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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

La secta de las catacumbas (19 page)

BOOK: La secta de las catacumbas
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Se trataba de una estela funeraria cubierta de musgo que sobresalía en el terreno. Una lámina de metal repujado y ennegrecida por la intemperie que reproducía un jovencito se soltó de la lápida, mientras la uña del caballero rascaba unas manchas de liquen. Leyó:

—Pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.

Camillo vio que Winckelmann empalidecía. El caballero susurró.

—Esta inscripción la han puesto aquí para mí.

—¿No os parece que estáis exagerando? Es una simple frase de la Biblia. Y además, mirad la capa de musgo que cubre las lápidas. ¡Quién sabe cuántos años debe tener! Si los estudiosos del pasado se comportaran como vos…

—En arqueología sucede como en la vida —le interrumpió Winckelmann—. Se encuentra solo lo que se busca —y luego añadió a regañadientes—. La gente suele llamar
casualidad
a lo que no entiende. Pero la casualidad no es otra cosa que una serie de misteriosos efectos. Los antiguos la llamaban moira, destino… —viendo el gesto de suficiencia en el rostro de su secretario continuó—. ¿Tú juegas al ajedrez, no? Eso es. Camillo, intenta imaginar que eres uno de los peones y que tienes, por alguna virtud secreta, la repentina posibilidad de preguntarte qué es lo que significa tu actual posición en el tablero de ajedrez. Pues bien, yo en este momento me siento así…

Pero no fue este pensamiento lo que había interrumpido el descabellado discurso del caballero, cubriéndole de sudor la frente y haciéndole ruidosamente tragar saliva. Había sido otra cosa: un terceto de enanos, sucios duendes de narices enrojecidas, que había salido de no se sabía dónde. Tambaleándose sobre sus cortas piernas, los tres se acercaron sujetando sus sombreros para pedir limosnas, en un ridículo batiburrillo de idiomas y entonando una oración con voces quejumbrosas. Camillo se buscó en el bolsillo a tientas una moneda y la arrojó al terceto, provocando abundantes y agudos: «¡Bendecid a vuestra señoría!». También el caballero hizo el mismo gesto, pero aquí ocurrió algo incomprensible: el que parecía el más viejo de los tres alzó su rostro monstruoso hacia Winckelmann, movió con repugnancia su propio sombrero, arrojando al suelo el dinero que le había dado y le escupió, profiriendo injurias. En ese mismo instante los otros cambiaron de actitud y, con menosprecio, retrocedieron, alejándose a una velocidad que Camillo nunca hubiera creído posible por su corta estatura.

—¡Ajustaremos las cuentas en Trieste! —le habían gritado de lejos…

XXXVI. LA CARROZA SIN RUEDAS

Roma, febrero de 1772

L
A CARROZA SIN RUEDAS, QUE YACÍA TAMBALEÁNDOSE en una de las esquinas de la gruta, era el lugar donde habían encerrado a Heinrich, tras un gesto de la Comendadora. Sebastian le había hecho una señal para que se mantuviera tranquilo y esperara, y luego había corrido las cortinas.

Heinrich palpó a su alrededor con las manos, notó los cojines rotos y la humedad del asiento de cuero. Pero por suerte el interior del vehículo era espacioso, y podía extender cómodamente las piernas. Además, no estaba atado, ni le habían cubierto la cabeza. El joven acabó sintiendo cierto consuelo en que le dejaron solo durante un rato. Estaba cansado, y ni siquiera se dio cuenta de que caía en un sueño. Soñó que había muerto. Se vio a sí mismo tumbado sobre un catafalco, con una mosca que zumbaba alrededor de su boca inmóvil. Una sábana blanca le envolvía los brazos y las manos. Algo le saltó encima oprimiéndole el pecho. Levantó con mucho esfuerzo la cabeza y, en un primer momento, vio solo una masa de pelos negros muy enredados. Después, afinando la vista, se dio cuenta de que era un ser de extremada delgadez, como un esqueleto, terriblemente peludo, con las mamas colgando: le miraba fijamente con dos ojos amarillos en los que brillaba una expresión de profundo odio y acercaba a su garganta manos cubiertas de pelos oscuros, como el resto del cuerpo, y provistas de garras.

