Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—La viuda del mariscal le podrá ratificar dónde me hallaba yo por aquellas fechas; si quiere la puedo llamar ahora mismo diciendo que unos inspectores de la Gestapo desean hablar con ella. No olvide que, por aquellas fechas, inclusive estuve presente en la operación que intentó salvar la vida al protector después del atentado.
—¡No, por Dios, no hace falta! Su palabra es suficiente. Permítame otra pregunta.
—Usted dirá, inspector.
—¿Sabe usted algo referente a una carta de la señora Heydrich al juez Roland Fresler hablando de una tal Renata Shenke?
Stefan cambió ligeramente de tono.
—Como comprenderán ustedes, Leni no me tenía al corriente de su correspondencia. —Recalcó lo del nombre de pila para que entendieran la relación íntima que mantenía con la viuda del protector.
Los hombres de la Gestapo entendieron que además de nadar era necesario guardar la ropa.
—Una última pregunta, doctor Hempel.
—Está bien, inspector, pero que sea la última.
—¿Ha vuelto a saber algo de Sigfrid Pardenvolk?
Stefan decidió jugar fuerte.
—Yo no, inspector, y por cierto, me gustaría, ¿y ustedes?
—Estamos en ello.
—Pues les ruego que si saben algo, tengan a bien informarme.
Aquí se terminó el diálogo. La Gestapo no volvió a molestar a los Hempel nunca más.
El
Hauptsturmführer
de las SS Hans Brunnel, ayudante de confianza de Ernst Kappel, tenía una misión que llevar a cabo en el campo de Sachsenhausen.
Los años de camaradería con su inmediato superior y los servicios prestados a nivel particular le habían hecho depositario de confidencias e intimidades que hacían que su relación fuera mucho más allá de lo oficial.
Una de las noches que las sirenas obligaron al personal a bajar al refugio antiaéreo construido bajo el edificio de Natelbeck, Ernst Kappel abrió el grifo de las confidencias. El
Oberführer
de las SS, en el inmenso sótano y protegido por gruesos muros, tenía adjudicado un pequeño despacho totalmente equipado y conectado por radio y teléfono con el exterior y allí dirigieron sus pasos ambos hombres. Se aposentaron en el pequeño recinto y, tras abrir el mueble bar, Kappel invitó a su ayudante a sentarse y, colocando frente a él una copa valón, le sirvió una generosa ración de un acreditado coñac francés, en tanto que se servía otra.
—Bebamos, Hans, que esto se acaba.
Brunnel miró con extrañeza a su superior ya que la exposición, aunque fuera velada, de una opinión con tintes derrotistas, podía acarrear, a quien la expresara, máxime en el estamento militar, funestas consecuencias.
Al ver la expresión del rostro de su subordinado, Kappel aclaró:
—No tenga aprensiones, si he aprovechado este momento es porque el lugar está insonorizado y es mucho más seguro que mi despacho. —El
Oberführer
prosiguió—. Brunnel, lleva usted a mi servicio muchos años, hemos pasado juntos muchas cosas. Hay algo que quiero decirle, en primer lugar porque se lo debo y en segundo porque me hace usted falta.
—Soy todo oídos, mi general. Ya sabe que cuenta conmigo incondicionalmente.
—El caso es que le debo una explicación porque usted está implicado en el asunto, pero antes quiero exponerle una situación global de lo que está pasando en Alemania.
Brunnel aguardó con interés, acrecentado por aquel preámbulo, la explicación de su superior.
—Lo que le voy a decir es de la máxima confidencialidad, pero los momentos que vive Alemania me obligan a cautelar el futuro y necesito depositar mi confianza en alguien totalmente seguro.
—Me honra usted, general.
—Alemania agoniza. Mi ex suegro, el
Oberguppenführer
Von Rusted, con el que guardo una buena relación, me tiene al corriente de muchas cosas que, claro está, no salen en los periódicos. Prácticamente nuestros cazas no pueden contrarrestar las incursiones de la aviación aliada. Berlín se hunde bajo el peso de las bombas enemigas. Ayer, sin ir más lejos, sufrimos un bombardeo de más de dos mil quinientos aviones, la mayoría fortalezas volantes B–17 escoltadas por cazas de largo alcance que causaron importantes destrozos en el barrio gubernamental, en el de la prensa en Zimmerstrasse y enormes daños en el zoológico.
Brunnel interrumpió:
—Pero el enemigo sufrió bajas considerables, perdieron cuarenta y cuatro bombardeos y una quincena de cazas que fueron derribados.
—Chocolate del loro, Hans, eso no es nada. Norteamérica fabrica aviones como Múnich salchichas. Déjeme continuar. El Reich está condenado a la derrota. Los aliados, pese a la feroz resistencia de nuestras mejores divisiones, se están abriendo paso desde las cabezas de playa de Normandía y los rusos avanzan hacia el oeste y están a las puertas de Varsovia. Ahora, y porque le conozco bien, voy a hacerle una confidencia que quizás le escandalice y comprometa. Si usted prefiere que no se la haga, dígamelo, aún está a tiempo; si decide ir para adelante, considérese implicado.
