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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (9 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Apartó las mantas y Susan se removió. Jody se apartó de la cama lentamente. Había dejado todos sus papeles en una carpeta desplegable, debajo del lavabo. Fue al cuarto de baño y abrió el armario. La carpeta seguía allí. La cogió y se fue hacia la ventana.

—¿Quién anda ahí? —dijo Kurt. Se sentó en la cama y se quedó mirando la oscuridad.

Jody se agachó por debajo de la luz que entraba por la ventana y lo miró.

—He dicho que quién anda ahí.

—¿Qué pasa? —preguntó Susan, amodorrada.

—He oído algo.

—No es nada, cariño. Es solo que estás nervioso, después de lo que te hizo esa bruja.

Podría partirle ese cuello esmirriado y rubio, pensó Jody. Pero después de pensarlo se dio cuenta de que podía hacerlo y dejó de estar enfadada. Yo no soy «esa bruja», se dijo. Soy una vampira y ni la cirugía plástica, ni el dinero, ni la educación te harán nunca mi igual. Soy un dios.

Por primera vez desde su transformación se sintió tranquila y cómoda en su pellejo. Estuvo allí, en la oscuridad, hasta que volvieron a dormirse; luego salió por la ventana y volvió a colocar la mosquitera. Se puso de pie en la repisa y lanzó la carpeta al tejado; después saltó hacia arriba, se agarró al canalón y se encaramó al tejado.

En la parte de atrás del edificio encontró una escalerilla de acero que bajaba hasta el suelo. Había sido totalmente innecesario trepar entre los dos edificios.

Bueno, quizás no fuera un dios especialmente listo, pero al menos su nariz era natural.

Enjabónate, aclárate y arrepiéntete

Los Animales estaban canturreando la marcha nupcial cuando Tommy entró en la tienda. Estaba mareado por el viaje en taxi desde Telegraph Hill. Evidentemente, el taxista, que tenía un tic nervioso y la costumbre de gritar «¡Qué cabrones!» a intervalos regulares sin razón aparente, creía que, si no coronabas una loma sin que las cuatro ruedas del coche se despegaran del suelo y volvieran a tocarlo entre una lluvia de chispas, no merecía la pena coronarla en absoluto y, de hecho, las evitaba doblando esquinas a dos ruedas y aplastando a los pasajeros contra las puertas del taxi. Tommy estaba empapado en sudor y un poco mareado.

—Aquí viene la novia —dijo Troy Lee.

—Líder temerario —dijo Simón—, parece que acabas de salir de una de tres toallas.

Simón medía el éxito de un acto social por el número de toallas que hacían falta para limpiarse después.

—Hubo una época en mi vida —decía—, en la que solo tenía una toalla y nunca me divertía.

—¿Sigues enfadado conmigo? —le preguntó Tommy.

—Qué va —dijo Simón—. Anoche yo también me di una fiesta de tres toallas. Me llevé a la camioneta a dos chicas del coro de Nuestra Señora de la Culpa Perpetua y les enseñé el fino arte de sorber renacuajos.

—¡Qué asco!

—No, qué va. Luego no las besé.

Tommy sacudió la cabeza.

—¿Ya ha llegado el camión?

—Solamente mil cuatrocientas cajas —dijo Drew—. Tendrás tiempo de sobra para organizar la boda. —Le tendió un montón de revistas de novias.

—No, gracias —dijo Tommy.

Drew tiró las revistas a su espalda y con la otra mano le ofreció un bote de nata montada.

—¿Quieres darle un tiento?

—No, gracias. ¿Podéis apilar lo del camión, chicos? Yo quería hacer unas cosas.

—Claro —dijo Simón—. Vamos.

La tripulación se dirigió hacia el almacén. Clint se quedó atrás.

—Oye, Tommy —dijo con la cabeza gacha y cara de avergonzado.

—¿Sí?

