Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Al atardecer del segundo día, una carroza tirada por un tronco de cuatro hermosos caballos y en cuya portezuela destacaban las armas del rey, se detenía frente al arco de la casa del gran rabino y un palafrenero se precipitaba desde el pescante hacia la portezuela, antes que el auriga hubiera detenido completamente el carricoche, a fin de abrirla y desplegar los dos peldaños de la escalerilla del estribo, en tanto el postillón terminaba por detener a los fogosos animales para que el canciller del reino pudiera apearse del vehículo. Cuando finalmente éste se detuvo, descendió de ella, altivo y consciente de su rango, don Pedro López de Ayala con la expresa misión de transmitir el saludo real a su doliente siervo y asegurarle que el castigo sería severo y fulminante, ya que el rey no permitiría que acto tan vil quedara impune. Subió el ilustre visitante la pequeña cuesta que ascendía hasta la puerta principal de la mansión precedido por dos guardias reales y por un secretario amanuense que iba a tomar puntual cuenta de todas las órdenes que tuviera a bien impartir. Una campanilla sonó en el interior y, casi al momento, la pesada puerta de cuarterones se abrió; un criado de los Abranavel apareció en el quicio de la misma y al momento, con una profunda reverencia, invitó a pasar al ilustre personaje, en tanto que por el pasillo avanzaba presto y agobiado, retorciéndose las manos, el mayordomo de la casa.
—Excelencia, de haber sabido que veníais hoy, hubiéramos preparado un recibimiento acorde con vuestro rango. Perdonad cualquier falta ya que en estos momentos esta casa está totalmente desbordada por los terribles sucesos acaecidos.
—Por eso vengo y, ya que no puedo remediar el pasado, el rey nuestro señor me envía para encauzar el futuro.
—Ahora mismo paso a informar de vuestra llegada a mi ama para que ésta disponga lo procedente para que podáis visitar al rabí.
—Decidme, ¿cómo se encuentra?
—Mal, muy mal excelencia, dicen los doctores que el daño es irreversible y que si sobrevive, cosa harto improbable, será en unas condiciones inhumanas; puede quedar totalmente paralítico.
—¿Puede hablar?
—Con mucha dificultad y durante poco rato.
—Bien pues, avisad a vuestra señora ama y anunciad mi presencia, decidle que tengo potestad absoluta otorgada por el rey para tomar las decisiones que crea oportunas.
—Ahora mismo, excelencia. Tened la bondad de aguardar un instante.
Partió el mayordomo hacia el interior de la mansión y quedó el canciller en la biblioteca admirando la calidad y cantidad de manuscritos y originales que atesoraban los anaqueles de la librería: Orígenes, Aristóteles, Horacio, Ovidio, Séneca, Columuela, Homero, Esiodo, Maimónides, Averroes, Avicena... Y muchos otros nombres, sin distinción de razas ni de religiones, que eran compendio de todo el saber de la antigüedad y honra de la Escuela de Traductores de Toledo que tanto había contribuido, patrocinada por él, para reunir lo más granado de su mundo. En tanto, su amanuense restaba respetuoso y distante en un ángulo de la estancia a que el canciller tomara alguna decisión al respecto de lo que él debía hacer. Unos pasos leves y ligeros denotaron una presencia que avanzaba por el pasillo y don Pedro López de Ayala se dio la vuelta aguardando solemne que la causante de aquel rumor cobrara cuerpo. La puerta se abrió y la imagen de Ruth se materializó en la entrada. Apenas vio la mujer al alto personaje, se abalanzó a sus pies abrazándose a sus rodillas presa de una agitación convulsa y sacudida por un llanto incontenible. Don Pedro se inclinó y tomándola suavemente por los brazos la obligó a levantarse.
