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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

La secta de las catacumbas (3 page)

BOOK: La secta de las catacumbas
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Mientras tanto la nieve no dejaba de caer. El abad Malpiero, acomodado junto a Camillo, bajó una cortinilla para resguardarse: el interior del coche se llenó de una penumbra pálida y verdosa. En la semioscuridad, también los otros compañeros de viaje, el médico y el impresor de libros, parecían cansados y deseosos de llegar lo antes posible a la siguiente posta. Menos mal que el camino volvía a allanarse. Sacó del bolsillo el reloj, un antiguo recuerdo de familia, tan grande como un nabo. Lo consultó y frunció el entrecejo. Solo eran las cuatro de la tarde.

Johann Joachim se quedó dormido milagrosamente durante unos diez minutos. Cuando se despertó, no abrió de repente los ojos, sino que permaneció un rato con los párpados semicerrados, disfrutando de la conversación de los demás bajo la apariencia del sueño: hablaban de libros, y el abad Malpiero, como siempre, en pleno discurso, de vez en cuando cogía la mano de Camillo y la sujetaba entre las suyas. Durante el viaje había notado ya en más de una ocasión cómo aquel hombre intentaba siempre sentarse cerca de Camillo, de forma que los frecuentes saltos del vehículo hicieran que sus rodillas rozaran las del joven. «Ah, sí, Camillo, con su corona de rizos negros y su atractiva sonrisa, aún sabía cómo despertar el deseo en alguien», suspiró Johann Joachim sintiéndose agitado; o quizás lo que le molestaba era la insolencia del pequeño abad, tan diminuto y delgado, casi con los hombros encorvados, pero con una voz que sabía enardecer. Envidió a ambos la auténtica pasión latina con la que porfiaban en la conversación. Él, en cambio, no sabía ir más allá de una simple amabilidad fría y formal con los conocidos, tanto que una vez había escuchado a Camillo describirlo con estas palabras: «El caballero Winckelmann, cuando sonríe, lo hace sólo con las comisuras de los labios.» Qué extraño: Johann Joachim era famoso, estimado, las cortes de Europa se lo disputaban y, sin embargo, a veces sentía una extraña forma de soledad. Ni la pasión por el arte, ni los placeres de la vida mundana, ni los desenfrenos de sus jóvenes amantes, habían dulcificado esa sensación. Pasó revista a la gente que conocía: centenares de hombres y mujeres, sombras que durante unas pocas horas o temporadas enteras se habían deslizado por el curso de su vida, pero poquísimas personas a quienes poder hablar o escribir sinceramente con el corazón en la mano: el cantante Domenico Annibali, el pintor Raphael Mengs, la bella Margherita, que era su mujer… Pensó con un escalofrío en la tremenda sensación de vacío que, de vez en cuando, notaba abrirse en el fondo de su alma, en el límite entre el día y la noche, pero inmediatamente sacudió los hombros. Era un pensamiento ridículo, casi estúpido, una debilidad ante la que no podía ceder: es más, tenía que aferrarse a los éxitos cosechados.

Los otros viajeros se habían entusiasmado tanto con la discusión que nadie se había dado cuenta de que Johann Joachim se había despertado. Hablaban de una representación del
Sueño de una noche de verano
, que Moira, el impresor que se había subido a la carroza en Verona, no dejaba de elogiar.

—Y no hay que olvidarse de la enseñanza tan profunda que encierra el tema de la ceguera de Titania…

Johann Joachim se acordó de la voz de su amigo Domenico Annibali, un virtuoso que había conocido treinta años antes en la corte de Dresde, y que luego, al encontrárselo de nuevo en Roma, lo había iniciado en las perversas delicias de los cantantes castrados del teatro Alibert. Había sido él quien le había confesado, como si se tratara de un vergonzante pecado, que había cantado en el Convent Garden de Londres precisamente una obra de Henry Purcell,
The Fairy Queen
, inspirada en la comedia de Shakespeare: una historia de hadas y elfos que de ninguna manera podría tener éxito en otra corte europea: tanto era así que en Roma nadie se atrevió a representarla en público. No obstante tenía que admitir que la interpretación de su amigo en aquella ópera
maldita
—mientras cantaba el papel de Phoebus para un seleccionado grupo de aficionados, en el salón privado de la princesa Borghese— le había causado un oscuro escalofrío de placer.