—Esta noche ha llegado un palé de comida kosher. Ya sabes, para prepararnos para Hanukkah y todo eso. Y se supone que tiene que bendecirla un rabino.

—Sí. ¿Y?

—Bueno, me estaba preguntando si podría decir unas palabras delante del palé. Quiero decir que no está bañado con la sangre de Cristo ni nada de eso, pero Cristo era judío. Así que...

—Adelante, Clint.

—Gracias —dijo Clint y, poseído por el Espíritu Santo, se fue corriendo al almacén.

Tommy se acercó a los expositores que había junto a las cajas y cogió un montón de revistas femeninas. Miró hacia atrás para asegurarse de que ninguno de los Animales lo veía, se llevó las revistas a la oficina, cerró la puerta con llave, se sentó a la mesa y se puso a investigar.

Estaba a punto de irse a vivir con una mujer y no sabía nada de mujeres. Quizás Jody no estuviera loca. Quizás eran todas así y él era un ignorante. Echó un vistazo rápido a los índices de las revistas para hacerse una idea general de la mente femenina.

Allí había una pauta que se repetía. Los enemigos eran la celulitis, el síndrome premenstrual y los hombres que no se comprometían.

Los postres deliciosamente ligeros, el matrimonio y el orgasmo múltiple eran los aliados.

Tommy se sentía como un espía, como si estuviera microfilmando las páginas debajo de un flexo en un cuartucho oscuro de un castillo bávaro: en cualquier momento podía entrar una mujer con el uniforme de las SS y decirle que conocía formas de hacerle hablar. Aunque la verdad era que esto último no estaría tan mal.

Por lo visto, las mujeres tenían un plan colectivo que parecía consistir, sobre todo, en conseguir que los hombres hicieran lo que no querían hacer. Tommy leyó de pasada un artículo titulado «Marcas de bronceado: ¿contraste sexi o complejo de oso panda? La perspectiva del psicólogo»; luego pasó a otro titulado «La pasión de los hombres por las analogías deportivas: cómo usar a Vince Lombardi para que bajen la tapa del váter». («Cuando un jugador se cae, todo el equipo se moja el culo.») Tommy siguió leyendo: «Si Joe Montana decide jugársela estando en el cuarto tiempo, cuando quedan diez minutos de partido, ¿le dirían sus defensores de línea que no pueden ir a la tienda a comprarle tampones? Yo creo que no». Y: «A Richard Petty tampoco le gusta ponerse el casco, pero no puede conducir sin protección». Para cuando llegó a la parte en la que se advertía de que jamás se usaran como ejemplos a Wilt Chamberlain o Martina Navratilova, Tommy estaba completamente desencantado. ¿Cómo podía uno vérselas con una criatura tan taimada como una mujer?

Pasó la página y se le cayó el alma a los pies. «Cómo notar si es un buen polvo: un test».

Tommy pensó: Por esto precisamente fui virgen hasta los dieciocho.

1. Es vuestra tercera cita y estáis a punto de compartir un momento de intimidad, pero cuando se baja los calzoncillos ves que está menos dotado de lo que esperabas.

A: Señalas y te ríes.

B: Dices: «¡Uau!, por fin un hombre de verdad». Luego te das la vuelta y te ríes a escondidas.

C: Dices: «¿A eso se refieren cuando hablan de microbiología?».

D: Sigues adelante. ¿Qué importa que a vuestros hijos les apoden «Pichulines»?

2. Decidís hacerlo y, justo cuando empezáis a meteros en faena, él se corre, se da la vuelta y pregunta: «¿Te ha gustado?».

A: Dices: «¡Dios mío, sí! Han sido los mejores diecisiete segundos de mi vida».

B: Dices: «Claro. Para ser un hombre, no has estado mal».

C: Te pones un caramelito de menta en el ombligo y le dices: «Eso es para ti, campeón. Puedes comértelo cuando subas, después de acabar el trabajo».

D: Sonríes y le tiras las llaves del coche por la ventana.

