La rosa de zafiro (36 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: La rosa de zafiro
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—¿De qué nos va a servir huir si sabemos que Sparhawk va a venir pisándonos los talones con el

Bhelliom en las manos? Borrará a Otha del mapa y a nosotros con él.

—Es harto improbable. Sparhawk es moderadamente formidable, pero no es un dios. Azash sí lo es, en cambio, y viene codiciando el Bhelliom desde antes del inicio del tiempo. Sparhawk nos perseguirá, y Azash estará esperándolo. Azash lo destruirá para arrebatarle el Bhelliom. Entonces Otha invadirá Occidente y, puesto que le hemos prestado un servicio de tal magnitud, nos recompensará con creces. A vos os pondrá en el trono del archiprelado y a mí me concederá la corona del reino que yo elija..., tal vez incluso de todos. Otha ha ido perdiendo el gusto por el poder en el transcurso del último milenio. Incluso accederé a situar a Lycheas como regente o aun como rey de Elenia, si así lo deseáis, aunque por más que me estruje el cerebro no encontraría un motivo para alentar ese deseo. Vuestro hijo es un gimoteante cretino cuya sola visión me produce náuseas. ¿Por qué no hacéis que lo estrangulen y luego vos y Arissa volvéis a intentarlo? Si os concentráis en ello, podríais incluso engendrar un verdadero ser humano en vez de una anguila.

Sparhawk miró alrededor, estremecido por una súbita sensación de frío. Aun cuando no pudiera verlo, supo que el sombrío vigilante que lo había seguido desde la cueva de Ghwerig se hallaba en algún punto de la habitación. ¿'Sería acaso posible que la mera mención del nombre del Bhelliom bastara para invocarlo?

—¿Pero cómo sabemos que Sparhawk va a estar en condiciones de perseguirnos? —objetaba Annias—. Ignora nuestros tratos con Otha, de modo que no tendrá la más mínima noción de adonde nos dirigimos.

—Sois un ingenuo, Annias. —Martel exhaló una carcajada—. Sephrenia puede escuchar una conversación mantenida a una distancia de cerca de diez kilómetros y puede hacer que otra persona que este en la misma habitación que ella la oiga también. Y no solo eso: hay cientos de lugares en este sótano a los cuales llegan las voces desde esta cámara. Creedme, Annias, de una forma u otra, Sparhawk está escuchándonos en este preciso momento. —Hizo una pausa—. ¿No es cierto, Sparhawk? —añadió.

Capítulo 15

La pregunta de Martel quedó flotando en la húmeda penumbra.

—Quedaos aquí —susurró ferozmente Sparhawk a Delada, llevando la mano a la espada.

—Eso no será —replicó el coronel con igual fiereza, desenvainando su espada.

—De acuerdo —aceptó Sparhawk, considerando que aquél no era momento para discutir—, tened cuidado. Yo cogeré a Martel. Vos prended a Annias.

Abandonaron su escondrijo y se encaminaron a la solitaria vela que iba derritiéndose sobre la mesa.

—Vaya, pero si es mi querido hermano Sparhawk —dijo con voz cansina Martel—. Qué alegría volver a veros, viejo amigo.

—Mirad rápido, Martel, pues no será mucho el tiempo en que aún podáis ver algo.

—Me encantaría complaceros, Sparhawk, pero me temo que debemos posponerlo una vez más. Asuntos urgentes, ¿comprendéis? —Martel agarró a Annias por el hombro y lo empujó hacia la puerta—. ¡Moveos!—espetó.

Los dos salieron corriendo al tiempo que Sparhawk y Delada se precipitaban, espada en mano, hacia el umbral.

—¡Deteneos! —indicó Sparhawk a su compañero.

—¡Están escapando, Sparhawk! —arguyó Delada.

