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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

La secta de las catacumbas (7 page)

BOOK: La secta de las catacumbas
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—Sacó del cielo a todos los santos, luego pasó a informar al mundo sobre las madres de los policías, empezando por la del capitán, y así hasta el último soldado…

—Y entonces, ¿qué ocurrió? —le preguntó el abad Malpiero que, Theodor ya se había dado cuenta desde el primer momento, era un hombre más bien malicioso.

—El jefe de los guardias titubeaba, porque tenía miedo de las maldiciones que la vieja Dorotea, encerrada en su cabaña, lanzaba contra el mundo entero. Al final consiguieron arrastrarla hasta el pueblo, pero ella, cuando llegaron ante la iglesia de San Miguel, de un salto alcanzó la entrada y se agarró a las puertas sagradas, amenazando con excomulgar a quien le rozara un dedo, con la excusa de que se encontraba así bajo la protección de la iglesia. Entonces, ante tal resistencia, el jefe de la guardia fue a preguntar al burgomaestre cómo tenía que comportarse —y aquí Katarina hizo una pausa. Adoraba alargar las historias y hacerse de rogar.

—Y el burgomaestre ¿cómo resolvió la cuestión?

—¡Dios! Como bien podéis imaginar, montó en cólera. «¡Qué me importa a mí si esa vieja grita, dice maldiciones y se agarra a las puertas de la iglesia! ¡Capturarla aunque se refugie bajo las sotanas del ilustrísimo arzobispo y se agarre a sus cojones!» Y a los guardias les tocó obedecer.

—¿Y los enanos?

—Quién sabe. Desaparecidos, volatilizados…

IX. NOTA INFORMATIVA

TOTALMENTE CONFIDENCIAL

Abbeville, julio de 1766

[Nota informativa totalmente confidencial al secretario real de Justicia.]

A
TENDIENDO A VUESTRA PETICIÓN, ENVÍO EL RESUMEN de la situación del asunto De la Barre.

El 9 de agosto del pasado año, por la mañana, un rumor recorrió la ciudad de Abbeville, habitualmente tranquila. Se contaba que la noche anterior, en la zona de Pont-Neuf, un crucifijo de madera había sido terriblemente mutilado. La efigie, no muy grande, pintada de blanco y colocada sobre el parapeto del puente del mismo nombre, aparecía lesionada en diversos puntos: tres golpes de espada o de cuchillo de caza en la pierna derecha, de más de un pulgar de ancho y tres o cuatro dedos de profundidad; bajo el corazón, a la izquierda, una puñalada que en el cuerpo de un hombre habría sido mortal y, por último, otras más leves en los brazos. Véanse las hojas que se adjuntan.

Muchos son los testimonios recogidos. Pierre Le Febvre declaró que el jueves 8 de agosto, a las once de la noche, había visto en el paseo del Pont-Neuf, a dos hombres de pequeña estatura con capotes blancos, no más altos de cinco pies. A la misma hora, una hilandera de lana, que salía de la casa de su señora, había divisado a tres jóvenes
bajitos
, según su pintoresca la declaración, y parecía que llevaban puestos capotes claros, aunque la mujer no supo decir si todos iban vestidos de la misma forma. Una declaración parecida realizó otra hilandera que había salido en ese momento a comprar tabaco en polvo para su hermano. Precisa que, de cuatro hombres que vio ella, tres llevaban un capote blanco decorado con encajes y, el último, un vestido de tela color blanquecino; los cuatro claramente enanos. Annette Landormy, mercera, en cambio, afirma que los enanos eran cinco, y que llevaban chaquetas blancas que a primera vista parecían decoradas con encajes, pero que en realidad se trataba de conchas de Santiago, como las que llevan los peregrinos que se dirigen a Compostela. Véase el expediente relativo.

