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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (10 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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Estaban Sigfrid y él en un internado a las afueras de Munich, que por imposición de su madre era de confesión católica, y era la hora de la cena. Aquel día estaba él de «samaritana», nombre con el que se distinguía al encargado de rellenar la jarra del agua cuando ésta se terminaba. Las mesas eran de seis internos y un correturnos establecía tanto el orden de servirse como el destinado a ser el mochilero de los demás; todo pasaba muy rápido por su mente. Aquel día se habían publicado en la pizarra del estudio los nombres de los componentes del equipo de fútbol que iba a competir con el de un internado rival que era el del colegio de los jesuitas. Sigfrid, además de ser un buen estudiante destacadísimo en matemáticas y dibujo, quería desde siempre ser arquitecto, era el eterno capitán ya fuere del equipo de esquí, hockey sobre hielo o cualquier otro deporte del que se tratara, y él, sin duda por su influencia, había sido nombrado masajista del equipo. La voz de Hugo Breitner, que siempre ansiaba figurar y que por lo visto encajó mal su nombramiento, resonó en su cabeza a través del túnel del tiempo.

—¡A ver, quién está hoy de «samaritana»! —alguien dijo—. Le toca a Manfred. —La voz resonó de nuevo.

—¡Hombre, qué casualidad!, está de «samaritana» la Pardenvolk pequeña.

Ahora era la voz de Sigfrid la que recordaba:

—Mi hermano se llama Manfred, si quieres que vaya por agua llámalo por su nombre —silbó más que habló.

—Yo lo llamo como me pasa por el arco de triunfo.

Recordaba que él intervino.

—Déjalo, Sigfrid, ya voy.

—Tú no vas a ninguna parte, ¡quédate quieto!

—¡Sois un par de judíos maricones y no vale la pena ensuciarse las manos con vosotros! —gritó histérico Breitner.

¡Fue su perdición! Sigfrid, rápido como una centella, se levantó, se colocó tras la silla de Breitner y, cogiéndolo de los pelos, le metió la cara en la sopa ardiendo. El tumulto fue de los que hacen época y de los que se recuerdan en los colegios a través de las generaciones. El profesor, que estaba hablando con un colega, al oír el barullo se acercó de inmediato, tomó a Breitner y se lo llevó a la enfermería. Al rato compareció de nuevo con el chico hecho una máscara de color amarillo, efecto de la pomada que para la importante quemadura le habían suministrado. Luego vinieron las explicaciones y Sigfrid y él fueron enviados a casa con una carta de expulsión temporal que luego se cambió por el suspenso hasta septiembre por la influencia de tío Frederick, hermano de su madre, que era uno de los grandes benefactores del centro.

Todos estos sucesos acaecidos hacía ya diez años, regresaron a su mente en tanto golpeaba con los nudillos la puerta del despacho.

—¡Adelante!

La voz inconfundible de su padre resonó en el interior.

Asomó Manfred la cabeza por el hueco abierto e inquirió:

—¿Puedo?

—Pasa, hijo, cierra la puerta.

¡Cómo había envejecido su padre en aquellos dos años! No es que hubiera adelgazado, había perdido volumen hasta el punto que su hermosa testa leonada, ahora casi blanca, se veía, en relación al cuerpo, mucho más grande, casi desproporcionada y su chaqueta desabotonada le caía lánguida por ambos costados como si hubiera sido hecha para una persona mucho más gruesa.

—Hola, Manfred, te agradezco que hayas venido.

Manfred rodeó la mesa y besó respetuoso la mano tendida de su padre.

—¿Cómo quiere que no acuda cuando usted me lo pide?

—Imagino que tal como quedamos ni tu madre ni tus hermanos saben que has venido.

—Nada he dicho, ¿no fue esto lo que usted me indicó?

—Gracias, Manfred, no esperaba menos de ti; siéntate. Verás hijo, no sé cómo empezar, he preferido citarte aquí que no hablar en casa.

—¡Me tiene usted sobre ascuas, padre!

Leonard jugueteó con un abrecartas con el mango de lapislázuli que estaba sobre su mesa, en tanto Manfred se acomodaba en uno de los dos sillones que estaban frente a ella.

—Los tiempos son malos, hijo, e intuyo que pueden ser todavía mucho peores. Los negocios no pueden ir peor, pero en estos momentos no es, ni de lejos, lo más importante; ya casi no podemos comprar ni vender y nuestros mejores clientes no se atreven a entrar en la joyería.

—¿Y la fábrica? —preguntó Manfred.

—No nos suministran ni oro ni plata. Como comprenderás, en estas condiciones no podemos subsistir; me he visto obligado a despedir a la mitad de la plantilla y no creo que pueda hacer otra cosa que cerrarla o malvenderla.

Manfred rebulló inquieto en su silla.