—Bueno, yo tengo algunas dudas de las enseñanzas provenientes del teatro moderno —tosió el abad—. Tened en cuenta que no discuto el profundo valor catártico de la tragedia, como ya el gran Aristóteles nos enseñó, con la representación de esas pasiones tan humanas de los antiguos. Pero iría con cautela respecto al entusiasmarse con una comedia de hadas descarriadas y comicastros zarrapastrosos. Demasiados misterios… ¿Qué verdad se podría obtener de su puesta en escena?

«Buena pregunta, esta.»

En este preciso momento Johann Joachim ya no pudo seguir fingiendo que dormía. Se aclaró la garganta, se inclinó hacia adelante y dirigiéndose a Moira preguntó:

—¿Puedo permitirme igualmente discrepar?

El viejo impresor, si se había sorprendido por su repentino despertar, no lo hizo patente.

—¿Queréis explicaros mejor, caballero Winckelmann? —preguntó, inclinando sus gafas para analizarlo en detalle, con una extraña intensidad de expresión. El cabello canoso le creaba una singular aureola alrededor del rostro.

—En relación con el juicio expresado por vos hace poco, sobre esa terrible obra shakesperiana… Me pregunto y digo, ¿cómo se pueden admirar, en una época de Luces como la nuestra, esas fealdades llenas de almas retorcidas, de fatalismos y reverencias a las fuerzas misteriosas de lo oculto? El mundo está cansado de fantasmas que aparecen de repente aspirando a una expiación, de locos vagabundos que predicen el futuro, de brujas y de maldiciones que aplastan a quienes las sufren. Las oscuridades de las mitologías nórdicas ya tuvieron su momento.

El abad Malpiero intervino maliciosamente con una pequeña sonrisa.

—Menos mal que el caballero Winckelmann juega a mezclar las sombras del norte con las luces solares de los antiguos griegos…

—Vos habláis con prejuicios, consecuencia de vuestros intereses —se quejó el impresor, dirigiéndose al estudioso alemán—. ¡No vale! —pero lo dijo en broma, como si no quisiera sacar a relucir la contrariedad que le había causado la intervención de Winckelmann.

—¿Y qué es lo que vale entonces? —inquirió Johann Joachim, acaso resentido. Había dedicado toda su vida a sacar a la luz los tesoros escondidos de Paestum y de Pompeya, mimando y estudiando colecciones antiguas. Juntó sus manos, y sintió de forma más ostensible, casi con una ligera sensación de vértigo, el cansancio de un viaje tan fatigoso.

