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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (9 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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—El fuego es el que quema un pajar, ¿no es cierto? Para ello hace falta una espurna y un poco de viento; bien, nosotros seremos eso.

Los tres intercambiaron una mirada artera y cómplice.

El bachiller prosiguió:

—Vamos a pregonar en plazas y mercados, cuantas más noticias mejor, sobre las maldades de esta execrable ralea de asesinos de Nuestro Señor, no por sabidas menos odiadas, pero que el buen pueblo llano olvida con frecuencia. ¿Quiénes cometen usura, a veces de más del treinta por ciento, y hacen que los campesinos tengan que empeñar, para poder sembrar, el fruto casi entero de sus cosechas? Los judíos. ¿Quiénes son los encargados de cobrar las alcabalas reales y cargan más de lo autorizado por el rey a cambio de unos días más de plazo? Los judíos. ¿Quiénes se convierten falsamente al cristianismo y se proclaman conversos para así poder gozar de prebendas y privilegios que les otorga la corona para así mejor estrujarnos? Los judíos. ¿Quiénes envenenaron los pozos propagando de esta manera el contagio de la peste negra que asoló este país hace pocos años? Los judíos. Y así, de esta manera el cante llegaría hasta ciento.

—Y, ¿quién es nuestro valedor si vuesa merced puede publicarlo? —El que había hablado había sido Padilla.

—«Por sus obras los conoceréis» dicen los Evangelios, y he aquí sus obras.

Y acompañando la palabra con el gesto, el bachiller abrió su escarcela y desparramó sobre la mesa un puñado de doblones que tintinearon ostentosamente e hicieron saltar chiribitas de las avariciosas pupilas de los conspiradores.

—¡A fe mía que es hablar alto y claro! —comentó Felgueroso.

El bachiller recogió parsimoniosamente los dineros y aguardó cauto el resultado de su ostentación.

—¿Qué es lo que debemos hacer?

En esta ocasión fue el Colorado el que interrogó ansiosamente.

—Vuesas mercedes se dedicarán a frecuentar los lugares más concurridos y expondrán, a todo el que lo quiera oír, lo que aquí se ha opinado, convenientemente sazonado y condimentado, claro es, para que el guiso sea más digerible.

—Y ¿en qué va a consistir ese adobo? —interrogó Felgueroso.

—Vuesas mercedes conocen perfectamente cómo son las gentes del pueblo llano, basta que les vendan un palmo de sarga para que ellos presuman ante sus vecinos que han comprado una vara castellana, y un real de vellón
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lo transforman, más deprisa que tardo en contarlo, en dos o tres ducados. Pues bien, además de definir la forma de actuar de esos infieles, tal como les he comentado anteriormente, vuesas mercedes lo aderezarán con historias de esas de «pues me ha dicho un compadre que vive en Rocieros que han intentado violar a una muchacha» o «¿Saben que han escupido al paso de la procesión del Santo Niño?, y de esta guisa iremos calentando el ambiente preparando la traca final. Ya saben vuesas mercedes que la murmuración es como la harina que se desparrama sobre la arena, luego es imposible recogerla.

—Y ¿cuándo y dónde serán esos fuegos de artificio? —indagó Crescencio.

—Vuesa merced quiere galopar antes de caminar. Primeramente y en días muy señalados, en ferias, mercados, fiestas, donde sepamos con certeza que el personal va a acudir en tropel, ustedes se mezclarán entre las gentes y cuando vean que yo, subido en cualquier punto elevado que me haga más visible y notorio, empiezo a perorar comentando en pública voz lo que vuesas mercedes ya conocen, entonces comenzarán a gritar dándome vivas y azuzando a todos con frases como «¡hay que ir a por esos perros judíos!, «¡ladrones de cristianos!», «¡asesinos de infantes!», «¡malditos mil veces!», «¡a la hoguera!». Y de esta guisa, cuantas lindezas se les vengan a las mientes.

Luego el bachiller repartió un montón de maravedíes entre los compinchados y tras pagar otra ronda de vino y dar una generosa propina a la vez que una igual palmada en las posaderas de la condescendiente moza que al sentirlo hizo un quiebro retozón, partieron para comenzar su tarea cuanto antes, ya que el momento escogido para la apoteosis final iba a ser la noche del Viernes Santo al Sábado de Gloria, aprovechando la circunstancia de que al guardar el
shabbat,
los judíos no salían de sus casas.

Preparando la boda

Isaac Abranavel Ben Zocato estaba instalado en su despacho rodeado de una interminable lista de nombres y de cifras al lado de las cuales y, con sumo cuidado, iba anotando, con un cálamo bañado en tinta roja, un signo cabalístico que únicamente él podía descifrar. Vestía un ropón morado de anchas mangas recubiertas por unos forros negros para evitar el roce y las manchas, cubría sus dedos con medios mitones, ceñía su cintura una banda de terciopelo grana y, para resguardarse del frío, se cubría con una túnica de color rojo vino y un casquete de lana del mismo color. Al cuello un collar de oro con un gran medallón pendiente de él que conformaba la estrella de David, obsequio del mismo rey, y en su centro se veía engarzada una inmensa aguamarina. En verdad que no le placía en absoluto aquella delegación del monarca pero era su deber servirlo y sabía que de esta manera, además de obtener pingües dividendos, beneficiaba a su comunidad. De todas formas, en cuanto pudiera y de una forma sutil que no ofendiera al soberano, pensaba zafarse de tan incómoda obligación, ya que últimamente aquel su oficio le había proporcionado más de un disgusto. El pueblo llano dispensaba una particular malquerencia al recaudador de alcabalas, sin tener en cuenta que era el rey el beneficiario de las mismas, ya que al que veían y odiaban era a aquel que directamente venía a llevarse sus dineros y éste no era otro que él.