3. Después de andar a tientas, él cree haber encontrado el punto clave. Cuando le dices que no, se lanza de todos modos.

A: Agarras la lámpara de la mesita de noche y le das con ella hasta que se aparta.

B: Agarras la lámpara de la mesita de noche y le das con ella hasta que se muere.

C: Agarras la lámpara de la mesita de noche, la enciendes y dices: «¿Te importaría mirar dónde estás?».

D: Esperas pacientemente hasta que acaba, echando en falta una lámpara en la mesita de noche.

Sonó el teléfono de la oficina. Tommy cerró la revista.

—Safeway de Marina.

—Tommy, ¿eres tú? —preguntó Jody.

—Sí, es que he puesto mi voz de teléfono.

—Mira, te he reservado la habitación doscientos doce en el hostal Van Ness, en la esquina entre Chesnut y Van Ness. La llave está en recepción. La documentación y las llaves de mi coche están encima de la cama. Te he dejado u nos papeles para que los lleves a Transamérica y un poco de dinero. Quedamos en recepción un poco después de que anochezca.

—¿En qué habitación estás tú?

—Creo que es mejor que no te lo diga.

—¿Por qué? No voy a entrar y a saltar encima de ti, ni nada de eso.

—No es por eso. Es que no quiero que las cosas salgan mal.

El respiró hondo.

—Jody...

—Sí.

—¿En tu habitación hay una lámpara encima de la mesita de noche?

—Claro. Está atornillada a la mesita. ¿Por qué?

—Por nada —dijo Tommy.

De pronto, en la parte de atrás de la tienda empezó a sonar a todo volumen el Satisfaction de los Rolling. Tommy oyó cantar de fondo a los Animales:

—¡Mata al cerdo!

—Tengo que colgar —dijo—. Nos vemos mañana por la noche.

—Vale. Tommy, me lo he pasado muy bien esta noche.

—Yo también —dijo él. Colgó y pensó: Es mala. Mala, mala, mala. Quiero verla desnuda.

Jeff, el pívot fracasado, irrumpió en la oficina.

—Ya están apiladas las cajas. La lancha de esquí está lista. Estamos contando guarradas en el pasillo de alimentación.

La máquina de encerado profesional autopropulsada Clark 250 es un milagro de diseño fregatril. Aproximadamente del tamaño de un pupitre pequeño, está provista de dos discos de restregado rotatorios en la parte delantera, así como de un depósito interno que distribuye agua jabonosa y de un aspirador con escobilla escurridora para su absorción. La propulsan dos potentes motores eléctricos capaces de hacer girar sus neumáticos de caucho sobre cualquier superficie lisa, tanto seca como húmeda. Un solo operario puede, andando detrás de la Clark 250, fregar un suelo de mil doscientos metros cuadrados en menos de una hora y sacarle brillo hasta reflejarse en él, o eso al menos pone el folleto. Lo que el folleto no dice es que, si se retira la escobilla escurridora y se le da la vuelta al aspirador, un solo operario puede deslizarse tras la Clark 250 sobre un río de espuma jabonosa. Los Animales la llamaban «la lancha de esquí».

Al doblar la esquina del pasillo catorce, Tommy vio a Simón descamisado y con el sombrero de vaquero puesto, asando salchichas en una rejilla de acero inoxidable que normalmente se usaba como expositor de patatas fritas, encima de treinta latas de etanol.

—Me encanta el olor del napalm por las mañanas —dijo Simón blandiendo un tenedor de barbacoa—. Huele a victoria.

—¡Qué flipe! —gritó Drew mientras se deslizaba por un palmo de espuma detrás de la lancha de esquí, remolcando con un trozo de cuerda a Lash hacia una rampa improvisada. Lash llegó a la rampa, se elevó y dio una voltereta en el aire al grito de

—¡Indemnización, indemnización!