Volvió a su mente la lejana velada en el salón de la princesa Borghese, con Domenico que cantaba una selección de arias de
The Fairy Queen
: la oleada impetuosa de la melodía que le acariciaba la frente cansada, haciendo desaparecer con suavidad cualquier dolor, cualquier inquietud… La fábula de Titania, abrazada apasionadamente por su amante asno, le hizo recordar una cabeza de Medusa que pudo observar con detalle en una galería de Florencia: horrible y fascinante al mismo tiempo, una belleza creada con el veneno de las profundidades infernales… Con todas sus fuerzas intentó borrar de su memoria la sugestión por aquella imagen. «¿Por qué no quieres pensar en la tremenda oscuridad que experimentaste cuando la tuviste entre tus manos?» Sintió una extraña sensación de angustia, como si buscara una palabra olvidada. Y en el vacío mental que le invadió, sin querer, fue asaltado por el desagradable recuerdo de una horrible imagen de fealdad que unas horas antes le había impresionado, cuando una insólita banda de mendigos con pelambreras sucias y enredadas le había rodeado con gritos de animales en la posada, donde se habían detenido para almorzar. Es verdad que los quince años pasados en Roma lo habían acostumbrado al espectáculo de la exhibición de tullidos y andrajosos delante de las iglesias, y por boca del hermano de Camillo, que era jefe de la guardia en el enorme presidio del Ponte Sisto, a menudo había escuchado los relatos más feroces sobre la mendicidad… Pero los pordioseros de unas horas antes tenían algo especialmente inquietante, sobre todo por la extraña presencia entre ellos de un enano subido a los hombros de un tipo con el rostro desfigurado que parecía un verdadero
homo selvaticus
: un enano pálido y sin edad, vestido de luto, que le había lanzado una sonrisa ambigua y repugnante, con un sarcástico:

—Beso sus manos, que vuestra señoría pueda volver sobre sus pasos para recoger la flor del arrepentimiento antes de que sea demasiado tarde. Las mayúsculas de los libros hablan demasiado…

«Seguro que se trata de un loco. La locura y la repugnancia personificadas, la feroz mirada típica de los alcohólicos…» Pero lo que más le estremeció fue que de repente los pordioseros se habían puesto a cantar a coro el aria principal del
Miserere
de Allegri. Si pensaba de nuevo en ello, volvía a sentirse turbado.

III. EL MUNDO HABÍA QUEDADO REDUCIDO A VOCES

Roma, enero de 1772

EL MUNDO HABÍA QUEDADO REDUCIDO A VOCES.

C
Cuánto falta, Jacobus, para la hora de la cena? —le preguntó Heinrich, moviendo la mano para buscar el reloj en el bolsillo, aunque hacía tiempo que los mendigos se lo habían quitado y, además, tampoco hubiera podido verlo por culpa de la estrecha venda que le tapaba los ojos.

—No lo sé, señorito. La piedra caliza está cambiando de color, pero parece claro que todavía no ha llegado el atardecer —respondió tosiendo el enano.

Heinrich percibió que paseaba a su alrededor en silencio, batiendo los pies a causa de la humedad de aquellas galerías subterráneas que se metía en los huesos.

—Es inútil que intentes hacer hablar a Jacobus —rio Tomaso, el ciego—. Es de los que hablan poco, incluso menos que yo. Pero yo al menos tengo buenos motivos para mi silencio, porque hace muchísimos años que dejé de ver lo que tengo a mi alrededor; a veces incluso olvido los términos para designar las cosas más sencillas. He ido olvidando buena parte de las palabras que antes conocía, quizás casi la mitad. Por eso me agota hablar y mis discursos cada vez se vuelven más breves. A veces, alguien con quien estoy conversando me trae a la mente una vieja palabra, pero me cuesta imaginar lo que hay detrás. No soy un carcamal, ¿sabes?, pero tantos años de ceguera han vuelto mi memoria cada vez más incierta y vaga. ¿La piedra caliza está cambiando de color? Ya, pero eso ¿qué es lo que quiere decir? ¿Un atardecer? ¿Y quién recuerda cómo eran? Ciertas palabras que los demás usan normalmente, para mí no tienen sentido: las escucho y me encojo de hombros. Poco a poco, llegará un momento en el que me olvide de todas las palabras. Entonces, no existirá ya nada, ni dentro ni fuera de mí, y no me quedará otra cosa que morir… Pero este pensamiento no me preocupa más de lo normal: el recuerdo de mi venganza me sacia, llenando toda la oscuridad en la que me veo obligado a permanecer.

