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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

La secta de las catacumbas (17 page)

BOOK: La secta de las catacumbas
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Se le acercó un hombre pelirrojo y de largas orejas, con el pecho al descubierto, tan peludo que parecía un mono. Tiraba de una gran caja de madera apoyada en un carrito con ruedas. Esperó un gesto de Sebastian, y luego miró a Heinrich con expresión melancólica, como si no estuviera seguro de que el prisionero fuera verdaderamente digno de contemplar su tesoro.

Cuando Sebastian hizo una señal de asentimiento, el hombre de las orejas largas abrió la caja. Dentro se hallaba un artilugio metálico lacado en negro y oro, con dos puertecillas correderas, a través de cuales introdujo cuidadosamente una lámpara de aceite. A continuación metió por una ventanilla horizontal una lámina de cristal pintado que había tomado de una cesta que colgaba del carrito.

Heinrich, hechizado, miraba el abrir y cerrar de las puertecillas y el rayo de luz que provenía del interior. Oyó el misterioso chisporroteo producido por el metal mientras se dilataba por el calor. En la bóveda de la gruta se animaron misteriosamente bosques alpinos azotados por una tormenta de nieve, un sendero accidentado por donde corría una diligencia, destellos de una noche veneciana, el amarillo de las túnicas de los condenados por el tribunal de la Inquisición… El joven aguantó la respiración, presa de una emoción incontenible, no sólo por la fantasmagoría de las imágenes, sino sobre todo por la escena absurda que se desarrollaba a su alrededor: porque en aquella catacumba, increíblemente decorada como si fuera un teatro, un pueblo de enanos y lisiados se había acomodado en los sillones a su alrededor y aplaudía con guiños de asombro el espectáculo ofrecido por el Linternero. «No sé si es verdad lo que veo o si estoy soñando. Claro que, si se trata de un sueño, jamás había tenido ninguno tan raro.»

Lo que le turbaba todavía más era el hecho de que el hombre con el turbante, cuya imagen en aquel momento estaba siendo proyectada en la bóveda de piedra caliza —ataviado con una bata, inclinado sobre libros abiertos y cartapacios, que se podían imaginar polvorientos—, tenía sin lugar a dudas la expresión desencantada del rostro de Johann Joachim Winckelmann, exactamente como Heinrich lo había visto representado en algunas ocasiones en los cuadros del gran Mengs.

Le habría gustado pedir explicaciones a Sebastian que, en cambio, estaba distraído con algo que ocurría en una de las galerías laterales: gente corriendo, exclamaciones de alegría, y de repente un nerviosismo que sacudió a todos los allí presentes.

—¡Ya llega! ¡Te lo dije, suizo! —le gritó en los oídos Sebastian, mientras corría como todos los mendigos hacia la salida de la galería principal.

—¿Quién? —preguntó Heinrich, pero nadie le hizo caso. «¿Para qué dignarse en responder a mis preguntas?»

El griterío se detuvo al instante, y los rostros se contuvieron en una actitud respetuosa cuando apareció el grupo de los Bastoneros, armados con escopetas y pistolas, seguidos por cuatro negritos con trajes blancos que llevaban a hombros un canapé revestido de brocado rosa. Por último, venía un personaje cubierto con velo en un resplandeciente traje de ceremonia. El tipo en cuestión avanzó hacia Heinrich, saludando mientras tanto a la multitud de los pordioseros que se inclinaban a su paso. Llevaba una capa de terciopelo rojo bordada con encajes negros, sobre un traje de color violeta con pasamanerías doradas, una espada en un costado, pesada y corta, y en la cabeza un tricornio gris del que colgaba un velo de luto que le cubría el rostro. El joven intuyó que tenía que tratarse de alguien con funciones de mando sobre todos ellos.

