La rosa de zafiro (53 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: La rosa de zafiro
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—El estado de servidumbre no parece despertar mucho entusiasmo por el trabajo —observó con desaprobación Kurik—. Se diría que esa gente no se mueve en absoluto.

—Si yo fuera un siervo, no creo que tuviera gran interés en esforzarme —declaró Kalten. Cabalgando a medio galope, cruzaron un ancho valle y remontaron una cadena de cerros poco elevada. Las nubes eran menos espesas allí al este y el sol, rayando justo el horizonte, era más perceptible. Kring envió una patrulla de avanzadilla y siguieron avanzando.

Algo iba mal, pero Sparhawk no acababa de dilucidar qué era. El aire estaba muy quieto y el sonido de los cascos de los caballos sonaba excesivamente alto y extrañamente vigoroso sobre la blanda tierra del camino. Sparhawk miró en derredor y vio la expresión inquieta de sus amigos.

Se hallaban en el centro del siguiente valle cuando Kurik tiró de las riendas y profirió de improviso una maldición.

—Eso lo explica.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Sparhawk.

—¿Cuánto rato diríais que llevamos de camino?

—Alrededor de una hora. ¿Por qué?

—Mirad el sol, Sparhawk.

Sparhawk miró hacia oriente, donde el apagado sol flotaba sobre una hilera de suaves colinas.

—Yo diría que está donde siempre, Kurik —señaló—. Nadie lo ha movido de sitio.

—A eso me refería precisamente. No está moviéndose. No se ha desplazado ni un centímetro desde que hemos partido. Ha salido y se ha quedado fijo en el mismo lugar.

Todos volvieron la mirada hacia el este.

—Eso es natural, Kurik —comentó Tynian—. Cuando se viaja subiendo y bajando colinas, siempre da la impresión de que el sol se encuentra en una posición diferente. Todo depende de la altura a la que uno se halle.

—Yo también he pensado eso, sir Tynian... al principio. Pero ahora estoy dispuesto a juraros que el sol no se ha movido desde que hemos dejado atrás esa colina situada al este de Paler.

—No bromeéis, Kurik —lo reprendió Kalten—. El sol debe moverse necesariamente.

—Por lo visto, no esta mañana. ¿Qué está ocurriendo aquí?

—¡Sir Sparhawk! —llamó Berit con voz aguda, casi rayana en la crisis nerviosa—. ¡Mirad! Sparhawk volvió la cabeza en la dirección a la que apuntaba con mano temblorosa el aprendiz de caballero.

Era un pájaro, un ave de aspecto completamente normal, al parecer una alondra, identificó Sparhawk. No tenía nada de raro... salvo que estaba suspendido en absoluta inmovilidad en el aire, dando la impresión de que alguien lo hubiera clavado allí con una aguja.

Todos miraron en torno a sí con ojos desorbitados y entonces Sephrenia rompió a reír.

—No veo que esto tenga ninguna gracia, Sephrenia —observó Kurik.

—Todo está en orden, caballeros —Les aseguró.

—¿En orden?—repitió Tynian—. ¿Y qué le ha pasado al sol y a ese pájaro idiotizado?

—Sparhawk ha detenido el sol... y el ave.

—¡Que ha detenido el sol!—exclamó Bevier—. ¡Eso es imposible!

—Por lo visto, no. Sparhawk habló anoche con uno de los dioses troll —les explicó —y le dijo que íbamos de cacería y que nuestra presa estaba lejos de nosotros. Pidió al dios troll Ghnomb que nos ayudara a atraparla y según parece Ghnomb está haciéndolo.

—No lo entiendo —confesó Kalten—. ¿Qué tiene que ver el sol con salir de caza?

—No es tan complicado, Kalten —aseveró con calma la estiria—. Ghnomb ha detenido el tiempo, eso es todo.

—¿Eso es todo?¿Y cómo se para el tiempo?

—No tengo ni idea. —Frunció el entrecejo—. Tal vez la expresión «detener el tiempo» no sea la más adecuada. Lo que en realidad está ocurriendo es que estamos desplazándonos al margen del tiempo. Nos encontramos en esa fracción que media entre un segundo y el siguiente.