—¡Ea, señora, alzaos! A nada conduce ahora esta actitud doliente, habéis de ser fuerte para ayudarnos a cumplir con nuestra obligación y de esta manera poder castigar a los que tanto daño han hecho a vuestra familia y a la convivencia que, hasta estos momentos, auspiciada por el rey, ha sido orla y prez de esta ciudad.
La esposa del gran rabino se puso en pie ayudada por el canciller y comenzó a hablar entre llantos y sollozos.
—¡Justicia del rey, excelencia, justicia del rey! Han matado a mi esposo o lo que es peor lo han condenado en vida a la inmovilidad.
—Contádmelo todo, señora mía, que yo sabré impartir la justicia que demandáis.
Entonces una Ruth estremecida y atormentada comenzó a explicar los gravísimos sucesos acaecidos y que tan alto precio se habían cobrado entre los de su pueblo.
—Habladme en concreto y explicadme todo aquello que ataña a vuestro esposo ya que lo otro, como comprenderéis, me ha sido ya relatado con detalle. Amén que lastima mi conciencia el hecho de que si no hubiera dado la orden de que la guardia se reintegrara a palacio, como es costumbre año tras año, al pasar frente al Alcázar y hubiéramos seguido hasta la catedral, ahora no estaríamos lamentando tan terribles aconteceres.
Ruth, más calmada, pormenorizó los sucesos de aquella noche y explicó prolijamente todo lo acaecido.
—Pero perdonadme, excelencia, tal es mi congoja que no he atinado en ofreceros alguna cosa.
—No os preocupéis, querida amiga, he venido para, si fuera posible, ver a vuestro esposo, transmitirle las condolencias del monarca e industriar, así mismo, los medios oportunos para que se repare tanto daño.
—Entonces, señor, permitidme acompañaros a su cámara.
Salió el canciller de la biblioteca precedido por la mujer y seguido por el amanuense al que, con un signo, había indicado que fuera tras él. Fueron atravesando estancias y pasillos y el de Ayala no pudo evitar el darse cuenta del lujo y distinción del palacete de los Abranavel. Finalmente llegaron ante una puerta que, custodiada por un criado, se hallaba al final del corredor del primer piso. Al llegar la comitiva, el sirviente se hizo a un lado a la vez que la abría y, precedidos por la mujer, el canciller y el amanuense entraron en la estancia donde yacía el rabino. La tenue luz que iluminaba la escena provenía de sendos candiles de mecha bañada en aceite perfumado, un gran candelabro de siete brazos ubicado en una mesa y un inmenso ambleo situado en el extremo opuesto del dormitorio a la derecha de la gran cama. En ella postrado estaba el rabí, cubierta su cabeza por un gorro de lana y la canosa barba que poblaba sus macilentas mejillas reposando sobre los lienzos que cubrían su cuerpo. El canciller restó inmóvil donde estaba, sin embargo, alguna extraña percepción hizo que Isaac Abranavel abriera los ojos y los clavara en don Pedro López de Ayala; éste, que recordaba el brillo de su otrora viva mirada, extrañó lo apagado de la misma y el aspecto macilento de su piel y algo hizo que, sin dilación, se aproximara al costado del lecho e instintivamente encogiera su donosa figura a fin de introducir su magnífica testa bajo el baldaquín del adoselado lecho, tomando la inerte diestra del enfermo entre sus manos.
—¿Cómo os encontráis, querido amigo?
El anciano judío pareció fijar su perdida mirada en el rostro del dignatario y al principio pareció no reconocerlo. Luego, frunciendo el entrecejo y haciendo un tremendo esfuerzo, sus ojos enfocaron la inclinada figura y de sus labios resecos se escapó un hilo de voz que obligó a don Pedro a inclinarse todavía más sobre la doliente efigie a fin de captar lo que los resecos labios del rabino iban diciendo.
—Voy a morir, amigo mío, pero eso no importa; todos, un día u otro, deberemos irnos.
La respiración era agitada y arrítmica.