El desconocido se acomodó en el canapé que los cuatro sirvientes negros habían colocado entre los sillones. Con la derecha enfundada en un guante, delgada y fina, hizo el gesto de imponer silencio. Heinrich apenas se atrevía a mirarlo, preguntándose cómo debía comportarse, ya que sabía que su salvación estaba en juego.

—Este es el suizo —tomó la palabra Sebastian, indicando a Heinrich—. Sostiene que ha bajado hasta aquí por razones artísticas, dice que estudia para ser pintor… —dijo entre risas.

—Es un placer conoceros —dijo el desconocido, levantando el velo: mostró un hermoso rostro de joven mujer, con el pelo clarísimo, rubio cenizo, muy corto.

Heinrich se quedó con la boca abierta. ¿Entonces, esa era la Comendadora?

—Pues tenéis que ser un artista bien raro para bajar a estos subterráneos… —dijo bruscamente la desconocida, vestida con trajes masculinos, mirando al prisionero de la cabeza a los pies—. Os halláis en un territorio alejado de los caminos conocidos. Generalmente se afirma que la pintura necesita luz, y aquí abajo, entre nosotros, la luz no es algo que reine en abundancia. Oscuridad tenemos mucha, en cambio, y la oscuridad para quien no conoce sus secretos puede resulta muy peligrosa…

—Y mucho más para quien va desarmado —añadió en tono amenazador un tipo feo que se encontraba tras él—. Ya veis cómo lo hacemos nosotros: con una escopeta al hombro y una pistola en la cintura. Para estar listos ante cualquier eventualidad.

—Sin desmerecer los viejos cuchillos —continuó otro, sacando un puñal de una funda colgada de la correa. Los cuatro negros parecían divertirse mucho, exhibiendo una enorme sonrisa de dientes blanquísimos.

—Venga ya, Matasiete, envaina tu puñal, y vosotros, dejad de reíros —les interrumpió la señora sonriendo—. ¿Acaso no veis que el joven suizo se ha puesto más pálido que una sábana? Es un joven sensible, nuestro artista… Sans-Peur, ¡dale de beber un poco de tu licor! —ordenó dirigiéndose a una mujer con la piel oscura, que hasta aquel momento Heinrich no había visto.

La negra, que tenía el rostro marcado con una enorme cicatriz y las orejas cortadas, dio un paso hacia adelante, sacó de su corsé un frasco plateado, desenroscó el tapón y se lo entregó al suizo que, tras mirar a su alrededor con aire asustadizo, bebió un sorbo. Muy amargo y abrasador. Tosió, casi ahogándose, mientras la muchedumbre de mendigos soltaba una risa unánime.

Entonces la Comendadora levantó la mano con autoridad.

—¡Haya paz, pueblo mío! Que venga el bien para todos y el mal a quien lo busca —y con un gesto grave, pareció bendecir a los mendigos que aplaudieron felices gritando.

—¡Larga vida a Milady!

La misteriosa señora se volvió de nuevo hacia Heinrich para preguntarle su nombre exacto, edad y lugar de nacimiento. El joven contestó aturdido, enfadándose consigo mismo por la inquietud que lo agitaba. Necesitaba toda su calma para afrontar la situación. «Ya conocía a esta mujer, aunque no recuerdo ni el nombre. Pero ¿todo esto tiene un sentido escondido?» Tartamudeó que se sentía muy cansado, porque le habían tenido atado y con los ojos vendados. Se percató también de que a Sebastian le habría gustado callarle, pero una mirada de la Comendadora lo refrenó. El gesto tranquilizó a Heinrich durante un instante. «Quizás esta mujer es un ser razonable… Me tengo que esforzar para encontrar las palabras adecuadas y conmovedoras para narrar mi angustia; y preguntarle, es más, exigir saber por qué me retienen aquí sin motivo alguno.»