—¿Qué mantiene a ese pájaro en el aire, lady Sephrenia? —preguntó Berit.

—Supongo que el batir de sus alas. El resto del mundo está funcionando con plena normalidad. La gente que hay por los alrededores ni siquiera advierte que nosotros pasamos cerca. Cuando los dioses cumplen nuestros deseos, no siempre lo hacen de la manera que esperamos. Cuando Sparhawk le dijo a Ghnomb que queríamos alcanzar a Martel, pensaba más en el tiempo que en los kilómetros que nos separan de él y por ello Ghnomb está haciendo que nos movamos a través del tiempo y no en la distancia. Controlará el tiempo mientras queramos. A nosotros corresponde cubrir terreno. Entonces Stragen llegó al galope.

—¡Sparhawk! —gritó—. ¿Qué diablos habéis hecho? Sparhawk se lo explicó brevemente.

—Ahora volved atrás y calmad a los keloi. Decidles que es un encantamiento y que el mundo está paralizado. Nada se moverá hasta que lleguemos a nuestro destino.

—¿Es eso cierto?

—Más o menos, sí.

—¿De veras pensáis que van a creerme?

—Invitadlos a que encuentren otra explicación si no les gusta la mía.

—Después podréis volver las cosas a su orden, ¿no?

—Desde luego... Al menos eso espero.

—Ah..., Sephrenia... —inquirió tímidamente Talen—. El resto del mundo está inmóvil, como muerto, ¿verdad?

—Bueno, ésa es la sensación que tenemos nosotros, pero nadie lo percibe de este modo.

—La otra gente no nos ve, ¿no es así?

—Ni siquiera saben que estamos aquí.

Una sonrisa casi reverente se instaló en los labios del chiquillo.

—Caramba —dijo—. Vaya, vaya, vaya.

—Sí, caramba, Su Excelencia —convino Stragen con ojos igual de brillantes que los del chico.

—Dejaos de tonterías los dos —los regañó Sephrenia.

—Stragen —añadió Sparhawk, que había tenido una ocurrencia tardía—, informad a Kring que no tenemos necesidad de apresurarnos.

Aprovechemos para dar tregua a los caballos. Nadie de allá afuera va ir a ninguna parte ni va a hacer nada hasta que nosotros lleguemos a donde nos proponemos.

Era extraño cabalgar entre aquella perpetua aurora, en la que no se apreciaba frío ni calor, humedad ni sequedad. El mundo que los circundaba guardaba silencio y en el aire flotaban inmóviles pájaros. Los siervos permanecían rígidos como estatuas en los campos, y en una ocasión, al pasar junto a un alto abedul que había azotado la brisa justo antes de que el dios troll Ghnomb hubiera detenido el tiempo, vieron la nube de estáticas hojas doradas de su copa suspendidas a sotavento.

—¿Qué hora debe de ser? —preguntó Kalten cuando ya llevaban varias leguas de camino.

—Calculo que a eso del alba —respondió Ulath, tras lanzar una ojeada al cielo.

—Oh, muy gracioso, Ulath —comentó irónicamente Kalten—. No sé vosotros, pero yo empiezo a tener hambre.

—Es que tú ya naciste hambriento —lo acusó Sparhawk.

Consumieron las raciones de comida que les correspondían y volvieron a ponerse en marcha. Aun cuando no hubiera necesidad de apresurarse, la sensación de apremio que habían sentido desde que habían salido de Chyrellos continuaba acuciándolos, y pronto habían vuelto a adoptar un galope medio, ya que se les hubiera antojado como un capricho proseguir cómodamente al paso.

Al cabo de cerca de una hora —aunque habría sido imposible precisarlo —Kring dejó la retaguardia para acercarse a ellos.

—Me parece que algo viene siguiéndonos, amigo Sparhawk —anunció con una nota de admirado respeto en la voz. Uno no tiene cada día la oportunidad de hablar con un hombre que detiene el curso del sol.

—¿Estáis seguro? —preguntó Sparhawk, mirándolo fijamente.