El maestro de esgrima, Jean Houssaye, proporcionó una importante declaración, testificando haber sorprendido al caballero De La Barre, de dieciséis años, en compañía de un tipo de poca altura vestido de blanco —quizás con un capote— quien, una vez dentro de la sala de armas y observando un crucifijo colgado de la pared, había pedido al ya citado Houssaye que se lo vendiera. Y habiendo el maestro preguntado qué iba hacer con él, el más bajo le había contestado que lo rompería, ante lo que el caballero De La Barre se habría reído. Según el testimonio, el desconocido llevaba en una mano un libro con la tapa oscura —no lo puede identificar de otra forma— y en el cinturón un arma, que no se especifica sí era una espada o un cuchillo de caza. Léase la declaración en la hoja anexa. En cuanto al desconocido de escasa altura, personalmente presumo que se trata de un sospechoso canalla, identificado en diversas ocasiones en los puertos del norte de Francia —la descripción en grandes líneas se corresponde— e implicado en un tráfico clandestino de libros prohibidos.

Tras un cuidadoso análisis de la situación, con fecha del 1 de octubre de 1665, se ha procedido arrestando al ya nombrado, Jean-François De La Barre, para someterlo a numerosas sesiones de tortura y convencerle de que confiese su horrible crimen. La autoridad se ha visto coaccionada por muchas presiones desde encumbradas posiciones —el joven es sobrino de un Le Febvre d'Ormesson, administrador de Cayena— con objeto de conceder al prisionero las atenuantes por minoría de edad, pero puedo aseguraros que la Justicia, habiéndose encontrado en casa del anteriormente mencionado numerosos ejemplares de libros perniciosos, como el
Dictionnaire philosophique
de Voltaire, no ha dado su brazo a torcer.

Por tanto, ha sido aplicada la pena prevista por blasfemia: los labios, superior e inferior, le han sido mutilados con tijeras al rojo vivo, así como la lengua. Por último, ayer martes, 1 de julio de 1766, el condenado fue conducido a la plaza pública donde, entre los aplausos de la población, le cortaron la cabeza. Después, el cadáver decapitado, junto con los ejemplares de los libros prohibidos, fueron colocados donde un ejecutor les prendió fuego. Las llamas han durado hasta las tres de la tarde.

En cuanto a los
bajitos
del capote, nadie ha vuelto a verlos por estos parajes. Espero, por tanto, vuestras instrucciones, tanto si se debe considerar la investigación concluida como si no.

Humildemente, siempre a vuestras órdenes.

S. Courbet, inspector real del comercio de libros.

X. CAMILLO VALLE OBSERVABA

Camino a Múnich, abril de 1768

C
amillo Valle observaba la ruidosa pandilla sentada alrededor de la mesa en la posada del Tejón: todos reían, incluido el caballero, provocando a Katarina. Al cabo de un rato aquel insoportable doctor Albrecht empezó a discutir sobre las milagrosas propiedades de un extraño fruto traído de las Indias occidentales: un producto sospechoso llamado
tomate
, rojo con semillas amarillas, de misteriosas virtudes. «Tonterías, modas pasajeras. ¿Cómo se puede fiar alguien de esas mercancías extranjeras?», pensaba Camillo rascándose la barbilla. «Como mucho solo valdrá para los cerdos, y eso si los cerdos no se mueren…» Y ya la tabernera había empezado a contarle al grupo algo acerca de una curación milagrosa ocurrida en su juventud, gracias a quién sabe qué baya del bosque.

Mientras tanto el caballero se dirigió al tabernero, pidiéndole que le trajera las pastillas para el dolor de estómago que había dejado en su equipaje.

—Voy enseguida —contestó en voz baja y subió a regañadientes a la planta de arriba.

Cuando regresó le sorprendió verle hablando con el mendigo jorobado, que poco antes había estado tocando la vihuela. «Un tipo tranquilo —según el tabernero, a quien le habían pedido información por cuenta del caballero—, como el desdentado que le acompañaba. Al parecer, el tabernero aseguró que había examinado cuidadosamente la licencia de mendicidad que ambos llevaban colgada del cuello, y el sello estaba en regla. De todos modos, Camillo no tenía claro quién de ellos había invitado al vagabundo a hablar, quizás ese Moira, el impresor veronés, al que le parecía haber visto hablar con los dos mendigos antes de cenar.

