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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

La secta de las catacumbas (6 page)

BOOK: La secta de las catacumbas
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—¿Y la boca? —preguntó con cierta insistencia.

—No demasiado grande, pero alrededor aparecían, bien marcadas, las arrugas de la angustia —resopló Sebastian.

—Fíate, suizo —le interrumpió Jacobus—. La memoria de Sebastian no falla nunca: basta con que vea a un tipo en una ocasión y no se olvida de su rostro durante toda la vida. Por eso es uno de los Avispones más apreciados.

Heinrich escuchó al ciego refunfuñando en un apagado reproche al enano. ¿Avispones? ¿Qué quería decir? ¿Y por qué el viejo Tomaso se había enfadado? ¿Quizás Jacobus había dicho algo que debía callar? Era preferible aparentar que no le había escuchado y desviar la atención, pensó Heinrich.

—Y el pelo, ¿qué peinado llevaba el caballero?

—Entrecano, en su mayor parte. Rizos grises peinados detrás de las orejas con cuidado. Sin peluca empolvada.

—¿Y no tuviste ningún problema para acercarte y hablar con él?

—Bueno, fue necesario algo de tiempo. Al principio apenas me dirigió dos palabras de agradecimiento, cuando toqué la vihuela en aquella posada alemana donde se detuvieron a dormir; luego me habló durante más tiempo cuando le conté la historia del fantasma…

El joven se esforzó en imaginar la escena, pero no lo consiguió. Quizás le distrajeron las pisadas que percibió a su alrededor, un murmullo de muchas personas. ¿Eran todos miembros de la misteriosa Confraternidad? Una multitud que no veía, pero en la que intuía una presencia muy variada, extraños olores, pero sobre todo una variedad de acentos: napolitanos, griegos, alemanes, gente de todo tipo de jaez, cuna o nación… Una Babel de la que Heinrich en ese momento habría preferido no formar parte. Se sentía agotado. Por eso imploró a Sebastian.

—Te lo ruego, sigue con tu historia…

«Necesito que al menos las palabras llenen esta oscuridad. Sin la posibilidad de usar los ojos me siento perdido: es como si mi conciencia y mi cuerpo se comunicaran con dificultad. ¿Me estaré volviendo loco?» Intentando sofocar el miedo que le oprimía la garganta, Heinrich continuó.

—Te lo suplico, Sebastian, siéntate junto a mí y descríbeme con calma tus impresiones del caballero.

El jorobado suspiró.

—Hecho. Cuando me habló, lo hizo con educación, aunque me pareció poco sincero. Se asombraba de que un mendigo supiera narrar una historia tan larga. Me alabó sonriendo y luego me preguntó quién me la había contado. Probablemente era lo que tenía que decir, pero había una modulación diferente en su voz…

—Te olvidas del asunto del secretario —le interrumpió el ciego—. Ese tipo con cara de tontorrón.

—Eh, oye, Tomaso, esta historia ya la he repetido por todas partes un montón de veces. Vamos, que estoy hasta las narices, así que si no te va mi modo de contar las cosas, acabemos inmediatamente —dijo Sebastian enojado.

—No te enfades —dijo el ciego, suspirando—. Has dicho que aquel tipo hablaba en un tono educado. Es aquí donde te equivocas. Me refería solo a eso.

—De todos modos, sonreía.

—Oh, recuerdo bien esa sonrisa: burlona, originada por un extraño juego de los músculos faciales. He olvidado muchas cosas en estos años de oscuridad, pero su rostro lo conservaré siempre en la memoria.