La curiosidad de Brunnel era mayor a su temor de enterarse de cosas que estaban enmarcadas en el delito de alta traición pero pensó que, amén de que le tenía ley a Kappel, si algo ocurriera era su palabra contra la de su superior, no tenía buenas cartas para aquel envite, sin embargo su instinto de jugador le impelió a proseguir.
—Adelante mi general, si usted va, yo también.
—No esperaba menos de usted, Hans.
El general Kappel bebió un sorbo de coñac de su panzuda copa y prosiguió:
—Hay un núcleo importante de hombres que está intentando pactar una paz separada con los aliados en base a salvaguardar a nuestro ejército y a unir nuestras fuerzas contra el enemigo común que es el comunismo.
Brunnel sintió cómo la sangre abandonaba su rostro. El otro, como si no se hubiera dado cuenta, prosiguió:
—El intermediario de esta jugada es el mismísimo Santo Padre. Por nuestra parte, lleva las gestiones, en nombre del general Beck, amigo de Pacelli allá en los lejanos tiempos en los que éste era nuncio en Múnich, un abogado muniqués que goza de credibilidad en los ambientes vaticanos; su nombre, Josef Müller al que llaman
Ochsenssep
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Por parte del Vaticano, conducen las negociaciones el cardenal Maglione y el padre Leiber, un jesuita influyente y muy allegado al pontífice; en cuanto a los ingleses, su embajador, Francis Osborne. Si la jugada no sale bien, estamos perdidos. Hete aquí donde comienza la segunda parte de mi plan que es donde usted interviene.
—No comprendo, mi general.
—Enseguida comprenderá. Una suerte de casualidades colocó bajo mi férula al hermano del criminal que organizó el atentado del Berlin Zimmer. Lo recuerda, ¿no es así?
—Perfectamente, mi general.
—Pues bien. Su amigo Sigfrid, proveedor oficial de piedras preciosas, ha resultado hermano del asesino que atentó contra mí y mató a Stanislav Karoli aquella infausta noche y de cuya pérdida aún no me he rehecho.
Brunnel carraspeó algo violento.
—Perdone, mi general, si mal no recuerdo, el terrorista se llamaba Natinski o Pardenvolk.
—Cierto, su apellido en realidad era este último, y el de su amigo, como hemos descubierto posteriormente, también.
—¿Qué me está diciendo, mi general?
Kappel, sin hacer caso de la exclamación de incredulidad de su subordinado, prosiguió:
—Lo que no estoy en condiciones de asegurar, porque no me han dejado interrogarle, ha sido si tomó parte en la preparación del atentado o meramente el terrorista hizo uso de alguna confidencia involuntaria de su hermano y preparó el crimen aprovechando la coyuntura y sin que él lo supiera.
—Me deja usted de piedra. Pero ¿cuál fue el motivo de su detención?
—Informaba al enemigo, desde una emisora clandestina de onda corta, de las noticias que captaba entre los oficiales que frecuentaban el Hotel Adlon que, en noches de francachela, de mujeres y de vino, en cuanto se desabrochaban la tirilla de la guerrera, se les soltaba la lengua. Pero es que aún hay más. Ambos hermanos eran medio judíos y, a su vez, su hermana fue la estudiante que lanzó los panfletos de la Rosa Blanca en la universidad y a la que el juez Fresler, incomprensiblemente, no condenó a muerte.
—Estoy anonadado. Jamás hubiera sospechado de él. Perdía, sin inmutarse, grandes cantidades de marcos al póquer, era amigo de todo el mundo y si podía hacer un favor lo hacía invariablemente, a usted le consta.
—Los espías que juegan en campo contrario forzosamente han de ganarse la confianza y la simpatía de la gente, es su trabajo.
—¿Por qué dice que «no le han dejado» sonsacarle, mi general?
—Ahora llego a este punto. Por lo visto, es mucho más importante vivo que muerto y las altas instancias han prohibido interrogarle y me lo han arrancado de las manos. En principio se me ofreció un intercambio con la hermana a fin de que, interrogándola «hábilmente» delante de él, usted ya me entiende, se le soltara la lengua, pero al parecer esta última ha volado de Flossemburg donde cumplía condena.
—¿¡Pero cómo es posible!?
—Estamos rodeados de ineptos, amigo mío, de otra manera no estaríamos perdiendo la maldita guerra. Al comandante del campo de los antisociales se le escapó la paloma. Imagino que no tengo que decirle que me he ocupado personalmente de que envíen a ese inepto al frente de combate y precisamente allí donde, en estos momentos, se esté batiendo el cobre con más virulencia.
Hubo una pausa en la que Hans Brunnel intentó asimilar el caudal de información que había recibido en un instante. Después, cuando pudo salir de su asombro dijo:
—En parte, me siento culpable del daño que le han inferido, mi general. Estoy a sus órdenes para lo que quiera mandar si con ello contribuyo a remediar mi estupidez.