A lo lejos, en uno de los túneles, alguien tocaba tenuamente un violín. A Heinrich se le escapó de los labios una especie de sollozo al pensar que a esa hora podría estar deleitándose en la ribera del río, entre vino y atracones de cordero, disfrutando de las luces de las tabernas, y de los arabescos de oro de los palcos del teatro Alibert, por cuyas techumbres revoloteaban las musas… ¿Era posible que allá arriba, en la ciudad, la vida continuara sin que nadie hubiese advertido su desaparición? El joven suizo empezaba a entender lo que le quería decir el viejo ciego sobre su capacidad de pensar. «Es difícil aceptar la oscuridad de esta venda, sobre todo, para alguien como yo que, al ser pintor, siempre consideró que los ojos eran la fuente de todo su saber. Por ejemplo, ¿cómo estoy? Sólo puedo palparme, pero en esta oscuridad me resulta difícil entender si las sensaciones que siento son reales o no…

Así, al pie de lo cierto brota adrede

nuestra duda; y condúcenos natura
,

de loma en loma, a la suprema sede…

Se puso a recitar el ciego.

—¿Qué significa? —le preguntó Jacobus bostezando.

—Es una canción —contestó el viejo Tomaso—: canto una canción del padre Dante. Cuando estoy cansado, me complace canturrear sus versos. Es una costumbre que adquirí cuando estaba en la cárcel. Para pasar el tiempo… Porque las horas, para nosotros los ciegos, son el doble de largas.

Heinrich oyó risas de mujeres, ruido de vajilla y sillas que se movían. Quizás le traían la pasta que le habían prometido, tenía tanta hambre… ¿Desde cuándo no comía? «
Pasta
: desde la oscuridad de mi venda, bendigo esa palabra; la tengo, por decirlo de alguna manera —desde hace unas horas para mí todos los juicios son aproximativos—, cerca de la nariz y la boca. Pero la mimo, la saboreo, lentamente, se me hace la boca agua…» Se daba cuenta de que en cualquier caso se tenía que esforzar por mantenerse tranquilo y relajarse, intentando no pensar en el miedo que le oprimía por dentro.

—Oye, Jacobus —dijo para pasar el rato—, llevamos mucho tiempo esperando a la… Comendadora. Quizás no le interese ver a alguien como yo.

—¿Y por qué no debería interesarle, señorito? Le ha dicho a Sebastian que vendrá a hablar contigo, y la palabra dada es ley entre nosotros: nadie falta a ella en la Gran Confraternidad, ni siquiera Milady. De manera que si ha dicho eso, lo hará. Las palabras se las lleva el viento en el mundo de arriba, pero aquí nunca se deja de cumplir una promesa. Debéis pedirle a Tomaso que os cuente todo lo que hizo nuestra Comendadora para traer hasta Italia a aquel caballero alemán que habéis nombrado antes. ¿Verdad, Tomaso?

—Sí, la Comendadora movió mares y montañas por mí, Milady es una gran persona —dijo el viejo, con un atisbo de satisfacción en la voz—. La diligencia en que viajaba ese bastardo de Winckelmann ya había conseguido cruzar la frontera de Italia, pero Ella consiguió alcanzarla de todos modos: sus hombres la obligaron a detenerse y convencieron a ese tipo para que diera la vuelta.

—No me digáis… —Heinrich intentó mostrarse interesado para que continuara la conversación, porque la oscuridad y la espera le resultaban insoportables. Y además, aquella historia lo llenaba de curiosidad: ¿quién era aquella misteriosa mujer, la Comendadora, a la que todos llamaban Milady? ¿Y qué tenía que ver aquel grupo de pordioseros con el caballero Winckelmann? El joven suizo había oído contar muchas historias sobre la inesperada decisión de Winckelmann de regresar a Italia mientras se dirigía a Alemania para un cometido importante, pero también sobre el triste final que le había sorprendido en Trieste. De todos modos, no acababan de cuadrarle las alusiones del ciego y sus compañeros—. Debió ser un asunto bastante complicado —soltó Heinrich, para ver si caían.

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