La voz de su fiel mayordomo le sacó de sus cavilaciones y trabajos anunciándole que la comida del día estaba servida.

—Dile a mi esposa que bajo al punto.

Partió el criado con la comisión y, el rabino, luego de recoger todos sus papeles y guardarlos en una gran caja de cedro que se ubicaba al lado de la imponente mesa y cerrarla con una llave que extrajo del hondo bolsillo de su túnica, procedió a quitarse las falsas mangas y los mitones, descendiendo, por la ornamentada escalera, al piso inferior. Ruth, su mujer, estaba esperando en pie al otro extremo del comedor, respetuosa y atenta, a que él presidiera los rezos del día. El rabino, en homenaje a ella, entonó antes del Ha Motzi
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, el Eshet Jail
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. Luego, separando sus manos y volviendo hacia arriba las palmas, impartió su bendición a todos los manjares que iban a consumir y la pareja procedió a sentarse.

—¿Qué nos deparáis hoy esposa mía?

—Hoy es la octava de la fiesta del Januccá
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tenemos prohibida la carne y debemos comer pan ácimo y pescado de escamas, como bien sabéis. Pero como sé que no os place he dicho a la cocina que os preparen un hojaldre de setas sin levadura, esto sí os gusta y lo podéis comer.

—Gracias esposa mía; bien sabe Yahvé que el ayuno es, a mi edad, el sacrificio que más me cuesta. ¿Lo ha guardado Esther?

—Desde luego, ha comido con su ama antes, tal como tenéis ordenado; me duele no tenerla en la mesa pero en esta casa siempre se cumplen vuestras órdenes.

—Y así será hasta que entre en razón, temo que la habéis consentido en demasía y se ha vuelto díscola y malcriada. ¿Dónde se ha visto que una muchacha se oponga a la decisión de su padre a la hora de comprometerse en matrimonio y tenga que escuchar sus protestas y quejas?

—Quizá tengáis razón esposo mío, pero al no ser yo su madre y siendo vuestra única hija tal vez, en verdad, la haya consentido en demasía por ganarme su afecto. Me es muy duro ser severa con ella; intentad comprenderla, Isaac, es muy joven todavía, parece que era ayer cuando preparé su primer Micvá
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y ya estáis planeando su boda.

—Nuestras costumbres son siempre las mismas y obviamente inalterables, hora es ya de concertar su compromiso aunque la ceremonia de la entrega esté aún lejana. Vino a verme Samuel y quedamos para, en un futuro próximo, concretar el día en el que el
sbadjaán
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acuda a nuestra casa para la correspondiente ceremonia y procedamos a redactar la Ketubá
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.

—Tal vez si esperáramos un poco más estaría mejor dispuesta.

—No voy a ceder a sus caprichos ni a sus veleidades. Cuando vuestro padre acordó conmigo mis primeros esponsales con vuestra hermana ella ni tan siquiera fue consultada.

—Eran otros tiempos y otras circunstancias, Isaac. Habéis de tener en cuenta que hoy día las muchachas conviven con otras culturas menos rígidas que la nuestra. En Toledo coexisten cristianos y árabes amén de conversos y mudéjares y es inevitable que sus costumbres influyan en nuestros jóvenes y hagan que se relajen y desorienten. Cierto que nosotros no podemos practicar nuestra religión lejos de las sinagogas, pero tampoco los mudéjares tienen almuédano
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ni pueden en público rezar sus cinco oraciones: todos sufrimos las leyes que se derivan de la pretensión de guardar incontaminada la religión dominante. Pero por lo demás es inevitable influir e influirse de los demás, observad cómo los hábitos, con el roce, cambian, Isaac.

—Pero no las tradiciones y menos las de esta casa, mujer.

El mayordomo trajo las viandas y el matrimonio ya no volvió a hablar más del asunto.

Esther permanecía castigada en su cuarto sin salir de él, desde la tarde que, llamada a la presencia de su padre, se rebeló ante el anuncio de que éste iba a concertar su boda con Rubén, el hijo de Samuel Ben Amía.

—No, padre mío; con el debido respeto debo decirle que no quiero, por el momento, contraer matrimonio, con este ni con ningún otro muchacho.

Permanecía en pie, ante el rabino, confundida y temblorosa. El momento fue terrible, desde niña el gran despacho la atemorizaba y el hecho de enfrentarse a su progenitor, cosa que no había hecho jamás a lo largo de toda su existencia, le producía un especial desasosiego. Por el momento ni se le ocurrió hablar de su amor por Simón ya que esto hubiera colmado el vaso de la paciencia del rabino, sin embargo la respuesta fue fulminante.

