La Saga de los Malditos (20 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Leonard enarcó las cejas y en un tono conminatorio se dirigió a su hija.

—Hanna ten paciencia, todo es demasiado importante para que urjamos a Herr Hupman. Continúe por favor.

—Comprendo su angustia señorita, pero ya llego a lo que a usted concierne. A través de mi amigo Frederick Kausemberg fui requerido para que recabara ayuda al Gremio del Diamante, al que su padre pertenece por derecho propio desde hace ya muchos años, con el fin de buscarles los permisos necesarios para residir en Viena, poder hacer negocios en esta ciudad y, lo que es más importante, darles una nueva documentación perfectamente legal y mostrable en cualquier ocasión y lugar donde fuera requerida y que acreditará quiénes son ustedes y cuál es su identidad. Todo el proceso ha sido costoso en tiempo y en dinero, ya que ha involucrado a muchas personas y la premura con que se ha llevado a cabo ha obligado a descuidar algo la ocultación de huellas y el secretismo con el que se llevan a cabo estas operaciones que, como comprenderán, no han sido las primeras. Es por ello que el gremio ha dictado medidas severísimas de protección al punto de que, caso de no seguirlas al pie de la letra, automáticamente se desentendería de ustedes. Hay demasiados intereses creados para permitir que una sola indiscreción ponga en peligro toda la red de ayudas cuyo entramado tanto ha costado conseguir. ¿Queda claro esto último?

Hanna respondió:

—¿Quiere esto decir que somos algo así como unos apestados que debemos olvidar a nuestros amigos y a toda relación anterior?

Hupman, en tanto limpiaba con un pañuelo los gruesos cristales de sus gafas, respondió:

—Antes de contestar directamente a su pregunta me voy a referir al conjunto de leyes que hasta este momento se han promulgado, que ya rigen en Alemania y que lo harán en todas aquellas naciones donde pise la bota del nazismo. En primer lugar, los judíos de primera y segunda generación han sido declarados enemigos de la raza aria; en segundo lugar, se les ha prohibido tener tierras, no pueden ser editores de periódicos; desde enero del treinta y cuatro han sido eliminados del frente del trabajo y desde mayo del mismo año no pueden servirse del seguro médico nacional. A estas medidas se suman que se les ha excluido del servicio militar y las leyes raciales punitivas del mitin de Nuremberg de septiembre del treinta y cinco niegan la ciudadanía alemana a los judíos que como su padre se jugaron la vida en los campos de batalla de la guerra europea defendiendo a Alemania, y por tanto no pueden ser miembros de colegios profesionales ni tener servicio social y se les ha negado la asistencia a escuelas y universidades mixtas
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. Y ahora, ¿cree usted que hace falta que conteste a su pregunta? Su señor padre ha escuchado esta mañana lo que ha tenido a bien comunicarle la máxima autoridad del gremio en Viena.

Aquí Leonard intervino de nuevo.

—Si, hija, tú has de renunciar por el momento a tus amigos y a tu violín y tu madre y yo a nuestros hijos, pero no te voy a engañar, hay una dirección que en caso de apuro y para dar alguna novedad importante, me pondrá en contacto con tus hermanos, pero solamente la emplearé yo. Si queremos salvar la vida y escapar de esta pesadilla hemos de obrar como nos indiquen las personas que ya han transitado estos caminos, salvando, antes que a nosotros, a otros muchos que de haber sido indiscretos hubieran impedido que nos hubieran podido ayudar. Hanna, antes que nosotros hubo otros y, si obramos con prudencia, después de nosotros habrá otros, pero si una indiscreción nuestra da al traste con toda la organización, causaremos un daño irreparable a nuestro pueblo.

Gertrud lloraba silenciosa en un rincón consolada por Adelina. Frederick daba nerviosas caladas a un apagado Hoya de Monterrey cuando la voz de Hanna sonó tensa e iracunda:

—No tengo diez años, padre, y creo que ante una decisión como la de abandonar a mis hermanos y a mi patria debía usted de haber contado conmigo. Por lo que veo no se ha fiado de mí y me ha tratado como a una colegiala estúpida y ahora se me pide que deje de escribir y de telefonear a la persona que más quiero en este mundo, ¡es terriblemente injusto!

Frederick, lentamente, extrajo del bolsillo de su chaqueta un recorte de periódico.

—Creo que debería de leer esto, señorita. —A la vez que lo decía tendió hacia Hanna el recorte—. Su padre ha pensado quizás en usted más que en ninguna otra persona.

Hanna tomó en sus manos el libelo de
Der Sturmer
y lo desdobló lentamente. Ante sus ojos apareció la foto de la pareja formada por la muchacha aria con el chico judío y colgado al cuello de ella el infamante pasquín.

Leonard habló de nuevo.

—¿Es esto lo que quieres para Eric?

Hanna, lanzando al suelo el arrugado periódico, abandonó corriendo la estancia sin poder sofocar el profundo sollozo que salió de sus entrañas en tanto decía:

—¡Su pueblo, padre, es su pueblo, padre, no el mío, yo no soy judía!