—Tienen la huida asegurada —constató Sparhawk, paladeando el amargo sabor de la decepción—. Martel tiene cien hombres apostados en esos pasadizos. Os necesitamos vivo, coronel. —Sparhawk emitió un agudo silbido que se mezcló con el ruido de pasos apresurados afuera en el corredor —Habremos de defender la puerta hasta que lleguen Kurik y los guardias.

Tomaron velozmente posiciones a ambos lados de la podrida puerta y, en el último momento, Sparhawk se instaló afuera, algo distanciado del arqueado dintel de piedra. Su posición le proporcionaba gran amplitud de movimientos en tanto que las rocas salientes y el techo de la arcada entorpecían, por el contrario, los intentos de ataque de los soldados que acudían en tropel.

Los mercenarios de Martel descubrieron muy pronto lo insensato de la idea de embestir contra Sparhawk cuando éste estaba enojado, y ciertamente Sparhawk estaba hecho una furia entonces. Los cadáveres iban apilándose en el umbral conforme él descargaba su rabia en los desaliñados soldados.

Entonces llegó Kurik con la guardia de Delada, y los hombres de Martel se replegaron, defendiendo el pasadizo que conducía a la abertura del acueducto por la que habían huido Annias y Martel.

—¿Estáis bien? —preguntó el escudero, asomándose a la puerta.

—Sí —respondió Sparhawk, aferrando el brazo del coronel Delada, que se disponía a salir.

—Soltadme, Sparhawk —pidió Delada, apretando los dientes.

—No, coronel. ¿Recordáis lo que os he dicho hace un rato, lo de ser el hombre más importante de Chyrellos por un tiempo?

—Sí —admitió Delada en tono lúgubre.

—Esa condición de eminencia se ha iniciado hace unos minutos, y no voy a permitir que arriesguéis la vida sólo porque en estos instantes os sintáis belicoso. Ahora os llevaré a vuestros aposentos y apostaré un guardia delante de vuestra puerta.

—Tenéis razón, desde luego —reconoció Delada, enfundando la espada—. Es sólo que...

—Lo sé, Delada. Yo mismo debo reprimir mi impulso.

Tras dejar a buen recaudo al coronel, Sparhawk regresó al sótano donde, a las órdenes de Kurik, los guardias estaban localizando y acabando con los mercenarios que trataban de esconderse.

—Me temo que Martel y Annias se han escapado definitivamente, Sparhawk —informó Kurik, apareciendo en la oscuridad menguada por las antorchas.

—Estaba esperándonos, Kurik —comunicó sombríamente Sparhawk—. De algún modo sabía que estaríamos aquí abajo o que Sephrenia habría invocado un hechizo para que pudiéramos oírlo. Decía muchas cosas con el propósito de que yo las escuchara.

—¿Oh?

—El ejército que viene por el oeste es el de Wargun.

—Ya era hora de que llegara. —Kurik sonrió de improviso.

—Martel también ha anunciado el rumbo que piensa tomar. Quiere que lo sigamos.

—Estaré encantado de complacerlo. ¿Hemos conseguido lo que pretendíamos?

—Cuando Delada haya testificado, Annias no obtendrá ni un solo voto.

—Algo es algo.

—Designa un capitán para que dirija a esos guardias y vámonos en busca de Vanion.

Los preceptores de las cuatro ordenes se encontraban en los adarves próximos a las puertas, observando con cierta perplejidad cómo se retiraban los mercenarios.

—Han interrumpido el ataque sin motivo alguno —comentó Vanion cuando Sparhawk y Kurik se sumaron a ellos.

—Tenían un buen motivo —replicó Sparhawk—. El que viene al otro lado del río es Wargun.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Vanion—. Después de todo le habrán llegado noticias de la situación. ¿Cómo han ido las cosas en el sótano?

—El coronel Delada ha escuchado una conversación muy interesante, aunque Martel y Annias han escapado. Van a ir a Zemoch para acogerse a la protección de Otha. Martel va a ordenar a los rendoreños que destruyan los puentes para dar tiempo a que el resto de mercenarios se despliegue. No tiene grandes esperanzas de que su presencia no sea más que un leve inconveniente para Wargun. Lo que en realidad se propone es retrasarlo un poco para poder huir.