Se despertó gritando, acompañado por la terrible certeza de que seguía siendo prisionero. Se sentó sin hacer ruido y, moviendo con mucho cuidado una de las cortinitas, espió el exterior con cautela.

La gruta, donde antes se había desarrollado el espectáculo de la linterna mágica, estaba vacía y sin sillones. En el centro del espacio vacío había ahora una pequeña mesa en la que estaba apoyado un barreño negro, y alrededor se sentaban tres viejas envueltas en amplias capas negras. Como si no esperaran otra cosa que su despertar, tres horribles bocas sin dientes rieron, tres manos huesudas hicieron a Heinrich el gesto de que lo aguardaban.

Sin embargo, Heinrich necesitó un poco de tiempo para dejarse convencer y salir de la carroza. «Las tres brujas de Macbeth. Las tres Gracias. Las Parcas…» Se acercó a la mesa tambaleándose. Una de las viejas se inclinó hacia adelante para susurrarle:

—¿Quieres saber lo que te está ocurriendo, suizo? Pregunta. Explicar los enigmas es nuestras especialidad…

Las otras dos no miraban a Heinrich, sino que tenían la mirada fija en la bóveda de la gruta, repitiendo una cantilena incomprensible con voz monótona.

—Acabo de ver a un ser demoniaco —tartamudeó Heinrich—. Era tremendo, peludo, y se hallaba sobre mi pecho, me aplastaba horriblemente. Un íncubo tremendo…

—Cuidado con tus palabras, suizo —se rio la segunda vieja, rascándose la barbilla con una uña larguísima—. Los demonios amorosos son machos o hembras, según la persona con la que se relacionan. Con las mujeres, tienen un aspecto masculino, y entonces son íncubos; con los hombres parecen mujeres, y entonces son súcubos. Por ejemplo, fueron súcubos los que tentaron a San Antonio en el desierto. Y tú también pareces un macho, ¿o no?

Lo dijo con tal tono de superioridad que a Heinrich le entraron ganas de torcerle el cuello. «¿Qué me importan a mí los nombres? íncubos, súcubos, brujas… Como vosotras tres», estuvo a punto de decir, pero la voz se le quedó en la garganta.

La vieja que estaba a su izquierda se le acercó, apuntándole con el dedo índice sentencioso.

—Brujas, como nosotras tres —dijo con voz estridente, como si le hubiera leído el pensamiento—. A tus órdenes, para revelarte el futuro —y cerró los ojos legañosos.

Heinrich dudó, preguntándose si no estaría todavía sumergido en un sueño oscuro. Quizás era la penumbra que reinaba en la gruta lo que le proporcionaba la inseguridad de no saber si lo que veía y escuchaba pertenecía a la esfera de lo real o a otras dimensiones.

—Me gustaría saber cuándo podré salir de estas catacumbas —preguntó titubeante, y también su voz le pareció carente de cualquier sonido, casi sofocada por el eco sordo de la caverna. «Y aunque estuviera soñando, ¿qué perdería?»—. ¿No podéis indicarme el camino para salir de aquí?

—Adelante, espíritu del mal —gritó la primera vieja, haciendo que se sobresaltara—. Decidme qué está a punto de ocurrir.

—Adelante —dijeron las otras dos. Parecía que se estuvieran riendo de Heinrich.