La respuesta

El día era soleado y Esther bajaba a la rosaleda cada mañana ansiando el momento que viera una paloma posada en el alféizar de la ventana del pequeño palomar. Sabía que era la única manera de contactar con su amado ya que el aya, desde el día de la decisión de su padre y al enterarse de ella, se negó en redondo a volver a ser correo de aquellos insensatos amores.

La vio desde su lobulado ventanal y, al divisarla, se restregó los ojos fuertemente pensando que al abrirlos de nuevo aquella ensoñación habría desaparecido de su vista, cual oasis que se funde en la distancia como un espejismo de su atormentado espíritu. Abrió de nuevo los ojos y la mensajera estaba allí, dando cortos paseos y cabeceando, de regreso a su casa.

A pesar de que su alma deseaba precipitarse hacia el jardín, contuvo su anhelo y cual si nada le importara se volvió a Sara y displicentemente le dijo:

—Ama, voy a cuidar los rosales, creo que si no empleo mi tiempo en algo me volveré loca.

El corazón de Sara, que sangraba por su niña, cedió rápidamente.

—Salid y tomad el sol y el aire, niña mía, distraed vuestro espíritu y poneos hermosa, que estáis a punto de vivir el día más importante de la vida de una mujer judía. —Luego añadió—: No salgáis del jardín, ya sabéis que vuestro padre lo ha prohibido.

Esther, conteniendo su irrefrenable deseo, se dirigió lentamente hacia la puerta y cuando, tras cerrarla, tuvo la certeza de que nadie la veía, se precipitó escaleras abajo hasta alcanzar la salida que daba a la parte de atrás del camino del huerto. Llegando ahí, retuvo de nuevo sus ansias y acortó el paso ya que desde la ventana de la biblioteca de su padre se divisaba aquella zona que conducía hasta el túnel de enredadera del parral. Cuando se introdujo en él, se recogió el vuelo alborotado de sus sayas y corrió, como alma que persiguiera Maimón
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, hasta alcanzar la rosaleda que ocultaba el palomar. Desde allí divisó a su ave favorita y en cuanto la paloma la vio a ella, voló rápidamente a su encuentro, posándose en la mano que la niña tendió hacia ella. Esther acarició la pequeña cabeza y la paloma zureó agradecida. Luego la ocultó en el delantal y se dirigió a la caseta de los lavaderos; la puerta estaba abierta y ninguna de las criadas que se dedicaban a aquel menester había bajado a tender la ropa blanca. Se sentó en un montón y deshaciendo el rebujo de tela donde había ocultado la paloma, la extrajo de su escondrijo y, tras retirarle la anilla donde estaba sujeto el mensaje, la soltó. La avecilla, al verse libre, con un corto vuelo rasante, se posó en el alféizar del ventanuco del lavadero; después, como entendiendo que su ama quería estar sola, voló hasta el posadero del palomar donde le esperaban sus compañeras al frente de las cuales figuraba
Volandero,
el segundo y último palomo regalo de Simón. Luego, la muchacha, con los dedos torpes y temblorosos, deslió el papelillo y leyó con deleite el mensaje que le enviaba su amado.

Dueña de mis pensamientos,

Luz de mis horas,

Esther.

No sufráis, prenda amada, que jamás os abandonaré a vuestra suerte, que es la mía, pues Elohim ha tenido a bien sellar nuestros destinos.

Quedan cinco semanas para la fatal fecha en la que vuestro padre ha decidido entregaros a otro hombre y apartaros de mí.

He sido escogido por el rabino de mi aljama, para que, dentro de un mes, lleve a cabo una comisión, de la que no os puedo hablar y que es de vital importancia para nuestro pueblo. Luego ya estaré libre para poner en marcha el plan que he trazado para poder huir con vos y empezar una nueva vida en otra parte. La fiesta del Viernes Santo de los cristianos, la semana anterior a la que ha destinado vuestro padre para los esponsales, es apropiada para nosotros, ya que los de nuestro pueblo, ese día, no se mueven de sus casas por no provocar incidentes que puedan generar violencia. A las nueve de la noche de dicho día la procesión de la Pasión estará en medio de la ciudad y ambas comunidades estarán harto ocupadas, cada una a su avío, nadie se ocupará de nosotros. Aprovechad la oscuridad y estaos preparada con ropa de viaje junto a la puerta de la rosaleda que da al huerto; a esa hora pasaré a buscaros, si no lo hago he de estar muerto.

Tened fe en mí, que no he de defraudaros jamás. Soy consciente de lo que representa para vos dejar a los vuestros y huir conmigo pero no dudéis amada mía, única flor de mi paraíso, que sabré compensar tanto sacrificio. Acudid ligera de equipaje. Aunque no volváis a saber nada más de mí hasta ese día, cuando veáis que por el extremo de la calle asoma un buhonero portando un farolillo rojo, montado en una gran mula castaña con dos grandes alforjas y tirando de otra descabalgada, aunque a causa de mi disfraz no me reconozcáis, salid a la puerta.

No lo olvidéis, nuestra fecha es el Viernes Santo de los cristianos.