La tabernera sirvió licor de enebro en pequeñas tazas y se sentó junto a su marido, cerca del fuego, mientras atendía a la historia del mendigo. Había que reconocer que aquel tipo sabía contarla muy bien, casi como si se tratara de un libro impreso. La historia que había sacado a la luz era una de esas teñidas de oscuridad: dos amigos íntimos que comerciaban con libros prohibidos, pero que habían sido descubiertos en la frontera. Uno de ellos había conseguido salvarse, y el otro en cambio había sido arrestado y torturado, y acabaron sacándole los ojos y colgándole luego en la horca.

—El que se salvó construyó con los beneficios del delito una bonita casa en el campo, y allí que se fue a vivir como un señor, con todas las comodidades. Era estimado por todos e incluso los príncipes lo invitaban a sus castillos… Y de repente ocurrió que, en una de esas veladas del mes de abril, cuando los bancos de niebla comienzan a cubrir los campos que durante el día han estado bajo el sol, por uno de las veredas del jardín de su casa apareció un hombre misterioso. Los sirvientes salieron al encuentro del recién llegado. La neblina de la noche impedía reconocerlo con total seguridad, pero su aspecto no ofrecía muchas dudas: el hombre tenía el rostro cubierto de sangre, los ojos le colgaban de las cuencas y llevaba un trozo de soga atado al cuello. Sin embargo, cuando trataron de acercarse a él, el hombre desapareció en el aire, cual si fuera un fantasma.

Se hizo el silencio en la sala, como si las palabras del mendigo hubieran despertado un sentimiento de inquietud en los presentes: incluso en el propio Camillo, que movió la cabeza reconociendo que era algo completamente ilógico e insensato, pero que al mismo tiempo se santiguó para alejar los peligros.

—¿Y también el señor… vamos el que, como habéis dicho vos, se había salvado… lo vio? —preguntó el caballero Winckelmann muy pálido, inclinándose hacia el mendigo.

El jorobado tosió como si estuviera pensando en otra cosa.

—No, los sirvientes no le contaron inmediatamente lo ocurrido —continuó—. Corrieron las cortinas, de forma que el señor pasara la velada tranquilo, jugando una partida de ajedrez con su secretario. Fue entonces cuando se oyeron tras las cortinas unos leves golpecitos, muy leves, contra el cristal de una de las ventanas. En aquel momento, los criados que estaban sirviendo algo de beber se detuvieron. Inmóviles. Como si estuvieran oyendo… «¿Qué es ese ruido?», preguntó distraídamente el señor, absorto en la jugada que se disponía a realizar. «Seguro que es una polilla, es la época», dijeron los sirvientes asustados, y se retiraron temblando. Pero poco después se oyeron de nuevo los golpecitos contra el cristal…

—¿Y entonces? —preguntó Winckelmann con la voz alterada. Que un caballero acostumbrado a otros ambientes más sofisticados se interesara por las historias de un mendigo, dejaba a Camillo de piedra. «Ah, y ahora esto… uno no termina nunca de aprender», pensó.

—Parecía que alguien estaba llamando al cristal. Entonces el señor se levantó y acercándose a la ventana descorrió la cortina. Cuando vio aquella misteriosa figura, emitió un ¡oh! lleno de horror y dijo un nombre… Al acercarse, el secretario advirtió que la frente de su señor se había cubierto de gotitas de sudor, y que movía los labios como intentando hablar, pero las palabras no le salían de la boca, como si se estuviera ahogando… «¡No, no! ¡Eso no! —empezó a gritar por fin—. No me iré contigo. Quítame las manos de encima… están calientes como las garras del infierno. ¡Me haces daño!», y se retorcía como si quisiera soltarse…

Fue Camillo el primero en darse cuenta de que el rostro del caballero Winckelmann estaba blanco como la cera. Saltó de su taburete y lo sujetó.