La arpía que había hablado en primer lugar sacó de uno de los pliegues de su asquerosa capa una cajita de metal, hizo saltar la cerradura y extrajo un pellizco de polvos oscuros. Después, sujetándolo entre los dedos pulgar e índice, recitó una fórmula incomprensible y, cuando terminó, dejó caer en el barreño los polvitos. Una llamarada de un color rojo sangre se levantó desde el fondo del barreño, reflejando durante unos instantes la luz espectral sobre las mejillas demacradas de las tres viejas, que parecieron repentinamente salpicarse de sangre. Una fina nube de humo escapó hacía arriba. Un tufo dulzón, perfumado de almendras. Desde uno de los túneles, se escuchó, quién sabe lo lejos que estaba, un extraño lamento, como si se tratara de un animal agonizante.

De todas formas, una cosa era cierta para Heinrich: que nunca como en aquel momento imágenes, sonidos y olores se habían grabado en él con tanta fuerza.

—Sangre —repitieron a coro las viejas, extendiendo las manos hacia el joven.

Heinrich dio un paso hacia atrás y tuvo ganas de gritar, de romper aquella lúgubre atmósfera, quizás con una risotada. «Están utilizando unos trucos horribles. Brujas de feria, eso es lo que son. Tengo una sed tremenda. Si pudiera beber. Un cuenco de agua fresca acabaría también con el fragor de los pensamientos que invaden mi mente…»

En ese momento, las cabezas de las tres viejas se estaban transformando. La lengua de la primera bruja le salió por la boca y se alargó como una serpiente flotando en el aire. Los ojos de la segunda se hincharon como brillantes globos de fuego, recordándole el resplandor maléfico del monstruo con el que había soñado. La tercera se cubrió de escamas azules.

«Me quieren asustar, pero no lo conseguirán.» Y sin embargo, Heinrich sentía el cuerpo pesado y entorpecido por el miedo, incapaz de hacer el más mínimo gesto, mientras un escalofrío helado le recorría toda la espina dorsal. La cabeza le daba vueltas, le parecía que el suelo de la gruta se estaba inclinando. Heinrich se agarró a la mesa: tenía la sensación de que el mundo estaba volviéndose del revés. «¿Pero dónde me estoy perdiendo?»

Se despertó entre los brazos de Sebastian: el jorobado le sujetaba la cabeza y le estaba haciendo beber medio vaso de un licor acre. Esto sirvió para que se reanimara un poco el joven, que miró a su alrededor con ojos asustados.

—¿Qué bromas nos gastas, suizo? —sonrió el jorobado—. Muévete y ponte en pie, que la cena está lista.

Y lo levantó con movimientos bruscos, mientras con un par de manazas fingía sacudirle el vestido arrugado y polvoriento. Casi arrastrándolo, le empujó por una de las galerías llenas de humo.

XXXVII. YACENTE EN LA CAMA

Trieste, junio de 1768

Y
ACENTE EN LA CAMA, DON GAETAN BAEBIN, PÁRROCO de ***, habiendo realizado el juramento de decir la verdad, interrogado desde cuándo se encuentra enfermo y por qué motivo, responde:

—Me encuentro en esta cama como consecuencia de un susto terrible que tiene que ver con hechos muy graves, de los que soy testigo, que ocurrieron hace ahora tres días, más o menos.

Interrogado por su edad, ejercicio y residencia, responde:

—Tengo cincuenta y dos años, soy párroco de la parroquia donde vivo.

Y diciéndosele que en verdad narre todo lo acaecido con todo detalle, responde:

—Me encontraba el sábado pasado dando mi habitual paseo nocturno, que, según el principio
mens sana in corpore sano
, suelo realizar cotidianamente en la estación en la que los días son más largos y más templados. Me había sentado bajo un pino de amplia copa para leer y descansar. Me demoraba más allá de la hora acostumbrada, porque la brisa era dulce y el golfo de Trieste resplandecía al atardecer con una luz incomparable, cuando de repente el eco de un largo y desgarrador grito infantil resonó por todo el pinar. Un doloroso grito de terror que me hizo levantarme de un salto, muy nervioso y alterado. Luego vino el silencio. Intenté tranquilizarme, me dije incluso que un grito en el momento del crepúsculo produce impresiones más profundas. De todos modos, preso de una extraña inquietud, decidí volver lo antes posible a mi alojamiento, donde me esperaban para cenar.

