para un noble de poca monta como él! —exclamó el rey en tono airado, como si tomara a mal a su seguidor que hubiera desposado a la viuda de su hermanastro sin su permiso. Pero cuando Konrad y Maite le relataron todo lo que les había ocurrido en España, el disgusto del rey se desvaneció y soltó un par de sonoras carcajadas.

Finalmente le palmeó el hombro a Konrad con una alegre sonrisa.

—Ya en aquel entonces, cuando te encontré en el bosque con los pantalones en torno a los tobillos y vi el jabalí muerto tendido a tus pies, supe que eras un hombre valiente. Pero también conozco a tu mujer. Tengo planes especiales para vosotros dos. ¡Pero ahora acompañadme! Hace rato que la comida me espera y tengo hambre —dijo el soberano, tras lo cual rodeó los hombros de ambos con los brazos y los condujo hasta la sala.

17

Las esperanzas de Konrad de destacar en los combates contra los sajones no se cumplieron, porque el rey se limitó a ordenar que él y sus acompañantes se marcharan. Le indicó que cabalgara hasta la finca Birkenhof y aguardara nuevas órdenes. Mientras Konrad, carcomido por las dudas, se preguntaba si había perdido el favor del rey, Ermo abandonó la corte feliz y contento. Carlos consideró que los días pasados como esclavo de los sarracenos suponían un castigo suficiente por sus delitos e incluso permitió que conservara el rango de cabecilla de su aldea.

El camino de Paderborn a la prefectura de Hass no era largo, comparado con el prolongado viaje de España a Sajonia, y Konrad no tardó en ver las cimas de las montañas de su tierra natal. Aunque su ausencia solo había durado dos años, el paisaje le resultó extrañamente desconocido y se preguntó si su padre habría sentido lo mismo, porque en caso afirmativo, siempre procuró que no se notara.

Los robles y las hayas ya estaban cubiertas de hojas de un verde claro y los trinos de las aves eran tan penetrantes como en cada primavera. A pesar de ello, sus juegos de infancia con otros chavales de la aldea se le antojaban un sueño lejano.

Dirigió una mirada escrutadora a Maite, preguntándose cuáles serían sus sentimientos respecto de esa comarca desconocida para ella. También sentía cierta inquietud al pensar en cómo recibirían sus padres a su inesperada nuera. No quería habérsela llevado de su hogar solo para someterla a un futuro de rencillas con sus progenitores. Al pensarlo, adoptó una expresión decidida: no toleraría que Maite sufriera una ofensa. Ella era exactamente la mujer que necesitaba y no podía imaginarse la vida junto a otra. Puede que su amigo Philibert se hubiese quedado con la más bella de las dos amigas, pero para Philibert, Ermengilda jamás sería la compañera que Maite era para él.

Konrad le tomó la mano derecha.

—¡Todo saldrá bien! —le aseguró.

Maite lo miró y comprendió que trataba de disipar sus temores sobre el futuro. Desde que empezaron a acercarse al hogar de Konrad, no había dejado de preguntarse si la familia de su marido le daría la bienvenida o la consideraría una intrusa indeseada, así que sintió un gran alivio al comprobar que Konrad estaba dispuesto a defenderla. «Es un buen hombre», pensó, sin entender cómo había podido tomarlo por tonto. Indudablemente, no era tan elocuente como Philibert de Roisel ni procedía de una familia de alcurnia, pero siempre sería un fiel camarada y, con respecto a las noches que habían pasado juntos, podía darse por muy satisfecha.

—Sí, todo saldrá bien —repitió con una sonrisa.

Ente tanto, Ermo empezó a inquietarse.

—Allí delante se bifurca el camino, muchacho. Tú girarás a la izquierda y yo seguiré un trecho en línea recta. Me alegro de regresar al hogar, pero has de visitarme mañana a más tardar, de lo contrario iré a Birkenhof a buscarte. Y gracias por todo. —Y con estas palabras, espoleó su caballo y se alejó al galope.

Konrad lo siguió con la mirada, sacudiendo la cabeza y preguntándose por qué había sido tan condescendiente con ese hombre. Durante el viaje no solo no lo trató como a un criado o un esclavo sino como a un compañero de itinerario… incluso le dejó la yegua en la que Ermo montaba cuando era un prisionero de Fadl.

Maite le pegó un codazo a su esposo, sumido en sus cavilaciones.

—¡Allí hay gente! —exclamó.