—Creo que será mejor que vayamos a hablar con Dolmant —propuso el preceptor Darellon—. La situación ha cambiado un tanto. ¿Por que no reunís a vuestros amigos, sir Sparhawk, y regresamos al castillo?

—Ve a avisarlos, Kurik —indicó Sparhawk a su escudero—. Que todos nuestros amigos sepan que el rey Wargun ha venido a rescatarnos.

Kurik asintió.

Los patriarcas habían experimentado un gran alivio al enterarse de la llegada del rey Wargun y no cupieron en sí de regocijo al saber que Annias se había autoinculpado.

—El coronel puede incluso testificar sobre el trato que Annias y Martel tienen con Otha —les comunicó Sparhawk—. El único incidente desafortunado ha sido la huida de Annias y Martel.

—¿Cuánto tardará en tener noticia Otha de este vuelco en el curso de los acontecimientos?—

preguntó el patriarca Emban.

—Creo que debemos dar por hecho que Otha se enterará instantáneamente de lo ocurrido aquí, Su Ilustrísima —le respondió el prefector Abriel.

—Otro de esos trucos mágicos, supongo —exclamó Emban con expresión de disgusto.

—Wargun va a tardar cierto tiempo en reagrupar sus tropas y marchar hacia Lamorkand para hacer frente a los zemoquianos, ¿verdad? —previo Dolmant.

—Una semana o diez días, Su Ilustrísima —convino Vanion—, calculando por lo bajo. Las avanzadillas de ambos ejércitos podrán desplazarse con mayor rapidez, pero el grueso de la fuerza necesitará al menos una semana para ponerse en marcha.

—¿Qué distancia puede recorrer en un día un ejército?—inquirió Emban.

—Quince kilómetros a lo sumo, Su Ilustrísima —repuso Vanion.

—Eso es absurdo, Vanion. Incluso yo puedo recorrer quince kilómetros a pie en cuatro horas y hay que tener en cuenta que yo no camino muy rápido.

—Eso cuando andáis solo, Su Ilustrísima. —Vanion sonrió—. Un hombre que sale de paseo no tiene que molestarse en evitar que se rezague la retaguardia de la columna, y, cuando llega la hora de dormir, se envuelve simplemente en su capa bajo un arbusto. Se tarda mucho más en disponer un campamento para un ejército.

Con un gruñido, Emban se puso trabajosamente en pie, se encaminó con paso torpe al mapa de Eosia que colgaba de una de las paredes del estudio de sir Nashan y midió algunas distancias.

—En ese caso se encontrarán aquí —infirió, señalando con el dedo un punto del mapa—, en esa llanura al norte del lago Cammoria. Ortzel, ¿cómo es el terreno allí?

—Relativamente llano —respondió el patriarca lamorquiano—. Se compone sobre todo de tierras de cultivo salpicadas de bosques aquí y allá.

—Emban —sugirió amablemente Dolmant—, ¿por qué no dejamos que el rey Wargun trace su estrategia? Nosotros tenemos nuestros propios asuntos que atender.

Emban rió algo avergonzado.

—Será que soy un entrometido nato —reconoció—. No puedo soportar que algo ocurra sin poner yo las narices. —Entrelazó las manos en la espalda—. No bien llegue Wargun, tendremos la situación bajo control aquí en Chyrellos. Creo que podemos dar por sentado que la declaración del coronel Delada eliminará la candidatura del primado de Cimmura de una vez por todas, de modo que lo más apropiado sería dejar zanjada sin tardanza la cuestión de la elección..., antes de que la jerarquía tenga tiempo de recobrar su aliento colectivo. Los patriarcas son animales políticos y, en cuanto se hayan serenado, van a comenzar a ver toda clase de oportunidades en la presente situación. Ahora mismo no nos conviene que aparezcan de improviso varias candidaturas para enturbiar el panorama. Mantengamos las cosas dentro del marco más sencillo posible. Por otra parte, hay que tener en cuenta que, al decidir dejar que la ciudad exterior se convirtiera en pasto de las llamas, nos granjeamos las iras de un buen número de patriarcas. Sorprendamos a la jerarquía cuando todavía está apabullada por la gratitud y pongamos a alguien en esa silla vacía de la basílica antes de que comiencen a centrarse en los lamentos por sus mansiones perdidas y cuestiones de índole parecida. Ahora llevamos las de ganar. Aprovechémoslo, impidiendo que nuestro soporte comience a venirse abajo.