»Cogí un atajo, que bajaba por un sendero de arbustos de diferentes alturas. De repente, tras un giro del camino, me topé con una humareda densa, que el viento traía hacia mí, con un misterioso olor a incienso y a carne a la brasa. Me detuve de inmediato. El humo acre me quemaba los ojos, pero de todos modos pude distinguir, en un pequeño claro, una hoguera de madera verde, rodeada por un grupo de hombrecitos andrajosos, que por su estatura me parecieron enanos y que bailaban frenéticamente alrededor de las llamas alzando unas velas de pez negra. Sentí inmediatamente un agudo escalofrío y, escondido tras un enorme tronco muerto y vacío, me quedé observando, como si estuviera atontado.

»Los gritos de los enanos llegaron a alcanzar una fuerza impresionante, me atrevería a decir que demoniaca. Pero lo que me heló la sangre fue el darme cuenta de que lo que ardía en la hoguera eran restos humanos. Un ccuerpo pequeño, sin lugar a dudas, quizás de uno de los enanos. Pero más tarde, aquella misma noche, meditando sobre lo ocurrido y volviendo a recordar el terrible grito infantil de unas horas antes, comenzó especular con la hipótesis de que el cadáver fuera el de un niño.

»Uno de los allí presentes, que era llevado a caballo sobre los hombros de otro, parecía oficiar el horrible ritual. Le escuché recitar en voz alta: "Yo quemo aquí el corazón, el cuerpo, el alma, la sangre, el entendimiento, el movimiento, el espíritu del hombre abominable del que queremos la muerte". Luego agitó los brazos: "Que no pueda encontrar descanso ni la médula de sus huesos. Que no pueda hablar, ni montar a caballo, ni beber, ni comer. Por la tierra, por el fuego y por Saturno, nuestro padre". Los enanos entonces empezaron a girar cada vez más deprisa, cantando una zarabanda bestial: "¡Por tres veces te lo ordeno!".

»Me santigüé y no sé qué es lo que me impidió gritar, y todavía tiemblo cuando pienso en lo que me podría haber ocurrido, si alguno de ellos hubiera descubierto mi escondite.

»No hablé con nadie, salvo una carta que envíe a Monseñor, el Arzobispo, para denunciar los hechos, pero desde aquella noche yazco enfermo con pesadillas y dolores en el alma y en el cuerpo, y a pesar de que han pasado tres días, sigo viendo ante mis ojos la misma escena, como si siguiera viva. Ayer por la tarde tuve fuerzas para salir al huerto, y de repente observé detrás de la reja las figuras de unos niños. Pensé que se trataba de unos mendigos que pedían limosna. Acercándome, me di cuenta de que en realidad eran dos enanos. Viendo la bolsa que apoyaron junto a la cancela, deduje que eran vendedores ambulantes que venían a vender baratijas.

»"Lo siento —dije cortando por lo sano—, pero no necesito nada." Y ellos, como respuesta, comenzaron a mirarme de una forma terrible. Lancé un grito, me desmayé y los sirvientes salieron corriendo y me llevaron hasta la cama.

»Más tarde, bien entrada la noche, me despertó un gran ruido que no podía percibir si venía de la ventana o del piso de abajo. Por los estruendos sucesivos pensé que algún extraño había entrado en la casa. Comencé a gritar, pero inútilmente, ya que siendo tan tarde, los sirvientes no me podían oír. De repente, alguien comenzó a aporrear la puerta y a gritar al mismo tiempo: "¡Cuidado, párroco, quien habla demasiado muere!". Y así estuvieron casi una hora, entre improperios, blasfemias bestiales y amenazas. De repente, se marcharon tal y como habían llegado. Y por los ladridos de los perros entendí que se encaminaban hacia la región de Montecucco, desde donde luego se pasa a Trieste y más allá.

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