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Authors: Chufo Llorens
«Muchas son las novelas que tratan exhaustivamente el tema de la persecución de los judíos en la Edad Media y muchos son los escritores que han ahondado en el tema del Holocausto, sin embargo, creo que nunca se han tratado ambos conjuntamente. Cuando comencé a explorar en archivos y bibliotecas, me di cuenta de que existía un paralelismo absolutamente increíble entre ambas épocas y que la historia se repetía. Así nació esta ficción.
Las vidas de dos mujeres judías separadas en el tiempo por más de cinco siglos forman el cuerpo central de esta novela. Esther y Hanna se mueven en dos épocas diferentes. La primera en 1387 y la segunda en 1933. Esther, por tanto, en el medievo español, en la corte de los Trastámara, y Hanna en los inicios del nazismo, con el ascenso de Hitler al poder. Ambas épocas son oscuras y en ambas salen a flote los peores instintos de la humanidad, junto a los actos del más acendrado heroísmo. Solamente el amor y la generosidad propias de sus jóvenes vidas son capaces de llevar a buen puerto las naves de sus destinos. Cada una de ellas capea el temporal que le ha tocado vivir a su manera y cada una alcanza el amor de forma diferente. Las épocas están tratadas con el rigor que admite una novela, sin embargo, el carácter de los principales personajes históricos y los escenarios son los que fueron.» Con estas palabras, Chufo Lloréns describe su nueva novela, en la que, tal y como hiciera en Catalina, la fugitiva de San Benito, corrobora su dominio de la historia y sus dotes de narrador.
Chufo Lloréns
La Saga De Los Malditos
ePUB v1.1
Sirhack24.10.11
Editorial: Ediciones B
ISBN: 9788466606691
Nº Edición: 1ª
Año de edición: 2008
A mis nietos. «La propina de Dios»
Víctor Blasco. Paula Monerris. Javi Monerris. Tomás Triginer. Hugo Blasco. Carla Lloréns. Pepe Triginer.
Por orden de edades.
Para que cuando os pregunten vuestros amiguitos qué hace vuestro abuelo, les respondáis: «Escribe cuentos para mayores.»
Y a mi mujer, Cris, con quien estaré eternamente en «números rojos». Tu fe, tu consejo y tu insomnio, todo te lo debo... dame tiempo para pagarte.
La saga de los malditos
es una novela histórica y, como tal, los personajes de ficción se mezclan con los reales. El escenario en el que se mueven unos y otros son los que fueron, así como las costumbres y ambientes de cada época. He procurado respetar la cronología de los hechos al máximo, y cuando la he variado, ha sido por conveniencia del relato, advirtiéndolo en una nota al pie.
La historia es un clavo del que yo cuelgo a mis personajes.
Alejandro Dumas
A Alejandro Dumas, Victor Hugo, Liev Tolstói, Robert Louis Stevenson, Edgar Rice Burroughs, Daniel Defoe, Margaret Mitchell, Henrik Sienkievicz, Lew Wallace y Javier Pérez Reverte, que escribieron
El conde de Montecristo, Los miserables, Guerra y paz, La isla del tesoro, Tarzán de los monos, Robinson Crusoe, Lo que el viento se llevó, Quo Vadis, Ben Hur
y
El capitán Alatriste,
auténticos folletines.
Y a Miguel Delibes.
Con mi más sincera envidia. Gracias por los maravillosos ratos que me habéis regalado.
La casa situada a la derecha de la sinagoga del Tránsito, entre la calle del mismo nombre y la de Santo Tomé, era modesta por fuera y hasta diríase que común, al punto que nadie hubiera podido sospechar, viendo la humilde y enjalbegada tapia que la circunvalaba, que en su interior albergara tanta riqueza y suntuosidad de modo y manera que nada tuviera que envidiar a cualquiera de las mansiones que la nobleza habitaba en la parte alta de la ciudad. Presidía ésta una de las aljamas que los judíos habitaban en Toledo y la familia que la poseía tenía entrada franca en el alcázar del rey. Isaac Abranavel Ben Zocato, al igual que su padre y su abuelo, amén de rabino principal, era uno de los hombres más acaudalados e importantes de la comunidad. Su fortuna databa de los tiempos en que su abuelo sirviera de administrador real y recaudador de impuestos al rey Fernando IV, oficio que heredó su padre en la corte de Alfonso XI y que él se esforzaba por cumplir, así mismo, en la de Juan I tras haberlo hecho en la de su padre Enrique II de Trastámara.
El barrio era una sucesión de calles y callejas, ubicadas entre la parte exterior de la muralla y el río en el faldón de la peña donde se alzaba Toledo, que bordeaban Santa María la Blanca y cuyo punto de encuentro era el zoco donde se llevaban a cabo todas las transacciones comerciales de aquel industrioso pueblo. Los judíos toledanos eran de natural discretos ya que los tiempos no eran propicios para mostrar riquezas ni despertar envidias entre la población de los míseros barrios cristianos que se afanaban por medrar hacinados, eso sí, entre los muros de la capital.