—Eso es lo que os ocupa constantemente el pensamiento, ¿no es así, Emban?—observó Dolmant.

—Alguien tiene que hacerlo, amigo mío.

—Será preferible, no obstante, esperar a que Wargun entre en la ciudad —advirtió Vanion—. ¿Está en nuestras manos ayudarlo?

—Podríamos salir de la ciudad vieja en cuanto los generales de Martel empiecen a volverse para encararse a su ejército —sugirió Komier—. Podríamos atacarlos por la espalda y hostigarlos para obligarlos a perseguirnos hasta las murallas. Entonces tendrán que destacar parte de las tropas para mantenernos en su interior, lo cual reducirá algo las fuerzas con las que se enfrentará Wargun.

—Lo que realmente me gustaría hallar es la manera de defender esos puentes del Arruk —declaró Abriel—. Su reconstrucción es lo que va a hacerle perder tiempo a Wargun... y vidas.

—No veo que podamos hacer gran cosa al respecto —opinó Darellon—. No disponemos de suficientes hombres para mantener alejados de la orilla del río a los rendoreños.

—Pero contamos con medios para desorganizar al enemigo en la ciudad —aseguró Komier—. ¿Por qué no volvemos a la muralla y evaluamos la estrategia? De todas formas, necesito un poco de acción para quitarme el regusto del asedio.

En el atardecer del tardío verano, de la oscura superficie de los dos ríos que confluían en Chyrellos se alzaban en el fresco de la noche finos retales grises de humedad que, al unirse, formaban primero una neblina que empañaba la anaranjada luz de las antorchas, después un vaho que desdibujaba los perfiles de las casas distantes y más tarde la persistente niebla propia de las ciudades construidas en las riberas de los ríos.

Entre las filas era patente el entusiasmo por entrar en acción. Había razones tácticas que la aconsejaban, cómo no, pero la táctica es cuestión que concierne a los generales, y lo que interesaba a la soldadesca era la venganza. Habían soportado el martilleo de los artefactos de asedio; habían reducido a fanáticos que trepaban por escalas y habían hecho frente a torres de asalto. Hasta entonces no habían tenido más remedio que aguantar lo que los asediantes les habían arrojado. Aquélla era la ocasión de tomar la iniciativa, de castigar a sus castigadores, y por ello salían con feliz expectación de la ciudad interior y avanzaban feroces hacia el enemigo.

Muchos de los mercenarios de Martel, que se habían enrolado entusiasmados a sus huestes cuando las perspectivas habían sido saqueos, rapiña y fáciles asaltos contra fortificaciones pobremente defendidas, perdían ahora todo su ardor ante la idea de tener que enfrentarse a una fuerza superior en campo abierto y, súbitamente pacíficos, se escabullían entre las brumosas calles en busca de sitios tranquilos. La salida en masa de los asediados supuso una gran sorpresa y una aún más profunda decepción para aquellos hombres que ahora sólo aspiraban a llevar vidas sencillas libres de querellas.

La niebla fue un elemento a su favor. Los defensores de la ciudad interior sólo tenían que precipitarse sobre los hombres que no llevaban la armadura de los caballeros de la Iglesia o las túnicas rojas de los soldados eclesiásticos. Las antorchas que sostenían aquellos inopinados pacifistas los convertían en blancos propicios para los ballesteros que tan bien habían aprovechado las lecciones de Kurik.

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