XI. UN PLATO DE PASTA

Roma, enero de 1772

U
N PLATO DE PASTA… SE LO HABÍAN PROMETIDO y, suspirando, Heinrich se puso de pie y se sujetó los brazos para desentumecerse. Le hubiera gustado ajustarse la venda, pero no se atrevió. Permaneció firme con el rostro vuelto hacia el lugar donde le habían dicho que estaban preparando una mesa para que pudiera sentarse y comer.

—De todos modos —dijo el enano Jacobus, que le había cogido de la mano para llevarle—, lo que no conseguiré entender nunca es qué profesión tenía aquel caballero y las personas que estaban a su alrededor. Sebastian cuenta que hablaban con palabras entrecortadas y hojeaban un libro de dibujos de hombres desnudos.

—Estatuas… Él trabajaba con estatuas —explicó.

—¿Cómo es posible que un caballero sea un cincelador? —preguntó el enano.

—Pero, ¿qué dices? ¿Qué tienes en la cabeza? ¡Un cincelador! —a Heinrich le entraron ganas de reírse de la ignorancia de Jacobus—. Las estatuas las hicieron otros, en piedra, en bronce… Él simplemente las buscaba y las estudiaba.

El aire, algo cargado, olía ligeramente a humedad. En la oscuridad en que se hallaba sumido, a Heinrich le pareció que sus recuerdos tenían una lucidez de la que hasta entonces no se había percatado.

—No he entendido nunca para qué sirven las estatuas, excepto las de los santos que se llevan en procesión —soltó Jacobus.

Ante aquella tontería hasta el ciego soltó una carcajada.

—A ver, Jacobus, a nadie le gusta morirse. Es un destino que nos aguarda a todos los hombres, querido amigo, pero los ricos no soportan ser olvidados por quienes les sobreviven, así que se hacen retratos en piedra que duren para siempre…

A Heinrich le hubiera gustado añadir algo más, pero se daba cuenta de que habría sido difícil explicar algunos elevados conceptos artísticos a las mentes sencillas de la gente de la Confraternidad, porque excluyendo a Tomaso —que parecía poseer cierta cultura—, los demás eran algo patanes. «La verdad es que siento curiosidad por este viejo ciego. ¿Cómo habrá acabado aquí? ¿Qué vida llevaba antes de perder la vista? Y, sobre todo, ¿cómo puede, después de tantos años viviendo en la oscuridad, hablar con tanta lucidez? Yo mismo me siento ya aturdido, y no llevo en esta oscuridad más que una pocas horas… Entre esta hambre tremenda y este frío, me cuesta trabajo concluir el razonamiento más sencillo. Muevo los pies para calentarme, mientras espero que Sebastian vuelva y me traiga, como ha prometido, el dichoso plato de pasta. Vaya, no consigo entrar en calor. No dejo de lamentarme y sufrir, y lo que me gustaría es estar en una cama de plumas sin pasar frío…» Además, corría un airecillo gélido.

«Ah, por fin, un ruido de pasos. Ahí está Sebastian que vuelve.» Alguien le puso entre las manos un plato templado. Un verdadero placer… Con los dedos, comió a pequeños bocados, para que aquella delicia le durara más tiempo.

—Cuando estuve en la cárcel —refunfuñó Tomaso—, como comida nos traían solo una taza de agua sucia y pan enmohecido. Tenía que golpear un par de veces mi rebanada contra la pared para que se cayeran los gusanos que había dentro. Mi compañero de celda me tomaba el pelo, y decía que las larvas daban al pan gusto a longaniza… Me refiero a las cárceles de Minerva. Pero aquellos tiempos pasaron, y ahora aquí me cuidan. Aprende, suizo: la rueda de la fortuna está siempre en movimiento.

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