—Y entonces, ¿por qué no sigues contándolo tú? Yo estaba en la posada del Tejón. Yo, junto al Desdentado —resopló Sebastian. Por un instante, Heinrich temió que el jorobado dejara la historia a medias, pero a continuación le oyó seguir—. De todos modos, el caballero era aparentemente educado. Toqué la vihuela, como me ordenó la Comendadora, aquella música que Tomaso me había enseñado —y Sebastian se puso a canturrear con sordina el aria del
Miserere
de Allegri, con alguna que otra nota desentonada, pero claramente reconocible—. En ese momento el alemán levantó la cabeza y me miró de arriba abajo, como si me examinara: luego me ofreció una moneda. «¡Por favor, en el sombrero», le dije. Entonces el caballero dejó la moneda en el sombrero que había a mis pies, yo le saludé y me dirigí hacia la esquina de la chimenea, al lado del tabernero que nos había permitido a mí y al Desdentado que entráramos y nos acomodáramos en el calorcito. Una moneda de plata… Piensa, señorito: eso se llama suerte.

«Más que educado, si Winckelmann te dio dinero por tu canto, que es patético, eso significa que estaba atontado», pensó Heinrich. Pero naturalmente conservó este pensamiento para sí mismo. Antes, en la época en la que Winckelmann y él se habían carteado, porque Heinrich traducía al inglés uno de sus libros, el caballero le describió el derroche del
Miserere
del Viernes Santo: «Mi querido amigo, no hay un espectáculo que se equipare a los espléndidos palcos de la Capilla Sixtina, drapeados de terciopelo y oro, los vistosos colores de los uniformes de los guardias suizos, las capas violetas de los cardenales, las filas de sacerdotes que forman el séquito y, mientras resuenan las trompetas, las voces de los cantores castrados que parecen humanas: verdaderas voces de ángeles». «La oscuridad de esta venda está acabando conmigo. ¿Hubo luz alguna vez? Me cuesta trabajo pensar, no consigo ni siquiera percibir la consistencia de mi cuerpo, cada imagen que cruza mi mente me produce el efecto de una cascara vacía. Siento el cerebro completamente inactivo…» Iba palpando con los dedos la pared de piedra caliza sobre la que estaba apoyado: era resbaladiza y fría. La humedad le penetró hasta los huesos como una espina.

Se distrajo, y perdió alguna que otra frase de la historia que Sebastian se disponía a concluir.

—Y para conmoverlo, le solté la historia lacrimógena de que me acababa de recuperar de una gravísima enfermedad en las piernas, y por tanto estaba recogiendo limosnas para ofrecer seis libras de cera al altar de Santiago.

—Muy bien, querido Sebastian, ¿eh, suizo? —dijo riendo el ciego—. Has puesto muy bien en uso las enseñanzas de la escuela de nuestra honorable Confraternidad.

Hacía frío. Si al menos le hubieran traído el plato de pasta que le habían prometido, suspiró Heinrich. Seguía bostezando por el hambre. «"Anochece", dice Jacobus. Y a mí me vienen a la mente los cielos nocturnos de Roma, cuando las casas del Trastevere están todas iluminadas. Pero quizás es mejor no pensarlo: tanto me entristece la idea de saber que estoy aquí encerrado.»

—Di, Sebastian, ¿por qué no le cuentas a nuestro pintor el asunto del elixir?—añadió el enano, y los tres comenzaron a reír con sarcasmo.

—Tienes que saber, suizo, que en aquella misión me acompañó el Desdentado, uno de nuestros hermanos que vende pociones y ungüentos, porque sabe mucho de hierbas medicinales —comenzó Sebastian, aguantando la risa todo lo que podía—. Y él, el Desdentado, antes de cenar, consiguió acercarse al caballero y dejarle una botellita de elixir de Galicia:
portentum generandi….


Erigendi. Portentum erigendi
se dice a hombres como el caballero… —le corrigió el ciego.

—Oh,
generandi, erigendi
… qué más da. De todos modos, el caballero entendió muy bien de qué se trataba, y hasta soltó al Desdentado otro escudo de plata.