—No digáis necedades, don Isaac, el rey os necesita y no podéis abandonarnos a causa de un estúpido percance al que todos estamos expuestos.
El judío prosiguió como si no hubiera oído la voz de su ilustre visitante.
—Se acercan malos tiempos para mi pueblo y os quiero pedir protección para mi raza y ayuda para mi casa.
—La habéis tenido siempre y no vamos a permitir que cuatro exaltados calienten al buen pueblo de Toledo contra «nuestros» judíos. —El canciller, como tenía por costumbre, recalcó lo de «nuestros».
El rabí prosiguió como si las respuestas del de Ayala no llegaran a sus oídos. Su respiración se había hecho más regular y sus palabras habían adquirido una claridad y consistencia de la que al principio carecían.
—Han destruido la aljama que lindaba con el muro de la catedral y, tarde o temprano, atacarán a las demás.
—No dudéis, querido amigo, que los culpables serán hallados y castigados.
—Es inútil, excelencia; el río nunca corre hacia arriba. Un día u otro volverán a explotar los disturbios, están en la raíz del pueblo cristiano auspiciado por los que debían predicar la caridad.
—Os repito que sean quienes sean los culpables serán hallados y el peso de la justicia del rey caerá sobre ellos. Pero decidme, ¿cuáles son las peticiones que deseáis elevar a mi señor y que afectan a vuestra casa?
El judío jadeaba de nuevo ostensiblemente y su respuesta se demoró un instante.
—Mi hija va a contraer matrimonio, deseo un salvoconducto real para que ella y su esposo puedan salir de Toledo e instalarse en cualquiera de los dominios de mi señor sin ser importunados por nadie. Para lo cual, además del más absoluto anonimato a fin de que nadie pueda reseguir la huella de los apellidos Abranavel y Ben Amía, os pido que una escolta del rey los acompañe hasta los límites del reino. Luego pido protección para mi pueblo, permita Yahvé que mi casa sea derruida la primera si la más humilde de la aljama es atacada.
El canciller se dirigió al amanuense:
—Tomad buena nota de las peticiones de don Isaac y que quede constancia escrita de ellas. Quiero que dos testigos, ya que él no puede firmar, certifiquen cuantas reclamaciones tenga a bien hacer a su majestad.
El esfuerzo realizado por el rabino había resultado excesivo para sus flacas fuerzas y volvía a respirar agitado. En aquel instante la puerta se abrió y el barbado rostro del doctor Díaz Amonedo asomó por ella, acercándose al punto al lugar donde se hallaba el canciller.
Ruth se precipitó a hacer las correspondientes presentaciones.
—Excelencia, el doctor Díaz Amonedo es el galeno de nuestra casa desde hace muchos años.
—Sé de sus capacidades, su nombre está en boca de muchas gentes y en más de una ocasión ha visitado el Alcázar. —Entonces, tras intercambiar con él un protocolario saludo pasó a interrogarlo someramente—: ¿Cuál es el estado real de nuestro amigo, doctor?
El galeno desvió la mirada hacia el ilustre enfermo y al verlo tranquilo y amodorrado invitó al canciller a que se alejara del costado del lecho llevándoselo hacia la ventana.
—Posiblemente no volverá a poder hacer uso de sus extremidades, quedará paralítico el tiempo que vuestro Dios o el mío, que creo que es el mismo, le otorguen de vida.
—¿Tenéis la certeza de lo que decís?
—La certeza es la adhesión a la verdad sin temor a equivocarnos y eso, excelencia, en medicina no existe; nos movemos siempre en el terreno de lo empírico y la experiencia me dice que en estos casos el movimiento no vuelve jamás a los miembros.
—Entonces, ¿insinuáis que nuestro buen amigo permanecerá siempre en este estado de postración?
—Si así fuera me daría, como médico, satisfecho, pero no es el caso; el cuerpo a su edad se irá deteriorando e incluso llagando si no se obra con sumo cuido y diligencia. Hasta que llegue su final, nuestra única misión será impedir que se ulcere para que sus dolores sean soportables.
