La secta de las catacumbas (27 page)

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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

BOOK: La secta de las catacumbas
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Viendo que el jorobado empezaba a hablar con dos Pulchinelas, se acercó. No sabía cómo, pero presentía que tenía que ver con él. Fingió que se estaba abanicando y bostezando por una espera que se alargaba demasiado tiempo. Vigilante tras el observatorio pequeño y furtivo de la máscara —«¿Esta gasa me protegerá lo suficiente?»—, era todo oídos para no perderse una sola palabra de lo que el jorobado decía.

No se había equivocado. El asunto tenía que ver con él. Por supuesto que sí… Escuchó fragmentos de frases: «Lo han encontrado muerto en el suelo, con la espalda rota». El jorobado hablaba con un tono encendido y en cierto modo feliz de quien se complace por contar catástrofes.

La mano de Heinrich que sujetaba el abanico temblaba. «Me tengo que marchar, esconderme. ¿A qué estás esperando, Heinrich?» Pero algo lo mantenía allí clavado, y no era seguramente la curiosidad por saber más. Era el terror. Un pánico absoluto. «Quizás Milady me está vigilando, se divierte conmigo y no tiene ninguna intención de eliminarme inmediatamente.» Tuvo ganas de gritar para que todo terminara. Sentía en la nuca el aliento de la Comendadora que seguramente le estaba siguiendo.

Se acercó tímidamente a un grupo de campesinas atractivas, todos hombres disfrazados que se intercambiaban piropos obscenos en un ridículo tono falsete. Estaban preparándose para salir. Al principio, le pareció que sobre él recaían todas las miradas, pero nadie hizo ninguna pregunta. Todos parecían ocupados en llenar de telas y trapos la parte delantera de la blusa.

—Oye, tú, pecho-de-tabla —se dirigió a él uno del grupo, que llevaba pintado un lunar encima del labio superior y le plantó una manaza en todo el pecho—. Sería mejor que aumentaras tus tetas. Mira que a los machos les gustan los pechos grandes. ¿Qué tipo de mujer eres si no tienes nada ahí? —y siguió riéndose. Los otros se carcajeaban al unísono.

—El sábado pasado —dijo uno con pecas, con una vistosa peluca de pelo rubio y una redecilla decorada con margaritas—, a un artesano que está cerca de la plaza de España, le saqué tres monedas de plata y un par de salchichas, simplemente por dos besos en la boca y un toque en la parte blanda…

También Heinrich fingió que reía con ellos, y aceptó los dos bultos que una de las falsas campesinas le pasaba, con la actitud llena de compasión de quien sabe lo que hace. Se apresuró a obedecer, desabrochándose la parte superior de la camisa y el corsé, lo que bastaba para meter ahí el relleno, ante la mirada atenta de los demás. Lo hizo con movimientos tan tímidos, que a más de uno le pareció que coqueteaba, lo que le procuró palmadas de camaradería en los hombros y aumentó el alegre ruido del grupo.

—Puah —fue el comentario de la máscara cuando terminó la operación—. Cuelgan un poco y son algo flojas pero, después de todo, hay siempre algún estúpido que se contenta allí afuera. De todos modos, tienes la piel blanca, intenta que se vea al menos eso y enseña tus bonitas manos… Y luego, ¿qué quieres hacer? ¿Vendes o coges? —le preguntó.

Heinrich fingió estar ocupado terminando de prepararse. «¿Vendes o coges? ¿Qué diablos querrá decir?»

—Cojo —respondió al azar.

—Entonces, date prisa. Quedan pocos bolsos en el contenedor. Coge un par, y fuera, ¡vamos a desplumar a los bobalicones con moña de la avenida! —y bajando la voz, añadió—. Date prisa, ¿no querrás que Tomaso se enfade, no?