—No del todo —admitió Kring—. Es más que nada un presentimiento. Hay una nube muy oscura casi a ras del suelo por el lado sur. Está bastante alejada y es difícil confirmarlo, pero da la impresión de avanzar detrás de nosotros.

Sparhawk dirigió la vista al sur y comprobó que era la misma nube, aunque mayor, más oscura y más ominosa. Al parecer, la sombra podía seguirlo a todas partes, incluso allí.

—¿La habéis visto moverse? —preguntó a Kring.

—No, pero hemos recorrido una buena distancia desde que nos hemos parado a comer, y continúa estando justo detrás de mi hombro izquierdo igual que cuando hemos reemprendido camino.

—No la perdáis de vista —indicó Sparhawk—. Veamos si podéis sorprenderla moviéndose realmente.

—De acuerdo —aceptó el domi, volviendo grupas.

Instalaron el campamento para pasar la «noche» tras haber recorrido aproximadamente la misma distancia que en una jornada normal.

Las monturas estaban nerviosas y
Faran
no paraba de mirar a Sparhawk con dureza y suspicacia.

—No es por culpa mía,
Faran
—aseguró Sparhawk al voluminoso ruano mientras lo desensillaba.

—¿Cómo puedes mentirle con tanto descaro a esa pobre bestia, Sparhawk? —dijo Kalten—. ¿Es que no tienes vergüenza? Es por culpa tuya.

Sparhawk durmió mal bajo aquella inmutable luz y, tras apurar lo más posible el sueño, se levantó y vio que los demás también estaban desperezándose.

—Buenos días, Sparhawk —lo saludó Sephrenia, con un asomo de expresión de enfado.

—¿Qué sucede?

—Me falta mi té de las mañanas. He intentado calentar unas rocas para hervir el agua, pero no ha funcionado. Nada surte efecto, Sparhawk; ni los hechizos, ni la magia, ni nada. Estamos totalmente indefensos en esta tierra del nunca jamás que vos y Ghnomb habéis creado.

—¿Qué puede atacarnos, pequeña madre? —inquirió gravemente—. Nos hallamos al margen del tiempo, en un lugar donde nadie puede alcanzarnos.

Alrededor de «mediodía» descubrieron cuan errónea era aquella afirmación.

—¡Está moviéndose, Sparhawk! —gritó Talen cuando se acercaba a una inmóvil aldea—. ¡Esa nube! ¡Está moviéndose!

La nube que había advertido Kring, negra como el azabache, se movía perceptiblemente ahora. Avanzaba por el suelo hacia el pequeño grupo de chozas de techo de paja de los siervos arracimadas en un hondo valle, y un grave fragor de tétricos truenos acompañaba su inexorable marcha. Tras ella, los árboles y la hierba estaban resecos y agostados, como si aquel momentáneo contacto con las tinieblas los hubiera marchitado en un instante. El nubarrón engulló el pueblo y, cuando lo hubo adelantado, no quedaba rastro de él, como si no hubiera existido.

Conforme se aproximaba el cúmulo de oscuridad, Sparhawk oyó un sonido rítmico, una especie de ruido sordo como el que producirían decenas de pies descalzos percutiendo en la tierra y, acompasado a éste, unos brutales gruñidos que podían tener su origen en una manada de bestias que emitiera al unísono guturales ladridos espaciados entre sí.

—¡Sparhawk! —gritó con apremio Sephrenia—. ¡Usad el Bhelliom! ¡Dispersad esa nube! ¡Llamad a Khwaj!

Sparhawk forcejeó con la bolsa, arrojó al suelo los guanteletes que le entorpecían el movimiento de los dedos y, abriéndola por fin, puso en alto la Rosa de Zafiro con ambas manos.

—¡Rosa Azul! —la invocó, alzando la voz—. ¡Soy Sparhawk de Elenia! ¡Khwaj despejará con su fuego la oscuridad que se acerca! ¡Khwaj lo hará para que Sparhawk de Elenia pueda ver lo que hay dentro de la nube! ¡Hacedlo, Khwaj! ¡Ahora mismo!

