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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

La secta de las catacumbas (4 page)

BOOK: La secta de las catacumbas
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—Puedes estar seguro de eso, señorito. Pero ten en cuenta que en ese paso de los Alpes sólo hay dos caminos practicables para una diligencia postal. Y nuestros hermanos conocen todas las posadas donde se detienen las diligencias. No podía escaparse.

—Me parece un asunto increíble.

—No pudo ser de otra forma, te lo repito —añadió el viejo—. Fuera el que fuera el camino elegido por el caballero, alguno de nosotros lo estaría vigilando. Se había preparado todo con meticulosidad: en un camino, un desprendimiento; en el otro, un árbol derribado. Créeme, los daños que se causarían a la diligencia estaban garantizados, la parada era obligada… Sin contar que por allí nevaba: incluso se puede decir que el Todopoderoso estaba de nuestra parte. Fue de esa forma como nuestro Sebastian
estableció contacto
con el caballero y le persuadió para que volviera.

Se rieron a la vez Jacobus y el ciego. Heinrich se esforzaba en comprenderlos y no lo conseguía: ¿de qué contacto hablaban los dos? ¿Y qué medidas persuasorias podían emplear aquellos pordioseros? Antes de que le pusieran la venda, había visto a ese Sebastian del que hablaba el ciego. Un repulsivo mendigo con joroba y el rostro desfigurado, como un auténtico malhechor. A Heinrich le resultaba difícil pensar que alguien como él pudiera acercarse a Winckelmann o tan solo hablarle. «Calma. Mucha calma. Tengo que seguir lúcido.»

—Claro que existía el riesgo de que él, el caballero, pudiera ignorar las palabras de Sebastian —dijo Jacobus, poniéndose serio de repente.

—Así es —refunfuñó el viejo—, era un tipo tan cobarde… Tienes que creerme, suizo: no todos los que mean en la pared son hombres. De todos modos, los poderes de persuasión de nuestra honorable Hermandad al final vencieron todas las resistencias que interpuso aquel… caballero —y salió de su boca una carcajada como un graznido.

—Ya —asintió Heinrich, tiritando. «Necesito distraerme. Me aferró con todas mis fuerzas a las imágenes del viaje de Winckelmann, y este pensamiento, la diligencia, sus compañeros de viaje, las conversaciones que seguramente se produjeron entre ellos, el accidente
provocado
por los miembros de esta misteriosa Confraternidad… y estos pensamientos de repente se convierten casi en una luz que me hace olvidar el miedo. Pero es un apoyo que no dura mucho, tras un instante caigo de nuevo en la oscuridad de mi aquí y mi ahora»—. Me preguntaba sólo cuándo estará aquí la… Comendadora —suspiró.

—Joven, ¡aprende a tener paciencia! Los caminos del mundo son largos —la voz del ciego se había reducido a un susurro—. Cree en mí porque, aunque a todos los hombres les parece grande la tierra que Nuestro Señor nos ha dado, nosotros los ciegos sabemos con certeza que carece de medidas.

—Si sigues así, me pondrás nervioso también a mí, Tomaso —le interrumpió Jacobus—. Puesto que al señorito aquí presente le resulta tan penosa la espera, ¿por qué no le cuentas detalladamente lo que le ocurrió al caballero durante aquel famoso viaje? Tiempo tenemos, de eso no hay duda.

—¿Qué opinas, señorito? ¿Te apetece escuchar todos los detalles de la historia?

—No se me ocurre nada mejor —tartamudeó Heinrich.

—Eh, querido suizo, ¿cómo dice el refrán? El milagro hace al santo. Así que, aun confiando en las palabras de Milady, al principio no creía que los hombres de su Confraternidad conseguirían identificar a ese cobarde de Winckelmann y hacer que volviera sobre sus pasos. No sabía que la Gran Hermandad era tan poderosa y que podía extender su poder fuera de Roma…

IV. CARTA CONFIDENCIAL

Saint-Firmin, diciembre de 1763

[Carta confidencial a
monsieur
De La Place]

O
S ESCRIBO CON EL ALMA ROTA COMO CONSECUENCIA de una profunda turbación. El abad Antoine-François Prévost, mi primo, de cuya elegante pluma salieron muchas novelas agradables que ciertamente vos habréis leído, murió en circunstancias misteriosas el pasado
25
de noviembre. Por lo que he podido reconstruir en estos últimos días, fue encontrado boca arriba sin señales de vida en el bosque de Chantilly, a los pies de un árbol bajo el que solía detenerse en sus paseos, mientras volvía de Saint-Firmin donde, como bien sabéis, vivía. Notad bien,
monsieur
, que nunca —subrayo
nunca
—, a pesar de sus sesenta y seis años, había manifestado anteriormente síntomas de ninguna enfermedad grave, aparte de ligeros ataques de gota.

El pobre Antoine-François yacía con las piernas ligeramente cruzadas y con un brazo flexionado sobre el pecho, según me han indicado. Y si me entretengo en estos detalles, que en un primer momento os parecerán ociosos, es por el hecho de que ciertos pormenores, que he ido descubriendo en estos últimos días, me parecen rodeados de un misterio tal que me siento en el deber de compartirlos con alguien.