El recorrido le pareció diferente respecto al que había realizado cuando entró en las catacumbas unas semanas antes. «Obvio, si vamos hacia el centro de Roma, no saldremos en mitad del campo. Veremos…» Al fondo de un pasillo, en un pequeño espacio abovedado repleto de barriles —«¿La bodega de un palacio?»—, entrevió una escalera atestada de gente con disfraces que se apresuraban a subir. Seguramente era la salida. A Heinrich empezó a palpitarle muy fuerte el corazón, sobre todo cuando advirtió a dos pasos del primer escalón a una pareja de Bastoneros, muy corpulentos y envueltos en una capa. «Nunca lo conseguiré», pensó. Mientras que la fila de las falsas campesinas avanzaba hacia la escalera, se dio cuenta de que se trataba de Sans-Peur. No la había reconocido a primera vista con el disfraz de cuáquero, aquella barriga enorme de cojines, el amplio tabardo, la peluca de coletas empolvadas y un tricornio negro.

Ni siquiera hizo un intento de esconder su miedo. Lanzó un gesto desesperado a la negra, que seguía mirándole fijamente con ironía, hasta que le parpadeó, un gesto difícil de entender, pero que de alguna forma Heinrich interpretó como una forma de decirle que estuviera tranquilo.

—¡Ale, vamos, gatito mío! —le dijo Sans-Peur, cuando ya Heinrich había llegado a la altura del primer Bastonero—. La carrera de los Barberi está a punto de terminar. ¡Milady nos espera! —y cogiéndolo por debajo del brazo, lo arrastró riendo escaleras arriba.

En un instante se hallaban en la planta baja de una pequeña construcción cerca del parque del Pincio. Allí estaba la puerta, el aire libre, una luz que, a pesar de que el cielo estaba nublado, cegó a Heinrich, haciéndole tambalearse.

Le hubiera gustado darle las gracias a Sans-Peur, pero la perdió de vista entre la multitud de disfraces que se apresuraban hacia la entrada de la plaza del Popolo. Imposible distinguirla en aquel mar de máscaras que gritaban y gesticulaban, lanzando harina, huevos y naranjas. Más adelante, en la avenida, todavía era peor. Miles de personas. Heinrich se quedó boquiabierto, mirando un balcón decorado con lazos rojos y dorados, en el que se veía a un grupito de damas vestidas con encajes rosas y celestes, arrojando sobre la multitud confetis y serpentinas.

«¿Seré libre o todavía habrá alguien que me esté vigilando?» No conseguía respirar con tranquilidad. Lanzaba a su alrededor miradas vigilantes. Vio a algunas falsas campesinas, de las que le rodeaban apenas una hora antes, cortejar a algunos petimetres. O quizás se trataba de verdaderas pueblerinas de carne y hueso, pero en aquella confusión, ¿cómo podía diferenciar la verdad del disfraz?

Avanzó con cautela entre la multitud. Un jovencito le pellizcó el trasero y, dándose cuenta del susto que le había dado, le gritó:

—¡Eh! ¿Qué eres, una virgencita? —acompañando las palabras con un grotesco gesto obsceno.

En aquel momento, desde el castillo de Sant'Angelo sonaron tres disparos, señal de que en la carrera de los Barberi había ganado el caballo número tres. Y ya los corros de disfraces y el río de carrozas emprendían de nuevo su actividad. El aire frío del atardecer se llenó de los anuncios cantarines de los vendedores.

—¡Cirios! ¡Magníficas velas a buen precio! —un instante y todas las calles se llenaron de miles de lámparas, como una alfombra de estrellas.

Inmediatamente después comenzó a multiplicarse el grito.

—¡Que muera quien no sostenga el cirio!

«Y ahora, ¿qué hago? No tengo cirios, ni dinero para comprar uno. Pero si me quedo aquí paralizado, llamaré la atención.» De repente, se acordó de las palabras de Jacobus, que le había explicado que el juego consistía en conservarlo encendido y apagar el de los demás, así que se arrojó entre la multitud corriendo, intentando arrancarle a alguien el valioso cirio.