Os ama y sueña esperando esa noche

Simón

La muchacha besó la misiva y, tras quedar pensativa unos instantes, dobló el papel entre sus dedos en cuatro dobleces y lo ocultó entre sus senos junto a su corazón introduciéndolo por el hueco de su cuadrado escote. Luego se puso en pie y sacudiéndose las hierbecillas que se habían adherido a su pellote de estrechas mangas
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se dirigió al interior de la casa.

Las armas

En la fecha prevista, la carreta partió de Toledo cubierta con un gran toldo que había de hacer más discreta la carga cuando la hubiere. A bordo de la misma viajaban los dos amigos a quienes el rabino de su comunidad había encargado, de acuerdo con los demás, el negocio con la orden de viajar sin detenerse en lugar alguno ni hablar con persona desconocida como no fuera por una necesidad inexcusable. Tras la carreta que iba arrastrada por un tiro de seis mulas, viajaban, sujetos a ella por una trailla, sendos caballos de monta debidamente enjaezados y que, en caso de necesidad, podrían ofrecer una más que segura huida a sus jinetes. El de David era un tordo castrado que frisaría los ocho años, propiedad de su tío Ismael Caballería; el de Simón, de capa alazana y careto, era de su propiedad, el muchacho lo había cuidado desde potrillo y era un animal fiel y seguro. Intentaron viajar por caminos secundarios, aunque aptos para el paso de la carreta, a fin de no encontrarse con incómodas preguntas y con la orden expresa de volver cuando hubieran recogido la mercancía, viajando siempre de noche. Ambos entretenían las horas hablando de sus recuerdos de infancia, de cuando bajaban al Tajo a pescar truchas asalmonadas y de cuando alguna noche salían de la aljama saltándose la prohibición, para ver pasar a una cristiana bellísima que siempre, a la misma hora y junto a su dueña, acudía a hacer una visita al Santísimo que estaba expuesto en la catedral las veces que los cristianos celebraban una adoración nocturna. Cuando ya habían pasado Ondiviela, Simón creyó oportuno hacer partícipe de sus cuitas a David pensando en el fondo que posiblemente iba a necesitar un aliado para llevar sus planes a buen fin. Con un fuerte tirón de riendas retuvo el paso del tronco de tal manera que David, tras mirar el camino se volvió interrogante hacia él demandando, con la mirada, una explicación que aclarara el porqué de aquella brusca maniobra.

—¿Qué hacéis? Simón, ¿por qué retenéis el tranco de las mulas?

—Es necesario que os explique algo, David, amigo mío.

—¿Qué es ello?

—Dentro de muy poco voy a tener que huir de Toledo para siempre.

—¿Qué estáis insinuando?

—Nada insinúo, afirmo. Las circunstancias me obligan a ello, o a renunciar a mi amada.

—Pues, ¿qué es lo que os ocurre?

Llegado a este punto, Simón se explayó y explicó a su amigo sus desventuras y las conclusiones a las que había llegado.

David, tras un largo silencio, habló:

—No lo conseguiréis, sobre el que el gran rabino ha empeñado su palabra al respecto de la boda de su hija está el que goza de la protección real, y en cuanto os pongáis en camino saldrán tras vos, cual lebreles, partidas de hombres que tarde o temprano os han de hallar.

—No, si soy lo suficientemente listo como para escoger el momento oportuno y el día adecuado.

—Tened la amabilidad de explicaros.

Entonces Simón detalló prolijamente sus planes de huida.

Cuebános

La orden recibida por el herrero de Cuévanos de parte del obispo era clara y tajante, debía entregar, a los comisionados para recogerlas, todas las armas encargadas por los judíos a fin de tener argumentos contra ellos cuando se les requisaran durante el camino de regreso; luego, tras comunicar el incidente al canciller don Pedro López de Ayala, se les aplicaría sin duda una cuantiosa multa que vendrían a engrosar las arcas del rey, por haberse atrevido a transgredir las ordenanzas reales que prohibían a los hebreos tener cierto tipo de armas y predispondría al monarca a favorecer cualquier iniciativa que partiera de su obispo. De no atraparlos «con las manos en la masa» y en la tesitura incuestionable de que, quien fuera, estaba conduciendo un carromato lleno de armas hacia Toledo, siempre cabría la posibilidad de que aquellos astutos individuos se zafaran de su responsabilidad alegando que se les quería cargar un mochuelo que no era suyo.

Arribaron los muchachos por la mañana y, apenas llegados, el herrero abrió las puertas de la forja, para que la gran galera pudiera acceder al patio de la herrería a fin de que las gentes de la calle no pudieran ver lo que en ella se cargaba. Simón, que en aquel momento conducía el tiro de mulas, las espoleó con un silbido y, con un chasquido del rebenque, la reata arrancó arrastrando el carricoche que crujió, como un leño húmedo en la lumbre, cuando las ruedas atravesaron las roderas de piedra que evitaban el desgaste del suelo del zaguán. Y tras tascar el torniquete del freno, los dos amigos que habían sido escogidos por los rabinos para aquel delicado negocio, saltaron desde lo alto del pescante.

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