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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (4 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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Partió el sirviente discreto y silencioso y ambos se pusieron en pie para acudir al comedor.

—Si no te importa, Stefan, durante la comida, no toques el tema del que te he hablado y que tanto me preocupa, ya sabes que Gertrud se asusta fácilmente y no quiero preocuparla, bastante lo está con el desgraciado accidente de Sigfrid.

—Descuida, que sabré mantener la boca cerrada y te repito que el que no debe preocuparse eres tú.

Llegaron a la puerta de la biblioteca, Stefan se hizo a un lado y con el gesto cedió la preferencia a Leonard.

—Por favor.

Leonard le tomó por el brazo y le obligó a salir antes que él.

—Después de ti.

Partieron hacia el comedor. Se accedía a él por una puerta de marco curvo y de doble arcada de madera noble que entre ambos arcos sostenían unos grandes cristales biselados que permitían que entrara la luz pero que impedían ver a través de ellos. Era ésta una estancia de considerables proporciones que gozaba de una vista excelente, ya que al tener toda una parte acristalada con vidrios emplomados formando grupos de hojas de acanto y flores de tonalidades verdes y rojas y al dar a la zona posterior del parque de la casa, hacía que la naturaleza se mezclara con el vitral formando un efecto maravilloso de luces y de colores. Dos inmensos trinchantes sobre los que lucían dos grupos escultóricos de Sèvres que representaban a unos criados sujetando por la trailla a los podencos en una cacería de ciervos y una gran chimenea completaban la pieza. A la llegada de los dos hombres, Gertrud, que ya estaba sentada en la mesa en su lugar habitual, indicó al doctor, con unos ligeros golpecitos sobre el mantel, que se ubicara a su derecha, Stefan así lo hizo y al ver únicamente cuatro servicios indagó.

—Veo, querida, que falta alguno de tus hijos además de Sigfrid.

—Siéntate y no te preocupes, el tiempo que yo gobernaba esta casa ya pasó, los hijos crecen y poco o nada puedes hacer para que las cosas sean como antes, vuelan como gorriones y reclaman su ración de independencia de modo que no puedes impedir que uno se rompa la crisma, que el otro no venga a comer casi ningún día y no avise la mayoría de las veces y que Hanna, invariablemente, llegue tarde. Aunque esta vez está excusada, hoy le entregaban el diploma de su quinto curso de violín y sexto de armonía y a fe mía que ha trabajado duro porque además está en el equipo de gimnasia rítmica de su escuela.

Leonard se había sentado a la cabecera.

—Tus hijos siempre han tenido una gran facilidad para los deportes.

—Ciertamente, pero además Hanna es tremendamente elástica, ya lo era de pequeña.

—La niña siempre es la mejor en todo lo que hace, ya sabes Stefan cómo son las madres, pero luego cuando se retrasa hace que yo sea el que se preocupe —argumentó Leonard.

—Lo que me molesta, y tú lo sabes, es que campen por sus respetos y no me avisen.

—Mujer, los hijos hacen lo que nosotros hicimos anteriormente.

—Eran otros tiempos.

—También nuestros tiempos fueron diferentes a los de nuestros padres. —Luego, dirigiéndose a Stefan añadió—: Ya sabes lo del enfrentamiento generacional.

Un joven criado había llenado las copas de vino y Herman apareció por la puerta que daba a las cocinas, portando una bandeja de plata sobre la que humeaban sendos tazones de porcelana de Rosental; solemnemente sirvió a los comensales y se retiró discreto junto al mayor de los trinchantes. La conversación versó, en primer lugar, sobre el percance acaecido a Sigfrid, Stefan hizo lo imposible por tranquilizar a Gertrud, luego, ya en el segundo plato, que consistió en un guiso de carne con salsa de arándanos acompañado con
saverkraut
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que luego de ser servido reposó en un calientabandejas alimentado por un infiernillo de alcohol que se ubicaba en el segundo trinchante, el tema fue desviándose hacia otros derroteros.

—Esta carne es excelente, Gertrud.