—¡Os casaréis con quien yo determine y cuando yo lo decida!

La muchacha con el rostro lívido argumentó:

—Jamás os he desobedecido, padre mío, pero no seré la esposa sumisa de un
matmid
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.

—¿Qué pretendéis jovencita?, ¿ser la deshonra de nuestra
mishpajá
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? Desde ahora mismo y hasta que yo lo diga no saldréis de vuestras habitaciones y ahora, ¡salid inmediatamente de mi presencia!

Partió la muchacha desolada a refugiarse en los brazos de su aya, triste por haber disgustado a su padre y a la vez satisfecha de haberse atrevido a dar aquel paso, ignorando adónde la conduciría su actitud, pero liberada pensando que los días irían pasando y que el tiempo suavizaría las cosas echando agua al vino.

Padre e hijo

Habían pasado dos años y medio desde que su hermano Sigfrid se había quedado cojo. Manfred, a sus veintiún años, observaba entre horrorizado e iracundo lo que estaba ocurriendo en su querida patria desde que aquel cabo austríaco, gaseado en la guerra mundial, había alcanzado el poder. Todas aquellas personas que no pertenecían al partido nazi, como los liberales y socialistas, eran marginadas y tildadas de desafectas y los comunistas, que eran los que realmente se batían el cobre en las calles, eran, además proscritos y, como tales, perseguidos con saña. Los judíos como él, los gitanos, eslavos, testigos de Jehová, etcétera, eran considerados razas inferiores y cualquier persona que tuviera un aspecto turco, rumano o meramente un color oliváceo podía ser parada en la calle y obligada a enseñar su documentación. Las SA y las Juventudes Hitlerianas campaban por sus respetos cometiendo desafueros y abusos sin fin y la temible Gestapo registraba domicilios, propinaba palizas tremebundas y se llevaba gentes sin que sus vecinos, aterrorizados, se atrevieran ni siquiera a preguntar de qué eran acusados. El edicto secreto de Niebla y Noche funcionaba a toda presión
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. Todos los que podían hacerlo se habían ido o estaban preparando la salida de Alemania.

La noche anterior, cuando su padre lo citó en el despacho de la joyería en vez de hacerlo como siempre en su casa, intuyó que algo grave estaba a punto de ocurrir.

¡Parecía mentira cómo habían cambiado las cosas! De aquel magnífico establecimiento ubicado en una de las arterias más importantes de Berlín y cuyos escaparates eran la admiración de propios y extraños, apenas quedaba nada; tras los inmensos cristales únicamente se veían cuatro piezas de plata y otros objetos de escaso valor. Las gentes iban atareadas a su trabajo y todo eran banderas y símbolos nazis, la avenida se veía concurrida y las terrazas de los cafés repletas de gentes que parecían no darse cuenta de lo que pasaba. Miró a ambos lados de la calle y esperó que el semáforo se pusiera verde para cruzar. Luego, calándose la gorra sobre los ojos, atravesó la calzada y se dirigió a la tienda, empujó la negra puerta serigrafiada con un «PARDENVOLK LTD» en plata y se adentró en el interior. El viejo Matías, que lo había tenido en sus brazos cuando era un bebé, se levantó apresurado de su silla situada tras uno de los seis mostradores, cinco de los cuales se veían vacíos, y se adelantó a recibirlo.

—¡Manfred, qué alegría, qué caro eres de ver!

—Hola Matías, qué más quisiera yo que venir más a menudo, pero ¿dónde está la gente? —preguntó señalando los demás pupitres vacíos.

—Esto demuestra el tiempo que hace que no vienes por aquí. En la tienda solamente quedamos dos, Henie y yo, y en el taller de las chicas nada más queda Helga, la hija de Thomas, que antes estaba aquí. —Manfred la recordaba perfectamente de cuando lo dejaban jugando con ella en el patio del almacén, aunque le llevaba dos años, en las ocasiones que, acompañando a su madre iba a recoger a su padre al despacho—. Los demás se han ido yendo, pero tampoco hacen falta, ya te habrá dicho tu padre que la venta está algo parada.

Manfred vaciló.

—Sí, algo me ha dicho.

—¿Cómo está tu hermano?, a tu padre casi no me atrevo a preguntarle.

—Bien, está bien, Matías, va haciendo. ¿Está mi padre arriba?

—En el despacho lo tienes.

—Luego te veo.

Manfred se dirigió al fondo del establecimiento desde donde, tras una cortina de espeso terciopelo, una escalerilla ascendía al altillo del primer piso, subió por ella y en dos zancadas se plantó ante la puerta del despacho de su padre. Un recuerdo le asaltó la mente, fue muchos años antes cuando, su hermano y él, suspendieron el
curso
por un incidente que tuvieron en el colegio y por el que fueron castigados a presentarse a los exámenes de septiembre y su madre los obligó, al llegar a casa, a ir a la joyería a dar una explicación a su padre.

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