El canciller se acercó de nuevo al lecho; al fondo de la cámara sonaban los contenidos sollozos de la esposa y a su demanda había comparecido, en la puerta, Esther acompañada del ama. Todos estaban alrededor del rabino. Éste abrió de nuevo los ojos y, con un esfuerzo supremo, habló de nuevo.
—Hija mía querida, vuestra madre preparará vuestros esponsales cuya esperanza va a ser lo único que me mantenga con vida. Luego ya todo será igual, deseo que marchéis de Toledo y el rey me garantiza vuestra partida, ¿no es cierto, canciller? —López de Ayala asintió con la cabeza sin soltar la mano del enfermo. Después el rabino se dirigió a Ruth—. Preparadlo todo cuanto antes, esposa mía, o no creo poder asistir.
Ya no articuló palabra alguna; su pecho, afilado y angosto cual quilla de pájaro, subía y bajaba como el fuelle de un herrero; las dos mujeres se precipitaron sobre el lecho de su padre y esposo en medio de un llanto incontenible en tanto que el canciller real y el médico se retiraban hacia el rincón donde el amanuense recogía sus trebejos de escritura.
Cuando Manfred llegó a su casa el silencio reinaba en la escalera. Subió hasta su piso e introduciendo el llavín en la cerradura abrió la puerta con tiento a fin de no despertar a Helga. Cerró despacio y sin encender la luz se dirigió a su cuarto. Una vez dentro procedió a desvestirse repasando
in mente
los sucesos del día y preparando la agenda de lo que debía hacer al día siguiente. Se puso el pantalón del pijama y pasó al baño a hacer sus abluciones nocturnas y a lavarse la boca. Luego regresó a su habitación y al pasar por el distribuidor le hizo el efecto de oír el clic del interruptor del cuarto de Helga, que imaginó podía haber estado leyendo hasta aquella hora. Se metió en la cama y encendiendo la lamparilla de la mesilla de noche, cuya pantalla en forma de tulipa invertida le proporcionaba un matizado círculo de luz, se dispuso a leer el libelo que bajo el título de
Mein Kampf (Mi lucha),
escrito por el Führer en la cárcel cuando fue detenido por el intento de asalto al poder en el golpe de Munich, había sido, posteriormente, publicado por el Partido Nacionalsocialista, y se había convertido en el credo ideológico y obligado evangelio de culto de aquellos enfebrecidos fanáticos, dando extraordinarios dividendos a su autor
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. Al cabo de una media hora dejó el librillo en la mesa de noche y tras colocar la aguja del despertador para que sonara a las siete y media se dispuso a dormir. Algo lo tenía desvelado y la luz fosforescente de la esfera del reloj iluminaba su inquieta noche. Muchos eran los episodios que revoloteaban por su cabeza alejándole el sueño. En primer lugar el regreso de Hanna le ilusionaba y le inquietaba a la vez: le parecía extraño que aquella chiquilla, su querida alma gemela, su álter ego, con quien había compartido aventuras y ensueños de niñez, fuera ya una mujer hecha y derecha que quisiera gobernar su destino y que demostrara tanto amor a un hombre hasta el punto que se dispusiera a arrostrar una serie de peligros latentes con el fin de estar a su lado. ¡Qué misterios no tendría el amor para que una muchacha, ignorando los riesgos que su decisión entrañaba, dejara a sus padres y la seguridad de su momentáneo exilio en Viena y se dispusiera a arrostrar un futuro incierto junto a alguien que, si bien era una maravillosa persona, no era de su religión y en aquellos momentos perteneciera a una raza que se creía superior y que preconizaba la destrucción de la suya! ¿Lograría él, quizás alguna vez, alojar en su corazón aquel, por lo visto, incomparable sentimiento?