—Nos la sirve nuestro
shobet
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de toda la vida. —Aunque la religión de Gertrud era la católica, desde su matrimonio con Leonard intentaba complacerlo siguiendo, en lo posible, las costumbres hebraicas.

—Me he acostumbrado en vuestra casa a la comida
kosher
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y la verdad la encuentro excelente, prescindo de su significado religioso porque no creo en estas paparruchas pero el resultado es magnífico.

—Toda la vida has sido un ateo, Stefan.

—Di mejor agnóstico. ¿Sabes lo que ocurre querida?

Gertrud enarcó las cejas.

—Que ni de estudiante en la sala de disecciones ni posteriormente, ejerciendo la cirugía, he visto jamás algo parecido a vuestro
neshamá
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.

—No te excedas Stefan, no vaya a ser que el
nezá
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se acabe para ti.

El postre fue un delicioso
marmolkugen
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.

—Reconozco la receta maestra de tu madre, lo has hecho tú, sin duda.

—Me distrae mucho la repostería.

—Así estoy yo, empezando el régimen un día si y otro también.

—¡Pobre Leonard, qué lástima me das!

La puerta del comedor se abrió y apareció Hanna, arrebolada y alegre como correspondía a sus dieciocho estallantes años; vestía una falda entablillada, de cuadros verdes y grises, camisa crema de cuello abierto en pico y un chaleco de gruesa lana, de un color verde más oscuro, que le venía algo grande y que había hurtado del armario de su hermano Manfred, calcetines verdes lisos y zapatos planos con un adorno de lengüeta con flecos de cuero.

—¡Perdón perdón perdón! Ya sé que llego tarde, no me riña madre, que no sabía que venía a comer mi tío favorito. —Los hijos de los Pardenvolk llamaban tíos a Stefan y a Anelisse. La chica intuyó por las caras de todos que algo grave pasaba, lanzó su boina de punto al desgaire sobre una de las sillas laterales y con un peculiar movimiento del cuello ahuecó su oscura melena, dio un beso a Stefan y un fuerte achuchón a su padre e indagó—: ¿Qué sucede? ¿Quién se ha muerto?

Gertrud respondió seria:

—Nadie se ha muerto, tu hermano Sigfrid se ha dañado fuertemente la pierna, esta mañana.

Hanna se llevó ambas manos al rostro y se sentó lateralmente en el lugar en el que se veía su sitio vacío.

—Pero ¿cómo ha sido?

Stefan la puso al corriente del infausto percance y la muchacha hizo el gesto de levantarse para ir a ver a su hermano.

—No, déjalo ahora, está descansando, el tío le ha dado un sedante y está durmiendo.

—¿Eric está con él?

—No, Eric ya hace rato que se ha ido.

Herman, ayudado por el joven fámulo, sirvió la comida a la muchacha pero ésta apenas probó bocado.

—¿Cómo va el violín? —indagó Stefan.

—Muy bien tío, el profesor me ha dicho que puedo optar a la beca que da la escuela para ir un año a Polonia al curso de avanzados que da Biloski.

—Eso sería magnífico.

—No. Prefiero quedarme en Berlín. Además tendría que dejar a mis compañeras del equipo de gimnasia y eso sería una faena.

—¿Cuál es tu especialidad?

—El aro y los ejercicios en el suelo.

—Me parece a mí que no es a tus compañeras únicamente a quienes no quieres dejar. Si te parece, Stefan, vamos a tomar el café a la biblioteca y dejemos que las damas hablen de sus cosas.

Ambos hombres se levantaron de la mesa y se dirigieron al salón de fumadores dejando a Gertrud con su hija.

—Te atrae Eric, ¿no es verdad, Hanna?

—¿Por qué lo dice madre? —Hanna se había puesto como la grana.

—No quieres ir a Varsovia y sé que podrías ganar la beca. En la fiesta de final de curso fue evidente que ninguna de tus compañeras tocaba como tú. Te conozco bien hija mía y es lo más normal del mundo que te sientas atraída por el amigo de tu hermano mayor, yo también me enamoré como una loca de un amigo de tío Frederick.

—¿Usted madre?