VIII. EL GRUESO TABERNERO DE LA POSADA DEL TEJÓN

Camino a Múnich, abril de 1768

E
L GRUESO TABERNERO DE LA POSADA DEL TEJÓN afinaba el oído para escuchar a su mujer Katarina que, de pie ante los recién llegados, respondía a las bromas de los clientes. La voz de ella le llegaba entrecortada, mezclada con las risas de los hombres. Theodor permanecía sentado junto a la chimenea, con las manos apoyadas en las rodillas, pensando por enésima vez que a las mujeres les costaba más callar que hablar. La verdad era que uno no podía estar sin mujeres, pero había días en los que solo deseaba que su Katarina no tuviera tantas cosas que decir sobre cualquier asunto. «Ah, el tiempo y el pelo canoso pesan», pensaba. «Le entran a uno ganas de quedarse descansando en una esquina, porque sabe que la lengua sólo está bien dentro de los dientes. Incluso pensar cansa. Pero la boca de Katarina no se cansa nunca.»

—Las palabras hacen el mercado y el dinero paga —solía repetir ella siempre, y tenía que ser verdad, porque los clientes dejaban propinas considerables cuando quien les servía era Katarina.

El grueso Theodor arrimó con las pinzas un trozo de leña al pequeño fuego que ardía. En general, estaba satisfecho de cómo iban las veladas en su posada. Es más, normalmente presumía de administrar sus asuntos con más clarividencia que el rey Salomón. Sin embargo, aquella noche estaba descontento. Antes que nada, le molestaba no poder satisfacer del todo a los nuevos clientes. Claro está que no era culpa suya, ¿qué podía hacer él? Le llegaron de repente por un maldito accidente en el eje de la diligencia, a causa de un árbol que se había caído bloqueando el camino. Y encima, la posada ya acogía a una caravana de peregrinos, de los que iban con la concha haciendo el camino de Santiago. Estaba claro que había tenido que acomodar a algunos de los recién llegados en los cuartillos de la buhardilla, normalmente destinada a la servidumbre. El abad y el caballero se habían quejado. Para nada había servido al tabernero proferir mil excusas por no poder ofrecerles nada adecuado a su rango, no consiguió calmar su malhumor.

Entonces, para apaciguar al caballero Winckelmann, con la excusa de ayudarlo en la colocación del equipaje, Theodor le había enviado a Clara, una bella jovencita, con las tetas duras y altas y un trasero poderoso de al menos cinco palmos. Con frecuencia utilizaba a la joven sirviente con los clientes más difíciles. Y el asunto le había dado siempre buenos resultados, incluso conseguía sacar cinco o seis monedas de plata de más, sobre todo, cuando Clara se lo llevaba hasta un cuartillo en la parte trasera, donde había un espejo muy inclinado a la cabecera del jergón. Porque a muchos les gusta mirarse cuando montan a una mujer, para ver cómo se les inflama la vena del cuello o cómo se mueven las tetas de ella en la cabalgata. Esmero inútil. No había podido hacer nada: o el caballero Winckelmann era de carácter blando o pertenecía a ese tipo de hombres que prefieren a los chicos. O si no, podía ser también que fuera un gran avaro, aunque esto no parecía ser cierto, ya que Theodor había visto bien como recompensaba a aquel mendigo jorobado que le había tocado una estrofa con una vihuela medio rota.

Ah, el viejo tabernero de la posada del Tejón no se asombraba ya de nada. «Cuando se tiene este maldito oficio, se termina por conocer gente de cualquier condición», pensaba. A menudo se encontraba bajo su techo incluso a ricos con muchas ganas de una mujer que, ya fuera por avaricia o por temor a la sífilis, se abandonaban al vicio solitario.

La leña en la chimenea estaba acabándose. No había sido un buen día. Entre otras cosas, el campesino que normalmente le llevaba las provisiones desde la capital no había llegado. «Ese desgraciado, quién sabía dónde podía estar ahora…» Pero, ¿por qué aquellos charlatanes no se iban por fin a la cama? Y encima Katarina les daba cuerda, no se callaba, con esa voz tan estridente. «¡Ojalá se le secara la lengua!»