—Debo decirte algo, hijo, y espero que me entiendas: el tío Stefan me ha ayudado a conseguir los papeles para que tu madre tu hermana y yo podamos salir hacia Viena dentro de un tiempo, aprovechando la relajación que, sin duda, se apoderará de los funcionarios de aduanas y guardas fronterizos para dar salida a la cantidad de turistas que abandonarán Berlín al finalizar los Juegos Olímpicos. Tú y Sigfrid, por el momento, os quedaréis, ya que sería imposible salir todos juntos sin levantar sospechas. Yo, desde fuera, según sean las circunstancias, haré lo imposible para que podáis reuniros con nosotros cuanto antes.

Un silencio se estableció entre los dos y luego, en voz contenida por la emoción, habló Manfred.

—Me deja de piedra padre. Con el debido respeto, a mí, por lo menos, nadie me va a echar de Alemania. No me atrevo a hablar en nombre de Sigfrid pero creo que pensará lo mismo que yo.

—Me rompes el corazón pero me siento orgulloso de ti.

—De cualquier forma prosiga, padre.

Leonard puso a su hijo al corriente de todas las decisiones tomadas, comunicándole que había rogado a su tío Stefan y su tía Anelisse que fueran a vivir con ellos durante un tiempo a la espera de que se aclararan los acontecimientos.

—¿Lo sabe mi madre?

—Pese al consejo de Stefan, todavía no se lo he dicho, tiempo habrá para ello amén de que sería imposible ocultárselo por mucho tiempo.

—Y ¿adónde van a vivir ustedes?

—De momento, cuando lleguemos a Viena, en casa del tío Frederick, luego ya veremos.

—Pero padre, Hanna no va a querer marcharse de Berlín, ya sabe que tontea con Eric y que aquí está su mundo, su conservatorio y sus amigos.

—Por eso mismo, las leyes son terminantes y la Gestapo se ocupa de que se cumplan. A partir del Congreso de Nuremberg ningún ario puede casarse con una judía y viceversa; lo que quiero es evitarle a tu hermana mucho sufrimiento, que es sin duda lo que le espera, y de paso evitárselo también a Eric al que apreciamos mucho. Sé que me entiendes, hijo; esto es una prueba que Yahvé nos envía y debemos afrontarla.

—Pero nosotros, padre, somos una familia atípica, mi hermano y yo fuimos circuncidados pero mamá no es judía y bien que ustedes se casaron. Hemos sido educados en la tolerancia y en la comprensión y ahora mismo, antes de entrar, recordaba mi estancia en el colegio católico al que nos enviaron.

—Al terminar la guerra del catorce, dos de cada tres judíos se casaban con mujeres alemanas, pero esta gente está intentando erradicar a nuestro pueblo y la campaña antisionista está orquestada desde el poder.

—Pues yo, padre, con todo el respeto, me siento alemán por los cuatro costados y no entiendo que tenga que ver la patria de uno con la religión que profese.

—No sigas, hijo, sea la que sea la educación que recibisteis nunca dejaréis de tener un cincuenta por ciento de sangre judía porque yo lo soy, aunque no ortodoxo y, por cierto, poco practicante, pero esta gente cada vez estrecha más el círculo y no entiende de matices. Soy el padre de familia y eso os marca a todos.

»Ahora mismo, en las condiciones de tu hermana, se requiere un permiso especial para contraer matrimonio con alguien de sangre aria y dentro de poco será imposible, amén de que los padres de Eric, según tengo entendido, son acérrimos seguidores de Hitler. ¿Me has comprendido, hijo mío? Los tiempos que se avecinan van a ser terribles para nosotros.

—No se preocupe, padre, sabremos sobrevivir, pienso que el Dios de los cristianos no prueba tanto a su pueblo, ni exige tanto sacrificio y tanta prueba, creo que ser judío y guardar la ley de Moisés no compensa, padre.

—No blasfemes, hijo, hazlo por mí, verás cómo esto será una tempestad pasajera y Jehová prevalecerá contra todo.

—Pero ¿a qué precio, padre?

—No es tiempo de dirimir estas materias en vanas discusiones a las que, por otra parte, tan proclives somos los de nuestra raza. Te he traído aquí, además, para otra cosa.

—Le escucho, padre.

—Manfred, el nuestro siempre ha sido un pueblo con el equipaje ligero y a punto, siempre hemos procurado adquirir cosas fácilmente transportables y fáciles de amagar.

El muchacho era todo oídos.

—Lo que me debo llevar ya está oculto y disimulado en el lugar conveniente y seguro, pero no quiero dejaros a ti y a tu hermano indefensos ante cualquier circunstancia de emergencia en la que podáis encontraros.

Leonard se levantó del sillón que ocupaba tras la mesa y se dirigió a un panel de la pared, una de cuyas molduras se retiró ante la presión de su dedo medio; entonces, ante los ojos asombrados de Manfred, que jamás lo hubiera sospechado, apareció una caja fuerte, pequeña y empotrada. Leonard hizo girar las ruedecillas de la combinación y, tirando de una cadena de oro sujeta a su cinturón, extrajo un llavín del bolsillo que introdujo en la cerradura, y al girarlo sonaron los pasadores de los cerrojos de acero, abriendo, a continuación, la gruesa puerta. Desapareció su mano en el interior y apareció de nuevo apretando en ella un saquito de terciopelo negro que guardó en el bolsillo de su chaleco en tanto cerraba la reforzada puerta y movía nuevamente las ruedecillas de la combinación, luego regresó a la mesa y, tras encender la lámpara que sobre ella había, aflojó las cuerdecillas que cerraban la embocadura de la bolsa y, bajo el haz de luz, volcó el contenido del saquito sobre la negra superficie de cuero. Ante el pasmo de Manfred refulgieron una miríada de rayos azules que destellaron en las facetas de las purísimas piedras.