Una vez más oyó el aullido de impotencia y rabia que exhalaba el dios troll, manifestando su renuencia a obedecer. Después, justo delante de la negra nube que se aproximaba girando, se irguió una larga y elevada pantalla de formidables llamas de creciente ardor cuyas oleadas notaba en su cuerpo Sparhawk. La nube siguió desplazándose inexorablemente, al parecer inmune al muro de fuego.

—¡Rosa Azul! —dijo Sparhawk en la lengua troll—. ¡Ayudad a Khwaj! ¡La Rosa Azul va a agregar su poder y el poder de todos los dioses troll para ayudar a Khwaj! ¡Hacedlo! ¡Ahora mismo!

El estallido de poder que recibió en respuesta casi derribó a Sparhawk del caballo y
Faran
se arredró, agachando las orejas y enseñando los dientes.

Entonces la nube se detuvo y en su masa aparecieron resquicios y rasgaduras que volvieron a soldarse casi al instante. Las llamas oscilaban en la contienda, remontándose y luego reduciéndose a débiles destellos para cobrar vigor una vez más. Al fin la nube fue esclareciéndose, al igual que la oscuridad de la noche se disipa con la proximidad del alba. Las llamas ascendían a mayor altura, intensamente brillantes, y la nube, desgarrada y deshilachada, perdía consistencia.

—¡Estamos ganando! —exclamó Talen.

—¿Nosotros? —replicó, escéptico, Kurik, recogiendo los guanteletes de Sparhawk.

De pronto, como dispersada por un potente vendaval, la nube se desintegró y entonces Sparhawk y sus amigos vieron qué era lo que producía aquellos sonidos semejantes a gruñidos. Eran unos enormes humanoides, lo cual había de interpretarse como que tenían brazos, piernas y cabeza. A dichas características humanas habría que agregar el hecho de que iban vestidos con pieles y asían armas de piedra, hachas y lanzas en su mayor parte. Por lo demás, tenían frentes achatadas y bocas prominentes como hocicos, y el abundante vello que los cubría parecía más bien el pelambre de un animal. A pesar de que la nube se había disipado, proseguían su avance a una especie de trote arrastrado, apoyando al unísono los pies en el suelo al tiempo que emitían aquel gruñido gutural. A intervalos regulares se detenían y de un punto impreciso en medio de ellos se elevaba un penetrante alarido, como una aguda ululación. Después volvía a iniciarse el rítmico rugir y el golpear de pies en el suelo. Llevaban una especie de yelmos, calaveras de inimaginables bestias decoradas con cuernos, y las caras pintadas con intrincados dibujos en barro de colores.

—¿Son trolls? —preguntó Kalten con voz chillona.

—No se parecen a ninguno de los trolls que yo he visto —respondió Ulath, alargando la mano hacia el hacha.

—¡A la carga, hijos míos! —gritó el domia sus hombres—. ¡Apartemos a estas bestias de nuestro camino! —Desenvainó el sable, lo puso en alto, y profirió un violento grito de guerra.

Los keloi se lanzaron al ataque.

—¡Kring! —chilló Sparhawk—. ¡Esperad!

Era demasiado tarde, sin embargo. Una vez que les habían soltado las riendas, era imposible refrenar a los salvajes hombres de las tribus de las marcas orientales de Kelosia.

Sparhawk pronunció un juramento y guardó el Bhelliom bajo la sobreveste.

—¡Berit! —ordenó —¡Llevad a Sephrenia y Talen a la retaguardia! ¡Los demás, a echarles una mano!

No fue aquélla una lucha organizada en cualquiera de las acepciones de la palabra que todo hombre civilizado comprendería. Tras la primera arremetida de los miembros de la tribu de Kring, todo se desintegró en una confusa refriega donde las embestidas se sucedían ferozmente sin orden ni concierto. Los caballeros de la Iglesia descubrieron casi de inmediato que las grotescas criaturas contra las que peleaban no parecían sentir dolor. Era imposible determinar si ello era una característica natural de su especie o si el fenómeno que los había llevado allí los había dotado de defensas adicionales. Lo cierto era que bajo su enmarañado pelambre tenían un cuero de extraordinaria resistencia en el que no rebotaban, desde luego, las espadas, pero que costaba cortar. Las más brillantes estocadas producían tan sólo heridas mínimas.

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