Por fin lo consiguió. Era casi imposible conservar en las manos el pequeño trofeo. En el mejor de los casos, alguien soplando se lo apagaba, pero con más frecuencia se lo robaban. Como si la corriente de un río poderoso lo hubiera secuestrado, la muchedumbre lo empujó lentamente hacia el lateral de la calle, hasta la hilera de edificios. Heinrich consiguió evitar por un momento el ímpetu de la gente, escondiéndose en el espacio exiguo entre las dos columnas de una entrada, y en aquella breve tregua, antes de dejarse de nuevo arrastrar por remolinos de miles de gente, explotó en carcajadas. ¡Ah, no le parecía verdad, volver a respirar el aire, los olores del colorete, del sudor, de los caballos y los petardos quemados! Finalmente, libre de la opresión de ser prisionero. Descubría lo maravilloso que era correr, y gritar, y jugar, como un chiquillo en el corazón de Roma en fiestas. Libre, sí. Finalmente libre del laberinto de las tinieblas y del horror que habitaba bajo la ciudad… ¡Ah! Y por otro lado, ¡volver a ver a sus amigos, volver al trabajo, a los lienzos y a los colores!

Otro grupo de feriantes lo arrastró para llevarle hasta el centro de la calle en busca de cirios y bromas. De repente, hubo un momento de vacilación entre la multitud, como en suspenso por un oscuro sentido de anticipación, pero inmediatamente se recobró la locura desenfrenada, incluso más fuerte.

—¡Venga, que falta poco! —escuchó confusamente desde diversos puntos. Y luego—. ¡Cuidado! ¡Apartaos!

La gente se echó a un lado precipitadamente, chocándose en varias ocasiones con Heinrich, que sólo milagrosamente consiguió evitar el peligro. Dos parejas de caballos enjaezados con plumas y sonajeros plateados, y con correas de cuero dorado, pasaron rápidamente a un palmo de él, casi encabritados. Las espléndidas bestias, que procedían con dificultad por el pasillo estrecho que la multitud liberaba tras su paso, arrastraban una carroza con seis plazas. Se distinguía perfectamente a sus ocupantes, sentados unos frente a otros sobre asientos realzados, como si quisieran lucirse. «Personas importantes», pensó Heinrich, valorando la magnificencia de sus trajes, entre los que le pareció ver también una auténtica púrpura cardenalicia. La carroza tuvo un breve sobresalto, por un repentino movimiento de la multitud, y precisamente en ese momento, uno de los seis pasajeros, el que iba vestido de húsar, pareció mirar hacia donde él estaba, y por un instante, dejó de saludar a la multitud con breves gestos con la mano. Y dejó también de sonreír.

«Esos ojos —pensó Heinrich, sintiendo de repente cómo se le erizaba la piel—. ¡Esos ojos los he visto antes!»

Sí, en el mundo no existía ningún camuflaje capaz de esconder la mirada de Milady. Y ahora esa mirada le perseguía, ella lo había reconocido… No, no. No podía ser, sus nervios estaban todavía muy tensos.
¿Y
cómo es que tenía esa mueca extraña en los labios? ¿Una sonrisa gélida y fría como su reino subterráneo?

Presa del pánico, Heinrich le dio la espalda a la carroza e intentó alejarse lo más rápido que pudo, empujando y pisoteando, pero la gente se apretaba a su alrededor como una pared alegre y festiva, ajena.

Y he aquí que las miles de luces que fluctuaban se apagaron como un soplo inmenso y los gritos cesaron de repente, sumiendo toda la calle en una oscuridad silenciosa que daba vértigo.

Heinrich escuchó claramente los siete toques de campana del Campidoglio. El carnaval había terminado.

Quizás también su pesadilla.

EPÍLOGO

Londres, febrero de 1823

C
OMO CUALQUIER MAÑANA, ESTABA TRABAJANDO EN uno de mis ensayos sobre pintura, cuando me quedé a medias en una frase: «Los límites del ojo nos obligan a veces a los pintores a deformar lo que tenemos que representar, de forma que la vista pueda percibir realmente los objetos representados…». De repente, se me pasó por la mente el
trompe-l'oeil
de Charles-Louis Clérisseau, que vi hace unos cincuenta años, durante mi infeliz
tour
romano. Y de forma inevitable, pensé en Winckelmann. En todo lo que me contaron sobre él en aquellas terribles semanas que pasé en las catacumbas. En la casualidad que quiso, de forma tan extraña, trenzar mi vida con la suya.