—Esto, hijo, es una fortuna. He escogido estas gemas personalmente, una a una, porque creo que es más fácil cambiar estas piedras en el mercado negro y comprar voluntades que si fueran otras de mayor tamaño. Su peso no pasa en ningún caso de los cuatro quilates, no las hay más puras en ningún rincón de Alemania y llevo coleccionándolas hace un montón de años. Mi anhelo es que jamás os veáis en una situación en la que sea necesario emplearlas y deseo con toda mi alma que esto sea un mal sueño y pase pronto, pero partiré más tranquilo si sé que guardas esto.

—Pero padre, ¿por qué no carga esta responsabilidad en los hombros de Sigfrid?

—Tu hermano no es el que era, temo por él, me fío más de tu buen criterio, y todavía debo decirte más: a ti te encargo que cuides de él. Mi mensaje es bíblico, Manfred, lo dice el libro: cuando Dios pregunta a Caín por Abel, quiere indicar que ésta es su obligación y cuando éste se desentiende y contesta «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» desagrada al Señor.

—Que así sea, padre, pero le pido permiso para explicarle todo esto en el momento que usted crea oportuno, sé que de no hacerlo se dolería muchísimo.

—De acuerdo, hijo, creo que, tras la carga que he depositado sobre tus hombros, te debo complacer en lo que me pides, lo pensaba hacer yo mismo cuando estuviéramos a punto de partir, no quisiera amargarle los Juegos y no aportará nada que lo sepa con anticipación. En cuanto a los tíos, todavía no sé si accederán a vivir en nuestra casa.

—¿Con nosotros?

—Sí, contigo y con tu hermano, ya te lo he dicho; voy a simular una compraventa con el tío, ahora que aún se puede y de esta manera quizá salve nuestras posesiones. Además Stefan tiene pacientes importantes dentro del partido y puede, llegado el caso, ser vuestro escudo protector.

—Y ¿no cree que Anelisse se lo dirá a mamá?

—Está sobre aviso y el tío le ha hablado muy seriamente. No, no temas, nadie más que yo hablará del tema con tu madre y en el momento oportuno. ¡Ah!, otra cosa, mensualmente mi notario os suministrará lo necesario para que podáis vivir sin apuros.

—Cuente conmigo para todo, padre, y sepa que siempre contará con mi admiración como ser humano y mi amor como hijo.

Leonard salió de detrás de la mesa y con la mirada húmeda se fundió en un abrazo con su hijo pequeño.

Salió Manfred de la tienda, caía la tarde y comenzaba a chispear, se subió el cuello del gabán. En el parque de enfrente, bajo la luz de un farol a pocos metros de la joyería, un desaforado individuo con el uniforme de los camisas pardas, encaramado en el quiosco donde los festivos una orquestina entretenía al personal tocando música ligera, y rodeado de acólitos que repartían entre las gentes unos pasquines, enardecía los ánimos de una muchedumbre borreguil y entregada en tanto que unos compinches lo jaleaban.

Tiempos tenebrosos

—Isaac, he hablado con Sara y me dice que vuestra hija se está marchitando como flor de invernadero. Bueno sería que fuerais clemente con ella y la dejarais bajar al jardín sin salir de casa, a tomar el aire y el sol. Cuando la he visto esta mañana me ha llamado la atención su palidez, se está desmejorando día a día y no es la muchacha que era, lleva así tres semanas y creo que el castigo es excesivo.

—¿Qué queréis que haga mujer? ¿Pretendéis que haga dejación de mi autoridad y ceda ante sus caprichos? ¡Se casará con quien yo diga y contra antes deponga su actitud mejor será para ella!

Ruth argumentó mansamente:

—Yo no digo que remitáis en vuestra autoridad, pienso que precisamente saldrá reforzada si adoptáis una actitud clemente, la clemencia es virtud de los fuertes, ella verá que su padre es más fuerte contra que vea que se permite el lujo de suavizar su castigo sin por ello deponer su actitud.

El rabino quedó unos momentos meditando; en él pugnaban dos sentimientos: por un lado, la afirmación de su principio de autoridad; por el otro, el amor que profesaba a su hija. Finalmente pudo el último.

—Sea —dijo—. Decidle que puede bajar a la rosaleda por las tardes o llegarse al palomar a cuidar sus palomas, pero que ni se le pase por las mientes salir de casa.

—¡Gracias, esposo mío!

—No me las deis, los hombres estamos perdidos cuando las mujeres de una casa se aconchaban contra uno, me confieso impotente ante vuestra alianza con Sara, sois demasiado fuertes para mí.

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