—Pues qué crees, ¿que nací casada con tu padre? No hija no, cuando una muchacha despierta a la vida se enamora del amor y eso es lo que te ocurre a ti en este momento.

—Y ¿por qué no se casó con él?

—Eran otros tiempos, era protestante y entonces tus abuelos no lo aceptaron.

—Pero papá es judío.

—Yo ya era más mayor y tu padre supo ganarse al mío.

Hanna, que estaba esparciendo, desganadamente, el pastel por el plato sin apenas probarlo, saltó de su silla y se fue a sentar al lado de su madre tomándole la mano.

—Es cierto madre, a usted no la puedo engañar, me gusta Eric y me siento egoísta, pregunto si se ha quedado con Sigfrid por verlo antes que preocuparme por cómo está mi hermano, soy una mala chica, ¿no es cierto, madre?

Gertrud le acarició el rostro con ternura.

—No eres una mala chica, Hanna, es el amor una enfermedad que nos ataca a todos antes o después. —Gertrud suspiró—. Ya eres una mujer, Hanna, y créeme que en los tiempos que corremos me gustaría más que fueras una niña.

—¿Es grave lo de Sigfrid, madre?

—Dios sobre todas las cosas, mañana sabremos el alcance de su lesión, esperemos que todo se resuelva.

—Pero, podrá volver a caminar, ¿no es cierto?

Gertrud exhaló un profundo suspiro.

—Caminar, espero que pueda, lo que no sé es cómo.

—¿Qué quiere decir madre?

—Es la rodilla Hanna, tengo miedo.

—Pero madre, si Sigfrid queda cojo se puede morir.

—Su obligación es vivir y tendrá que hacerlo pese a la prueba que Adonai
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le envía desde allá arriba.

Hanna quedó un instante pensativa.

—No saques conclusiones hija, lo que tenga que ser, será; todo esta escrito en el libro de la vida. —Luego añadió—: Eric es un buen muchacho aunque es protestante y no sé lo que opinará tu padre, pero los tiempos no son los de antes, y si mi instinto de madre no se equivoca, tú también le gustas a él. No le digas nada a tu padre, él cree que siempre serás su niña; éste va a ser un secreto entre tú y yo.

La muchacha se precipitó a los brazos de su madre.

—¡Cómo la quiero madre! Voy a telefonearle con la excusa de lo que ha pasado.

En aquel momento entró Herman.

—Señora, ha telefoneado el señorito Manfred, dice que no vendrá a comer.

—¿Le ha explicado usted el percance que ha sufrido su hermano?

—No me ha dado tiempo señora, apenas me ha comunicado su recado ha colgado el auricular, llamaba desde algún establecimiento público. —Al ver la cara disgustada de su ama añadió—: Se oía mucho ruido de fondo.

—Está bien Herman, puede retirarse.

—¿Puedo retirar los servicios?

—Hágalo.

Gertrud salió del comedor tras los pasos de Hanna y se dirigió al dormitorio de Sigfrid por ver si descansaba o estaba despierto.

Manfred

Manfred, al igual que su hermana gemela, había cumplido dieciocho años, era alto para su edad, moreno y nervudo, tenía el pelo ensortijado al igual que su padre y unas facciones que denunciaban su naturaleza mediterránea, un carácter tenaz como todos los Pardenvolk, un corazón que clamaba por cualquier injusticia y una rebeldía interior que hacía que no se plegara fácilmente ante cualquiera que pretendiera imponerle algo sin explicarle el porqué de las cosas.