Konrad dirigió la mirada hacia delante. En el punto en el que se desviaba el camino a su aldea unos hombres los observaban. Solo tras aproximarse reconoció a Lando y a Ecke, los mismos que poco antes de su partida se negaron a acompañarlo a España, ofreciéndose a cambio a trabajar los campos de su padre. Recordó a los demás que habían partido junto con él. Rado, el mejor de todos ellos, estaba muerto, y otros dos sucumbieron a las enfermedades tras la larga campaña militar. Los demás combatían contra los sajones a las órdenes del conde Hasso.

Cabalgó hacia los hombres y poco después refrenó su caballo. Al ver su expresión de curiosidad dedujo que no lo habían reconocido, y ambos se quitaron las gorras e hicieron una reverencia.

—Supongo que os dirigís a casa de nuestro amo Arnulf, noble señor —dijo uno.

—¡Abre los ojos, Lando! Soy Konrad. ¡Y ahora abrid paso! Estoy impaciente por saludar a mis padres.

Konrad pasó junto a los campesinos, que lo contemplaron con mirada atónita y sin perder de vista a Maite, que cabalgaba a su lado y arrancaba las hojas frescas de los árboles que crecían a la vera del camino. Las frotó y aspiró el aroma de los robles y las hayas: en su tierra natal, la fragancia de las hojas era similar, así que esas tierras ya no le parecieron tan extrañas.

Pronto alcanzaron la aldea. A Konrad le pareció más pequeña, pese a que habían construido algunas chozas nuevas; también halló que la casa de su padre, que antaño le había parecido inmensa, en comparación con el pabellón de Carlos en Paderborn o el castillo de Rodrigo más bien se asemejaba a la cabaña de un campesino.

La idea avergonzó a Konrad, pero la olvidó en cuanto abrieron la puerta de la finca y vio a su padre, que salió de la casa cojeando y apoyado en su bastón. Su madre apareció a sus espaldas. Mientras su marido aún se preguntaba quién sería ese huésped inesperado, ella abrió los brazos y echó a correr hacia Konrad.

—¡Konrad, hijo mío! —exclamó, al tiempo que lo arrastraba del caballo para estrecharlo entre sus brazos.

Arnulf de Birkenhof se acercó y contempló a Konrad con expresión incrédula.

—¡Eres tú! ¡Por todos los santos, qué alegría! —dijo. Cuando quiso abrazarlo tropezó y a punto estuvo de caerse, de no ser porque su hijo lo sostuvo.

Entre tanto, también había aparecido Lothar, que se restregó los ojos y trató de reconocer a su hermano mayor en el hombre de rostro enérgico. Pero a Konrad también le resultó increíble que quien estaba ante él fuera Lothar: en esos dos años, había crecido mucho y ahora incluso era más alto que él.

—Has vuelto —dijo Lothar por fin—. ¿Lo pasaste bien en España? ¿Me has traído algo?

Konrad lo abrazó y le golpeó el hombro soltando una carcajada.

—¿Qué te parecen estas tres yeguas? ¡Una de ellas es para ti!

—¿Yeguas? ¡Bah! Un guerrero no cabalga en una yegua —contestó Lothar.

Pero su padre se dio cuenta del valor de los animales.

—Son yeguas sarracenas, ¿verdad? Esos animales son más rápidos que el viento.

—¡Ya lo creo!

Su madre notó que la conversación amenazaba con girar en torno de la cría de caballos y cogió a Konrad de la mano.

—¡Entra en casa! Seguro que tienes hambre.

Entonces se percató de la presencia de Maite y se detuvo.

—¡Al parecer, no solo has vuelto de la campaña militar con yeguas!

—Os presento a Maite, mi esposa —dijo Konrad, en un tono que no admitía comentarios desdeñosos sobre ella.

Ese tampoco era el propósito de Hemma: abrazó a su nuera tras echarle un breve vistazo, la condujo al interior de la casa y dejó a los hombres en el patio sin prestarles más atención. Su marido la siguió con la mirada y sacudió la cabeza.

—¡Mujeres! ¡Pero ahora ven! Conseguiremos algo de comer incluso sin esas dos. Haré abrir un tonel de hidromiel. Hoy tengo sed y ganas de escuchar historias sobre tierras extranjeras y heroicidades.

Mientras cruzaban el patio, Lothar le pegó un codazo a su hermano y dijo:

—Es bueno volver a estar en casa, ¿verdad?

18

Maite se adaptó con rapidez y sorprendió a su suegra con nuevas recetas para elaborar queso, pero Konrad se sentía cada vez más ajeno en el hogar de sus padres. Si bien participaba en todas las tareas, en el fondo estaba de más, ya que durante su ausencia Lothar había ocupado su lugar y ahora el más joven quería encargarse de las tareas que en el pasado habían correspondido a Konrad, y en vez de colaborar como antaño, se peleaban. Como era el mayor, Konrad debería de haberse impuesto, pero le faltaba la voluntad.

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