Durante años tuve la tentación de contar lo que sabía sobre su muerte, pero al final siempre me he contenido. Aunque, tengo que confesarlo, en los últimos tiempos me he puesto a recoger bastante material sobre la actividad de la Confraternidad, de la que yo también fui una víctima: cartas, documentación jurídica, artículos de periódicos de diferentes países… ¿Lo he hecho para que quede rastro de lo que sucedió en realidad o simplemente para llenar mi tiempo ya vacío? No tengo respuestas.

Por otro lado, no sé quién leerá el fascículo que he preparado. No consigo ni siquiera imaginar qué utilidad puede tener, y en el fondo no sé ni siquiera si me importa.

«El sentido de las cosas es como el viento —dice el proverbio—, se escapa por todos los agujeros.» Me gusta esa definición, me parece que alude a la representación de un mundo construido a partir de laberintos, de galerías subterráneas, de pasajes secretos. Como en ese extraño fresco de Clérisseau, sobre una de las bóvedas de las catacumbas, una imagen grisácea reproducía a un santo en oración bajo una rama de olivos, o mejor, eso es lo que se veía de lejos, pero a medida que uno se acercaba a la pintura, se desdibujaban las sombras del santo y, como por encanto, los ojos veían aflorar un horrible paisaje poblado de monstruosas figuritas de enanos, bandoleros y bandadas de quimeras. Deformaciones nacidas a partir de los límites del ojo humano… Y el asunto, si lo pensamos bien, no es sólo una cuestión que aluda a la pintura, sino también a la verdad de unos hechos que es casi imposible de contar rigurosamente. Pues los ojos de la mente tienen también sus límites insuperables, así como los de la palabra y, sobre todo, los de la memoria. Porque los artistas como yo no han confiado del todo en esta última facultad.

Encuentro en la masa de páginas dramáticas y grotescas del fascículo que he recogido —una cantidad de material verdaderamente sorprendente, porque la Confraternidad tiene en todo el mundo una difusión extraordinaria—, algo que se parece a la aberración de aquella anamorfosis… Pero quizás esta amargura mía y esta tendencia a ver por todas partes el lado oscuro del mundo derivan, no sólo de mis experiencias personales, sino también de la época contradictoria en la que he vivido. Recuerdo, por ejemplo, una página de un texto de Winckelmann, de cuya traducción me ocupé al principio de mi carrera artística: hablaba de un bronce de Poseidón, descubierto en Nápoles, e inmediatamente adquirido por el rey de Francia para sus jardines de Versalles. Y proseguía con los discursos a la moda que por aquel entonces llenaban las bocas de todos sobre la
belleza inmortal
, sobre la
eterna armonía del espíritu humano…
Tonterías.

Me habría gustado ver qué cara habría puesto el caballero, si hubiera vivido los tiempos de la Revolución y hubiera presenciado el
hermoso
espectáculo de la
armoniosa
distribución de esa misma estatua antigua, cuyo bronce fue fundido en los Talleres Nacionales para hacer cañones patrióticos. Porque será verdad que nuestra era fue pomposamente llamada la Edad de las Luces, pero la tan exhibida luz de la razón escondía muchas sombras —por no decir espesas tinieblas—, y a la hora de hacer las cuentas se ha revelado a dos velas, con el lúgubre chasquido de la guillotina como música de fondo, los torreones de los castillos del Sena destruidos para utilizar el material como muelles a lo largo de los canales y las miniaturas medievales iluminadas con oro empleadas para hacer retales de artillería. Carnicería, vandalismo, terror. El jardín de los
philosophes
olía a podrido y de él quedan sólo algunos arbustos de rosas enfermas, llenas de bichos. La misma ciudad de Roma,
caput mundi
rutilante de belleza, se sustentaba sobre las tinieblas de los tráficos que se entrecruzaban en las grutas donde estuve prisionero. Todavía se me ponen los pelos de punta cuando lo pienso…

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