Tras colgar el auricular se caló la gorra y salió de la cervecería Munich rumbo a la sede clandestina de la célula del Partido Comunista Alemán a la que estaba adscrito tras la prohibición oficial. Se había afiliado a él por remordimientos sociales, consideraba que no se podía vivir como él vivía en tanto otras gentes apenas podían llevar a la mesa un mendrugo de pan los tiempos, en aquella Alemania eran muy desiguales, los ricos lo eran mucho y los pobres, demasiados, el paro sacudía muchos hogares, él se sentía avergonzado del estatus de su familia e intentaba por todos los medios remediar, dentro de sus posibilidades, algunas cosas. Dobló la esquina de Sauerlandstrasse y subió por Bregenzar para coger el amarillo tranvía que le conduciría a su cuartel clandestino y que estaba situado en una calleja detrás de Olivierplatz. La gente caminaba deprisa huyendo del posible aguacero que se avecinaba. Llegó a la parada, se colocó en la cola y esperó que el coche eléctrico apareciera por el extremo de la calle, comenzaba a llover y se subió el cuello de la cazadora impermeable. Por una de las bocacalles que desembocaban en la plaza apareció un grupo de aquellos tipos de la nueva Alemania que tanto le desagradaban, todos tendrían entre veinte y treinta años, vestían pantalones cortos bávaros de cuero vuelto con dobladillo hacia afuera, tirantes tiroleses con peto, camisas pardas y el pañuelo negro anudado al cuello, calcetines altos, botas cortas de suela de clavos, en la manga un brazalete rojo con la esvástica en negro dentro de un círculo blanco, y se cubrían indistintamente con gorros cuarteleros asimismo negros o de montaña de color pardo con orejeras recogidas en la parte superior, chulescamente ladeados sobre sus cabezas. En el cinturón, un cuchillo enfundado y en las cachas de la empuñadura otra vez la cruz gamada. Venían dando gritos, profiriendo consignas fascistas y obligando a saludar brazo en alto a cualquier transeúnte con el que se toparan, daba lo mismo que fuera un viejo, un niño, un seglar o una monja. Manfred había tenido varias escaramuzas con aquellos tipos que se dedicaban a reventar mítines políticos de otros partidos y a apalizar a cualquier persona o grupo que no pensara como ellos. Súbitamente dobló la esquina una pareja de mediana edad, que iban cogidos del brazo. El grupo se detuvo frente a ellos y los conminó amenazante a efectuar el consabido saludo nazi. El hombre se negó, imaginó que entre otras razones, porque llevaba un maletín en dicha mano. Fue visto y no visto, la cuadrilla de energúmenos se fue hacia él y empezaron a apalizarlo ante el estupor de la gente, que no se atrevía a intervenir, y los gritos de la mujer que, aterrorizada, pedía auxilio. El individuo cayó al suelo plegado sobre sí mismo, encajando el diluvio de patadas en postura fetal, el portafolios se abrió y un sinnúmero de cuartillas y documentos salieron volando calle abajo. Por el otro extremo de la misma asomó una pareja de gendarmes que al observar el desorden detuvieron sus pasos esperando a ver en qué paraba todo aquel barullo. Súbitamente aquellos bestias empezaron a insultar al caído y los gritos de ¡traidor y judío asqueroso! invadieron el aire. Por la avenida frente a la parada donde se encontraba, Manfred vio venir un autobús de dos pisos rotulado con un número 21 que en un momento tomaría la curva y que no paraba hasta cuatro o cinco calles más allá. No lo pensó dos veces, tomó impulso y se precipitó con los pies por delante hacia la espalda del energúmeno que parecía llevar la voz cantante. El impacto y la sorpresa actuaron al unísono, el gigantón se fue al suelo, su cara impactó con el hierro de la barandilla que protegía una manga de riego y comenzó a sangrar profusamente en tanto los demás intentaban adivinar de dónde venía aquel inesperado ataque. Manfred vio por el rabillo del ojo que el autobús llegaba a su altura, tomó carrerilla y de un ágil brinco se encaramó a la plataforma posterior sin dar tiempo a que ninguno de aquellos animales reaccionara. Cuando lo hicieron, era tarde, el vehículo ya había ganado una cantidad de metros que hacía imposible que fuera alcanzado. Dos calles más allá saltó en marcha y corrió hacia la primera esquina ocultándose tras un poste de los que se empleaban para pegar carteles. Un instante después pasaban dos taxis, circunvalados con la característica cenefa cuadriculada en blanco y negro, ocupados por siete u ocho de aquellos enloquecidos que, asomados por las ventanillas, señalaban a los conductores con los brazos extendidos el lejano autobús. Manfred se caló la gorra hasta las cejas y comenzó a caminar hacia la sede del partido.

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