Tommy se hizo a un lado. Lash aterrizó bocabajo y abrió con la cara un surco en la espuma. Drew frenó la lancha.

—Ocho-dos —gritó Barry.

—Nueve-uno —dijo Clint.

—Nueve-seis —añadió Drew.

—Cuatro-uno —proclamó Gustavo.

—Un cuatro-uno del juez mexicano —dijo Simón, usando como micrófono el tenedor—. Eso reduce sus posibilidades de llegar a la final, Bob.

Lash escupió una bocanada de jabón y tosió.

—Los jueces mexicanos son duros —opinó. Llevaba una barba de espumarajos que le hacía parecer un negro viejo y patilludo, flacucho y empapado.

Tommy lo ayudó a levantarse.

—¿Estás bien?

—Está bien —contestó Simón—. Su preparador personal está aquí. —Cogió un coco de la estantería y lo desmochó con un cuchillo enorme de la sección de carnicería—. Doctor Drew—dijo, tendiéndole el coco a Drew, que se sacó del bolsillo una botellita de ron y echó un poco en la cascara del coco.

—Trágate esto —dijo Simón, y le dio el coco a Lash—. Mata el cerdo, socio.

Los Animales cantaron «Mata el cerdo» hasta que Lash apuró la bebida, derramando por las comisuras de la boca leche de coco con ron que se escurría por entre su barba de espumarajos. Se paró para respirar y vomitó.

—¡Nueve-dos! —gritó Barry.

—Nueve-cuatro —dijo Drew.

—Seis-uno —dijo Simón—. Puntos de penalización por potar.

—Fuego* —dijo Gustavo.

Simón dio un salto y se encaró con él.

—¿Fuego?* ¿Se puede saber qué número es «fuego»?* Podemos descalificarte como juez, ¿sabes?

—Fuego* —repitió Gustavo, señalando por encima del hombro de Simón la rejilla de las patatas fritas, donde tres docenas de salchichas habían estallado en llamas y arrojaban un humo negro.

Saltó la alarma de incendios con un chillido ensordecedor que ahogó a los Rolling Stones.

—También suena en el parque de bomberos —le gritó Drew a Tommy al oído—. Estarán aquí dentro de un minuto. Te toca a ti ahuyentarlos, líder temerario.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Porque para eso ganas una pasta.

—Desconectad el equipo de música y apagad el fuego —gritó Tommy. Se volvió e iba camino de la puerta principal cuando Clint salió del almacén.

—Ya he bendecido toda la comida kosher y de propina he rezado también por la comida gentil, aunque solo por una parte. Oye, Tom, los chicos dicen que a lo mejor te casas y como van a mandarme por correo el carné de pastor, si necesitas que...

—Clint —lo atajó Tommy—, ponte a limpiar el pasillo de alimentos frescos. —Se acercó a la puerta, la abrió y salió a esperar a los bomberos. La bahía estaba bañada en niebla y el rayo del faro de Alcatraz cortaba como una guadaña Fort Masón y el apareamiento del Safeway. Tommy creyó distinguir una figura de pie bajo uno de los fluorescentes. Una persona delgada y con ropa oscura.

Un camión de bomberos entró en el aparcamiento con la sirena apagada y las luces rojas hendiendo la niebla. Cuando sus faros barrieron el aparcamiento, aquella figura oscura se agazapó y echó a correr justo delante de las luces. Tommy nunca había visto a nadie correr tan deprisa. Aquel tipo flaco pareció avanzar cien metros en un par de segundos. Un efecto de la niebla, se dijo Tommy.

Condenados con estilo

Había cinco coches de policía aparcados frente al hostal Van Ness cuando Tommy se bajó del autobús al otro lado de la calle. Pensó: Han venido a detenerme por decir a los bomberos que había sido una falsa alarma. Entonces cayó en la cuenta de que solo Jody sabía que iba a ir al hostal. Qué lástima, pensó, en la cárcel habría escrito un montón.

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