Así que el pobrecillo fue llevado a Croix de Courteuil, ante el párroco del lugar que, juzgándolo muerto, mandó llamar al oficial de justicia de Chantilly, para que constatara la defunción y, a la espera de que llegara, depositó el cuerpo del desaventurado sobre un banco de la iglesia. Pasaron dos días en los que, según el párroco, los restos fueron velados por los mismos hombres que los encontraron, hasta que al tercer día el cadáver fue desvestido y colocado sobre la inmunda mesa donde la Ciencia realiza su cometido.

Una vez concluido el examen del cuerpo, el oficial de justicia firmó la partida de defunción por hemorragia cerebral, declaración también suscrita más tarde por el párroco. Después, el cadáver fue enterrado en la nave de la iglesia de los Benedictinos del priorato de Saint-Nicolás d'Acy, cerca de la puerta, entrando a la izquierda.

Así estaban para mí las cosas hasta hace una semana, cuando recibí una breve carta del cirujano que realizó la autopsia. Copio para vos la parte más importante:

En primer lugar, examiné el cadáver del abad Prévost. No había hematomas evidentes, contusiones, ni marcas de sangre; tampoco hallé señales de congestión o indicios de estrangulamiento. Los miembros estaban fríos y cianóticos.

Pero parece que de manera caprichosa la vida puede a veces ser más terrible que cualquier fantasía porque, cuando procedía la apertura del cuerpo, el primer corte de escalpelo me demostró, no sólo que el pretendido difunto ya no lo era, sino que cualquier intento de auxilio, que incluso hasta poco antes podría haberle prestado, resultaría inútil.

Nos quedamos todos helados y el oficial de justicia me hizo jurar que la noticia de tan engorroso hecho nunca saldría de las paredes de aquel edificio. Pero yo no me puedo olvidar del terrible grito del pretendido cadáver, ni del detalle de sus ojos tras la verdadera muerte: me obligaron a levantarle los párpados, y descubrí sus ojos enormemente dilatados en una expresión de monstruoso sufrimiento…

Ahora, monsieur, imaginad la escena: el largo escalpelo del cirujano penetra en la piel del desdichado pecho del abad Prévost y, descendiendo hacia abajo, dibuja un gran círculo desde la garganta hasta la parte baja del tórax; luego, volviendo hacia atrás, el instrumento fatal amplía la cicatriz trazada. Entonces ocurre un golpe de efecto espeluznante: el pecho se eleva de repente, el cirujano y los guardias ven el corazón latir a través de la apertura, horribles convulsiones zarandean el cuerpo que debía estar muerto. Mi pobre primo se despierta chillando, lanza una terrible mirada a sus carniceros y exhala un último respiro, gritando un nombre…

Como podéis suponer, la confesión del cirujano, abrumado por el remordimiento, me ha desconcertado profundamente. En la carta el hombre apunta la hipótesis de que el abad Prévost se hallara bajo los efectos de algún narcótico, como por ejemplo, el opio. Por eso mismo, he investigado con cautela en casa de madame Catherine Robín, donde mi primo vivía, pero ella misma niega que el abad Prévost se dedicara a esa clase de vicios: solo tomaba una pócima de hierbas para curar la gota que un vendedor ambulante le llevaba personalmente todas las semanas. Al principio pensé que se trataba de uno de los clásicos charlatanes que se pasean por las ferias de los pueblos vendiendo pociones, pero luego el nombre de Zagoràn —así se llamaba el vendedor ambulante, según madame Robín—, me produjo cierto desasosiego porque, además de caer en la cuenta de que ese nombre es inusual por esta zona, se corresponde exactamente con la palabra que, según el testimonio del cirujano, mi primo pronunció en su horrible y momentáneo despertar. Por desgracia, madame Robin apenas ha sabido decirme de ese hombre que era de estatura inferior a la media, prácticamente un enano, y casi desdentado; al parecer una vez acompañó a mi primo en su paseo diario por el bosque de Chantilly, y aquella misma noche, a su vuelta, el abad Prévost parecía trastornado.

Además, el párroco de Croix de Courteuil, al que puse entre la espada y la pared, no solo ha confirmado la confesión del cirujano, sino que también me ha contado que entre los hombres que llevaron el cuerpo de mi primo a la iglesia —todos peregrinos que portaban en sus capas grises la concha de Santiago—, había un par de enanos, y uno de ellos sin dientes. No sé muy bien qué pensar, monsieur, mi mente se oscurece: ¿acaso ha sido el abad Prévost víctima de un complot? Tiemblo al plantearme esta terrible hipótesis, sobre todo cuando esta mañana me ha llegado una extraña carta con amenazas en la que se me aconseja que abandone mi pequeña investigación personal… Pero el detalle más desconcertante es que la carta ha sido escrita sobre uno de esos folios de papel violeta, que mi primo había encargado hace un par de meses en la tipografía de Aumont, en la capital. Lo sé bien porque yo mismo fui al taller con el dibujo del escudo familiar.