—Me siento muy disgustada por lo que os lamentáis, pero seguramente estaréis de acuerdo conmigo en que cada uno tiene que considerar sus propias desgracias como si vinieran de las manos de Dios —dijo Milady sin una sonrisa, con un aire de cortesía indiferente. Apoyaba el codo sobre el cabecero del canapé, mientras su mejilla descansaba sobre la palma de la derecha enguantada. Tras ella, la luz de la linterna mágica iluminaba de tonalidades doradas el contorno de su cabeza—. Francamente esperaba encontraros por lo menos satisfecho por las historias con las que os han entretenido —añadió—. De hecho, me dicen que estáis muy interesado en conocer lo que le ha ocurrido a cierto caballero que nuestra Confraternidad ha estado vigilando durante mucho tiempo…, ¿Habéis asistido al espectáculo de nuestro linternero?

—Se ha quedado a medias, Milady —se lamentó el hombre con las orejas largas, arrodillándose en señal de respeto.

—Pues entonces que el espectáculo continúe.

XXXII. MEJOR QUE ESPERE UN POCO

Trieste, junio de 1768

M
EJOR QUE ESPERE UN POCO —PENSÓ Camillo Valle, cuando un niño vino a la posada Grande a traerle un mensaje de Winckelmann, que le quería ver enseguida en el último banco del puerto—. Que aprenda a esperar —y se dio la vuelta, bajando las escaleras con deliberada lentitud. Imaginó el enfado creciente del caballero que exigía obediencia inmediata—. Que muerda el freno de una vez por todas —se repitió de nuevo. Hacerle esperar era en este momento la única pequeña venganza que podía proporcionarse.

—¡Ese señor me ha pedido que os dijera que fuerais lo antes posible! —dijo el niño que lo miraba de abajo arriba, a los pies de la escalera. Respiraba con dificultad, era obvio que había corrido.

—¿Está nervioso? —le preguntó el joven.

—Vaya que si lo está. Me ha gritado diciendo que, si no refería al dedillo este mensaje, no me daría nada como recompensa —el niño apretaba nerviosamente el gorro de lana negra entre sus manos.

El secretario sonriendo se sacó del bolsillo una moneda.

—Esta te corresponde, de todos modos —dijo, y se la dio al niño que la cogió rápidamente, y tras un «gracias» acallado por la sorpresa, se alejó corriendo. Luego, con calma, Camillo tomó el camino del puerto.

Encontró a Winckelmann en los últimos bancos, asomado a una barandilla: muy peinado y empolvado, con el sombrero bajo el brazo, vestido elegantemente —la pechera blanca con jaretas bajo la chaqueta de seda verde—, como si viniera de un encuentro importante. A pesar de la expresión que pretendía hacer ver desenvoltura, desde lejos se apreciaba que estaba de muy mal humor.

—Hace falta tiempo para venir desde la posada hasta aquí —Camillo resopló. Mantuvo la cabeza baja, en una actitud de falsa aceptación de sus propias culpas, sin mirarlo a los ojos. Sin embargo le miró descaradamente el abdomen. Sabía que eso enfurecía al caballero, a quien molestaba esa parte de su cuerpo que se había debilitado con el paso de los años.

«Si sigue así, acabaré por parecerme a la vieja condesa De Carolis», se lamentaba a menudo, dándose pequeños golpecitos en la barriga, y envidiaba el cuerpo delgado y atlético de su joven secretario. «¿Cuál es tu secreto para no engordar?», le preguntaba a menudo con rabia.

—¿Me habéis mandado llamar? —la voz de Camillo Valle sonó tranquila, como si no hubiera ocurrido nada.

—Sí, efectivamente, he enviado a un niño…

El joven escondió su actitud contraria y bostezó, como si se sintiera aburrido. Se miró la punta de los zapatos. Hubiera preferido que la discusión se desarrollara en la posada, porque en poco tiempo anochecería y a Camillo no le gustaba el vacío desnudo e impenetrable de la noche en el golfo de Trieste. El muro oscuro de las olas que rompían contra el muelle por la tarde le provocaba una emoción indescriptible, que le nacía al romper el mar contra los obstáculos en la orilla, por la percepción de la insignificancia humana. Además se acercaba una tormenta. A lo lejos se percibía el eco sordo y quejumbroso de los truenos.