—¡No dejarás de contar patrañas! ¡Ten cuidado, que a quien tiene siempre la boca abierta, se le llena la barriga de viento! —comentó con aspereza, cuando ella se acercó para coger otra jarra de cerveza.

La mujer, poniendo los brazos en jarras y sin sombra de turbación, perdió la paciencia:

—Esta gente quiere que les cuente novedades y yo les complazco. ¿Qué tiene de malo? ¿No me repites continuamente que los clientes siempre tienen razón?

—Sí, pero tú estás exagerando más de lo que debes —se quejó Theodor—. ¡De qué pasta tan mala estás hecha!

Katarina no se hacía de rogar y, maestra en discusiones como era, contestó cortante:

—Vete a dormir, viejo, que estás cansado… —y volvió a las mesas.

«Así es como la juventud liquida a la vejez», suspiró Theodor. Y es que Katarina tenía veinticinco años menos que él.

«Cuando llega la noche, el viejo se desespera», decía un antiguo proverbio. Tristemente cierto. Pero él no se marcharía de allí, aunque fuera sólo para hacerla rabiar; se quedaría quemándose la sangre con las risotadas que Katarina arrancaba a los hombres que la rodeaban. No es que los recién llegados le parecieran gente sospechosa, capaz de tomarse libertades poco conveniente con su mujer: todos parecían personas de buenos modales, incluso ese tal Albrecht que, a diferencia del resto del grupo, no era católico. Pero ya se había percatado en otras ocasiones de esa circunstancia sorprendente: aunque contaminados por su propia corrupción herética, los luteranos no dejaban de ser buena gente, que pagaban sin crear problemas. Es más, una vez le había dicho al párroco:

—A menudo tengo la impresión de que algunos de ellos no comenten tantos pecados como los buenos cristianos.

El propio párroco admitía que pudiera tener razón, pero lo atribuía al hecho de que el diablo no necesitaba tentar a los herejes, porque sabía que estaban irremediablemente condenados a las penas del infierno… Sin embargo, el gordo de Theodor se sentía inquieto por aquellos dibujos de mujeres y hombres desnudos que, después de cenar, el caballero Winckelmann había sacado de una carpeta. Por otro lado, que el abad Malpiero también los hubiera hojeado, sin mostrar su desacuerdo ni escandalizarse, le tranquilizaba. Echó otro trozo de leña a la chimenea y se sentó de nuevo, pensando: «¡Ahora Katarina empezará con la historia de la bruja!». Y es que la historia de la captura de la vieja Dorotea era una de sus historias favoritas. ¿Cómo podía tener aquella mujer una lengua tan larga? Por lo que se refería a su propio pasado, Theodor era incapaz de situar un hecho detrás de otro. No era una cuestión de memoria, porque el pasado se encontraba tras él como un gran bloque, estaba allí mismo, y lo conocía todo de una vez cuando pensaba en él, como cuando uno organiza una caja, sin preocuparse en contar los objetos que contiene o nombrarlos.

Mientras tanto, tal y como había supuesto, su mujer había empezado a describir a la bruja, que vivía con un grupo de enanos en el bosque de al lado. La maga, huesuda y casi calva, tenía fama de preparar medicinas con las hierbas que los enanos a su servicio recogían. Y los hombres del condado, sobre todo, le pedían los elixires de amor.

—A todo el que se presentaba ante ella con esta petición, ella le exigía que se vaciara con el arte del viejo Onán, y los enanos que estaban a su servicio recogían el zumo de los machos en una tinaja, de la que bastaba levantar la tapa para perder la cabeza por el fuerte olor… —aseguraba Katarina, pasando luego alegremente a contar que, cuando los policías del burgomaestre habían rodeado su choza para hacer prisionera a toda aquella extraña banda, la vieja se había puesto a gritar como una poseída, de un modo que incluso los guardias se habían asustado.

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