Más no sé deciros, monsieur, y al repasar mi carta encuentro el texto más bien incoherente, por lo que tengo miedo de causaros una mala impresión. Pero me perdonaréis: no soy un escritor, simplemente narro los hechos buscando su sentido.

Espero con impaciencia vuestros consejos, os saluda humildemente.

M. el abad de Blanchelande

[Mensaje confidencial al abad de Blanchelande]

Señor, me han referido que solicitáis consejos a diestro y siniestro. Aquí tenéis uno, completamente gratuito: llorad y callad.

Firmado, La Comendadora de los Avispones

V. SE PODÍAN CONFUNDIR CON LEÑADORES

Camino a Múnich, abril de 1768

S
E PODÍAN CONFUNDIR CON LEÑADORES MIENTRAS SE afanaban con sus hachas alrededor de una enorme encina, pero solo a primera vista. Tras una mirada más atenta, el grupo mostraba una heterogeneidad inquietante. Había dos individuos robustos, de anchos hombros y gran corpulencia, junto a otro delgado con el rostro afilado y una notable joroba, así como un pequeñín con una mueca maliciosa de dientes picados y amarillentos, y otro todavía más bajo —obviamente un enano— de siniestra mirada.

Un campesino que pasaba con su carreta les dirigió una mirada curiosa y persistente. Se preguntó quiénes podían ser, y si eran suyos aquellos hermosos caballos rodados, atados con una cuerda en un claro cercano. Casi abrió la boca para preguntarlo, pero las palabras no le salieron de los labios cuando divisó a poca distancia una espigada figura, evidentemente el jefe del extraño grupo, que le provocó un escalofrío. El tipo iba bien vestido, advirtió inmediatamente el campesino: pantalones grises ajustados, botas altas de charol negro, chaqueta y gabán en otras tonalidades de gris, con una capa de piel negra que le caía de forma descuida sobre los hombros. Sin embargo, los detalles que más le inquietaron fueron un látigo, que el hombre agitaba en sus manos enguantadas, y un velo negro de luto, que le colgaba con coquetería del tricornio cubriéndole casi por entero el rostro. El campesino sintió un sudor frío cuando le vino a la mente, sin saber muy bien por qué, la imagen de un verdugo. Así que decidió aligerar el paso de su caballo, cuando le distrajo un veloz gesto del hombre del tricornio, que lanzó el látigo al enano, y el salto de este último, que lo agarró al vuelo. Un instante después el campesino caía boca abajo, con un tiro en la nuca disparado por el hombre del velo.

El jorobado, con increíble agilidad, se abalanzó sobre el carro tomando las riendas y refrenando al caballo asustado. El jefe de la misteriosa banda guardó en su cinturón una pequeña pistola con empuñadura de plata —esa arma de gran precisión que en Francia llaman
coup de poing
—, y los dos individuos más bajitos se aproximaron hasta el carro, que finalmente se detuvo al otro lado del sendero.

—¡Acertó de lleno! —silbó el desdentado que, encaramado en los varales del carro, se había inclinado sobre el cuerpo desplomado para levantarle los párpados—. Y, ¿ahora qué hacemos? —preguntó, rascándose la barbilla sin afeitar, mientras arrugaba la línea de su boca sin dientes en una expresión sarcástica. Se giró hacia el hombre del tricornio como si le preguntara: «¿De verdad era necesario?»

Como si hubiera intuido la duda del pequeñín, el jefe respondió con frialdad.

—La confianza en la discreción de los demás es un lujo que no podemos permitirnos. Tenemos que preservar un secreto que no nos pertenece.

Se sacudió los guantes negros ceñidos por dos botones de perlas y extrajo de una cajita de plata un cigarro que el enano se apresuró a encender. Sólo entonces, cuando la mano enguantada alzó el velo negro, pudo verse el rostro que hasta aquel momento había permanecido escondido: un bello rostro de mujer, enmarcado por rizos cortos de un color rubio cenizo.

Al jorobado le correspondió la labor de hacer desaparecer la carreta y el cadáver, y se alejó por un sendero que se adentraba en el bosque. Los falsos leñadores volvieron a emplearse tenazmente con sus hachas en aquel roble. La señora enmascarada levantó la voz bajo el velo.

—¡Con cuidado! ¡Es necesario proceder con cuidado! En ocasiones como esta no se consigue nada haciendo las cosas con prisa —hablaba sin rabia, calmadamente, y en sus palabras se percibía la entonación de quien no carece de cierta cultura. A pesar de que hablaba con una sonrisa, los dos gigantes le obedecieron rápidamente y siguieron dando golpes en la dirección que ella les había indicado con el látigo.

A continuación sacó del gabán un reloj de bolsillo, albergado en una caja de esmalte negro y con una inscripción de oro en el centro:
Confraternitas Abisporum
. Levantó la tapadera y miró la hora. Batió los pies con impaciencia.

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