La mañana era fría cual correspondía a aquel mes de
shevat
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de 1383; una neblina baja proveniente del Tajo lo envolvía todo cuando Samuel Ben Amía se dirigía, con paso mesurado, hacia la casa de su amigo el gran rabino Isaac Abranavel. Dos eran las cuestiones que embargaban su espíritu, la primera henchía su alma de gozo y la segunda de zozobra. Su primogénito, Rubén Ben Amía, desde su Bar Mitzvá
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, estaba comprometido en matrimonio con Esther, la jovencísima y bella hija de su amigo y ambos debían acordar tanto la fecha del
shiduj
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como las
tenairn
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a la que debían comprometerse antes del definitivo
nadán
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. Los muchachos se conocían desde la infancia y ambas familias habían decidido que, llegada la edad oportuna, estaban destinados a contraer el sagrado vínculo. Su fortuna e influencia entre la comunidad no era ni de mucho comparable a la del gran rabino pero éste no quería para su hija una boda de interés y, por otra parte, el prestigio de Rubén como
lamdán
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, pese a su juventud, había crecido entre la comunidad hebrea, hasta límites insospechados; el motivo de su gozo era éste, pero otro muy diferente era el de su zozobra; el arcediano de Écija, Ferrán Martínez seguía inflamando, con sus diatribas, el odio que los cristianos alimentaban contra su pueblo y además el papa Gregorio XI había recordado al rey su obligación de no brindar su protección a aquellos súbditos que tan bien le servían. Su dilatada experiencia y su afinado instinto le decían que aunque el fuego se encendiere en un lugar apartado el viento lo atizaría sin duda y una espurna podría saltar y propagarlo hasta cualquier alejado lugar. Esto ya había ocurrido otras veces y el juego de quemar aljamas judías era algo que apasionaba a los vasallos del rey de Castilla. En estos vericuetos andaba su mente cuando, tras doblar la esquina de la Fuente de la Doncella, se encontró ante el modesto arco de piedra que guardaba la entrada del jardín de los Abranavel, presidido por el escudo del rabino, que en tiempos había sido otorgado a su abuelo por el rey Fernando IV. Consistía éste en un bajorrelieve que representaba un libro abierto y un cálamo que cruzaba sus páginas, en la orla, una leyenda: «FIDELIS USQUAM MORTEM»
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. Se recogió la orla de su túnica y ascendiendo por el empinado y estrecho sendero llegó hasta la puerta de la casa, descansó un instante para recuperar el ritmo de su respiración y cuando ya lo hubo conseguido sacó la diestra por un corte de su sobrevesta y alcanzando la aldaba hizo que ésta golpeara firmemente sobre la plancha de metal que protegía la hoja de grueso roble y esperó. El sonido se propagó y al cabo de un tiempo unos pasos contenidos le avisaron de que alguien se acercaba, luego, el ruido de una mirilla al abrirse y unos ojos cautos lo observaron con detenimiento, la mirilla se cerró y el chirriar de pasadores al retirarse le confirmó que había sido reconocido. Lentamente la puerta abriose y apareció ante él un doméstico de la casa de Abranavel que inclinando su cabeza le invitó a pasar al interior.
—¿Está el rabino?
—Don Isaac lo está esperando en la galería del huerto.
Samuel Ben Amía entró y entregando al fámulo su picudo sombrero y su capa, le ordenó que avisara a su amo. Éste, tras cerrar la puerta silenciosamente, le indicó con un gesto que lo siguiera hacia el interior.
No era la primera vez que acudía a la mansión de los Abranavel pero jamás dejaba de admirar su armónica belleza y el lujo contenido y sobrio de las estancias por las que transcurría. Llegaron ambos hasta la antesala de la galería y tras indicarle el fámulo que esperara un instante en tanto él iba a anunciar su presencia al amo, partió, dejando al recién llegado en pie en medio de la estancia. Era ésta una amplia cámara que respiraba buen gusto y riqueza por doquier. Bajo un techo artesonado de trabajada madera se alojaba, en un lateral, un tresillo forrado de buen cuero cordobés de color verde con cojines repujados en un tono más oscuro, en medio una mesa baja sobre la que descansaba una inmensa bandeja de cobre de procedencia mudéjar, al otro lado una mesa de despacho de negro ébano taraceada con incrustaciones de nácar y marfil, con recado para la escritura de concha de tortuga y plata y frente al mismo un tintero con el tapón del mismo metal trabajado cual si fuera un encaje, una pluma de ave y el salerillo con los polvos secantes, las paredes estaban atestadas de anaqueles llenos de libros, rollos de pergamino y de vitela y en cuyos lomos se podían leer títulos y autores tan importantes como Maimónides, Ben Gabirol a cuyo lado se hallaba una copia del
Itinerario
de Benjamín de Tudela y
La vara de Judá
de Ibn Verga. Y en el anaquel inferior, junto a obras de cabalistas como
El Zohar,
la historia de Flavio Josefo. En el rincón más alejado una menorá de siete brazos y en un facistol una copia del Talmud de la escuela jerosolimitana
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abierta en la página del Nashim, en la que se podía leer todo cuanto se relacionaba a la unión en matrimonio de dos personas.
En todo ello andaba cuando la voz grave y rotunda de su amigo lo saludo desde el fondo de la cámara.
—
Shalom
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, Samuel, ¿cómo está mi dilecto amigo y querido hermano?
—
Shalom,
Isaac, admirando las maravillas de tu biblioteca y deseando departir contigo de tantas cosas que no voy a saber por cual comenzar.
Ambos hombres, amigos desde su juventud, se tuteaban confianzudamente.
—Tiempo habrá para todo si bien lo distribuimos. —El rabino se había llegado a la altura de Samuel y tomándolo por los brazos acercó su barbado rostro al de su amigo y lo besó en ambas mejillas—. Pero... sentémonos que mejor conversaremos si nos acomodamos.
Seguido por Samuel, Isaac se dirigió hasta el tresillo y ambos se sentaron.
—Primeramente háblame de lo que tanto te acongoja, te conozco bien amigo mío y hasta que no descargues los pesares que embargan tu espíritu, me consta que no estarás para el negocio que nos ha reunido.
Samuel se arrellanó en el repujado sofá y tras un hondo suspiro comenzó a desgranar su catarata de cuitas.
—Cierto es, que estoy harto preocupado, no me gusta el ambiente que respira la ciudad ni me placen las nuevas que llegan a mis oídos.