—No tiene usted ninguna culpa, Brunnel, su única falta fue quererme facilitar, a petición mía, un zafiro maravilloso para Stanislav. Pero vamos a lo que nos concierne.
Entonces, el
Oberführer
Ernst Kappel puso al corriente a su subordinado y fiel ayudante de todas las vicisitudes ocurridas por su ex amigo Sigfrid Pardenvolk y de los planes que tenía para intentar cobrar su deuda.
Era por ello que un coche oficial se detenía aquella neblinosa mañana en el edificio de entrada del campo más vigilado de Alemania: Sachsenhausen.
El taller donde desarrollaba su actividad Sigfrid estaba en la segunda planta del edificio dedicado a producir las planchas de cobre que servían para la falsificación de libras esterlinas y dólares. Su trabajo consistía en reproducir, con un buril y en un papel encerado especial, la parte de los billetes encomendados a su maestría. Smolianof había formado equipos de cuatro hombres que se turnaban sin parar veinticuatro horas parcelando el trabajo, de manera que cada uno se especializaba en un fragmento de los billetes que, como era lógico, terminaban haciendo a la perfección. A su grupo le habían encomendado todas las orlas y las cenefas más complicadas. La tarea tenía un ritmo de trabajo prefijado y nadie podía retrasarse, pues el fallo de uno solo afectaba a la cadena de producción.
Smolianof se acercó, con el paso leve que le caracterizaba, a la parte posterior de su alta banqueta e inclinándose le susurró al oído:
—Pardenvolk, deje su bata colgada y adecéntese, le llaman a la puerta de entrada.
Sigfrid se volvió extrañado, la situación era anómala. Raramente hacían subir a los falsificadores a las dependencias del edificio principal. Quien lo reclamara debía ser alguien con poderosas conexiones dentro del Partido, del ejército o del gobierno. Se apeó del taburete, no sin antes dejar sobre el inclinado tablero los artilugios que estaba usando y, sin responder, se llegó al perchero en el que colgó la manchada bata y la visera verde y se puso la chaqueta.
En la puerta del taller le aguardaba un SS que, sin decir palabra, como era preceptivo, se dispuso a acompañarle. Descendieron la escalera, a aquellas horas el patio donde paseaban los reclusos durante los tiempos de asueto se veía vacío. Llegaron al edificio principal, Sigfrid se dirigía a la entrada cuando el otro, con un leve gesto de su metralleta, le indicó que subiera la ancha escalera que conducía al primer piso y, llegando a él, lo acompañó hasta la entrada del salón donde se recibía a los visitantes de rango. Sigfrid estaba desorientado y no sabía de qué iba aquella rara circunstancia. El acompañante abrió la puerta para que entrara y la cerró a su espalda.
El individuo que le estaba esperando fumaba de espaldas, indiferente, junto a uno de los ventanales, y al oírlo entrar ni se molestó en darse la vuelta. Sigfrid aguardó tranquilo observando el cuadro. Las piernas separadas, las manos atrás y las volutas de humo, que por el olor intuyó que salían de una pipa, llegando al techo de la estancia.
—¿Cómo está usted, querido amigo? Verdaderamente no ha sido fácil encontrarlo.
¡Aquella voz! Salía de aquel individuo vuelto de espaldas, y sin duda, con cachimba en la boca, le era vagamente conocida.
Hacía mucho tiempo que todo le daba igual. Sabía que los días que estaba viviendo eran de regalo y, tras los avatares vividos por los suyos, poco le importaba vivir o morir, de manera que su natural curioso le impulsó a jugar el juego que le brindaba el desconocido visitante.
—Aquí se está bien, no tengo queja, en todo caso el servicio deja que desear, no corresponde a un cinco estrellas.
Sigfrid se atrevía a vacilar al visitante sabiendo que su trabajo en el centro de falsificadores era imprescindible y que de trasladarlo a otro lugar, la cadena de montaje se resentiría durante unas fechas que eran fundamentales para el buen fin del proyecto.
El hombre comenzaba a darse la vuelta.
—«La pecera» del Adlon es más acogedora, sin duda.
Se refería Brunnel al gran mirador que daba a la calle y donde acostumbraba a ubicarse Sigfrid todas las tardes.
A medida que el otro se giraba, la voz iba cambiando de inflexiones y antes que hubiera completado el giro, Sigfrid ya lo había reconocido.
—¡Por mi vida, Hans! Aunque no lo crea me alegro de verle, ¡hace tanto que no veo a alguien que me recuerde los viejos tiempos!
Brunnel no pudo dejar de admirar la sangre fría de aquel individuo al que en tantas ocasiones se había enfrentado en una mesa de póquer.
—A mí también me complace visitarle, aunque sea en estas extrañas circunstancias. Debo reconocer que jamás una orden ha sido cumplida más a gusto.