Pero el caballero no se movía. A Camillo le pareció que era uno de esos actores que en penumbra tras la escena esperan la frase que les llama para actuar ante el público.

—Me ha asombrado no verte en toda la tarde —dijo Winckelmann, estirando el cuello de su chaqueta como si le quedara demasiado estrecha—. Tenía que dictarte unas cartas…

—Me he quedado en la posada a la espera de una respuesta de vuestro amigo Vlaich, como me habíais ordenado. Pero no ha dado señales de vida. En cuanto a las cartas, podemos escribirlas después de cenar. Aunque será mejor que nos demos prisa. En la posada Grande sirven la comida dentro de muy poco. ¿Os acordáis o no de lo que dijo el tabernero ayer por la noche? —replicó el joven, dejando a un lado lo que le había tenido ocupado en las últimas horas.

El caballero lo estudió con desconfianza.

—No me cansaría nunca de mirar el mar —murmuró al final, enfurruñado, cambiando de conversación—. La monotonía de las olas es tan obsesiva… Durante todo el día no he querido tener otra ocupación que observar todos los detalles del Adriático: por la mañana, el brillo de la bruma; durante el día, el juego de las corrientes; esta noche, la proliferación de olas grises como el plomo bajo las ráfagas de viento… Y a mi imaginación le parece que el mar está dotado de vida, y que es capaz de unirnos a él de mil formas, llamando la atención con sutiles argumentos: basta un arco iris de salpicaduras, un rayo violáceo repentino. Casi me parece percibir la gran divinidad de Poseidón, que durante todo el día no ha hecho otra cosa que hacerme preguntas, esperando a que me decidiera a actuar de alguna forma …

«Jamás le oí un discurso semejante», pensó Camillo. «El caballero está bastante raro estos días. Primero, la interrupción brusca y sin motivos del viaje a Alemania; luego, las paradas en Viena y en Venecia, como si se siguiera un incomprensible itinerario de citas; y por último, la locura de esta estancia en Trieste con el pretexto de tener una cita urgentísima con un cierto Vlaich que, sin embargo, parece ilocalizable… y quién sabe si de verdad existe.» El joven se sentía incapaz de soportar por más tiempo esos tonos de voz con pretendidas interrupciones, ese aire de misterio, como si Winckelmann no fuera un estudioso con la cabeza llena de extravagancias sino el protagonista de una peligrosa aventura. O quizás era cierto que algo misterioso estaba ocurriendo, por lo menos también Camillo comenzaba a creérselo, pero era tan difícil de descifrar: las medias frases de Winckelmann, su confundida y entrecortada historia de un amigo abandonado tantos años antes en las cárceles de la Inquisición romana, por una cuestión de libros prohibidos y por una posible venganza de sus parientes, hacía que Camillo se hallara más bien inquieto, sobre todo porque estaba convencido de que el caballero no le había contado toda la verdad.»

Mientras tanto se había levantado un fuerte viento. Camillo se arrebujó en su gabán ligero y sintió ganas de mandarlo todo al diablo, incluido el caballero. Se preguntó por qué no tenía el valor de marcharse él solo a la posada Grande, dejando a aquel loco alemán con sus pensamientos. Pero no fue capaz de dar un paso en ese sentido: cualquiera que fuera la inquietud que le oprimía, el anochecer y el viento fuerte y salado proveniente del mar le suscitaban una melancólica indolencia. Durante todo el día había estado de un humor de perros. ¿Efecto del mar? Quizás, de alguna forma, Winckelmann tenía razón: el mar era un extraño elemento del paisaje capaz de revivir fábulas antiguas… O tal vez, más sencillamente, le oprimía el ocio forzado de aquella insensata parada en Trieste.

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