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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

La secta de las catacumbas (5 page)

BOOK: La secta de las catacumbas
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Como si aquel gesto fuera una señal, el roble cayó con fragor dividiendo el sendero en dos. La señora contempló el resultado con aire de satisfacción. Luego se dirigió al jorobado:

—Sebastian —ordenó—, tú y el Desdentado marchaos inmediatamente a la posada del Tejón y proceded según el plan previsto. Si hace falta, nos comunicaremos como siempre. ¿Entendido?

—Sí, Milady. Se hará como ordenáis —respondieron los dos al unísono.

VI. ¿EXISTE DE VERDAD LA BELLEZA?

Camino a Múnich, abril de 1768

E
XISTE DE VERDAD LA BELLEZA?» SE HIZO un extraño silencio en la carroza. Una luz opaca y tenue, filtrada a través de las gruesas cortinas, hacía más llevaderas las sacudidas de las ventanillas y portezuelas de madera en cada curva del sendero. Johann Joachim intentó reanudar la conversación interrumpida.

—¿Qué puede superar en la vida a la belleza clásica, con su capacidad de guiar la elevación espiritual del hombre y acercarlo a Dios?

Moira, el impresor, no parpadeó, pero replicó:

—Muy lejos estoy yo de poner en discusión un trabajo tan importante como el vuestro. Todos conocemos el peso de vuestra labor como prefecto de antigüedades y
scriptor linguae teutonicae
en la Biblioteca Vaticana, vuestras condecoraciones de las academias italianas y la
Society of Antiquity
de Londres… —quitó la presilla de la tabaquera que sujetaba entre las manos y con gravedad se la llevó lentamente hacia la nariz—, sin hablar de vuestros libros. En concreto, ese último ensayo
Sobre la capacidad de sentir la belleza en el arte
, que he leído con mucho interés.

Johann Joachim asintió con un gesto, sintiéndose alabado por el reconocimiento de sus propios méritos. Pero casi inmediatamente el impresor retomó la conversación.

—¿De verdad que no sois en absoluto admirador del gran Shakespeare? —en su voz vibraba más la curiosidad que el reproche.

—Vamos, señor Moira, el arte de los antiguos es decididamente superior. Basta con mirar cualquier estatua griega, su noble sencillez, su grandeza sosegada. Es la sublime representación de la superación de las pasiones, la profundidad del mar que permanece inmóvil por muy agitada que esté la superficie. Nos hace temblar sin necesidad de apelar a emociones estériles de personajes andrajosos, locos o bribones, ni a brujas o a enanitos estrafalarios en las noches de verano.

—Bien dicho —se entrometió el médico que, sentado junto a él, hasta aquel momento había permanecido más bien silencioso—. Todo eso son patrañas, supersticiones del pasado, que en nuestro Siglo de las Luces no tienen más motivos para existir. Cuando pienso en esas historias de hadas y fantasmas, en todos esos terribles monstruillos de las tinieblas, con los que de niño nos aterrorizaban nuestras nodrizas… Se mire por donde se mire, no dejan de ser argumentos pueriles. Un adulto que crea en la existencia de tramas ocultas tras la realidad sólo tiene un nombre: burro.

—Estoy de acuerdo con vos, doctor Albrecht. Ya tenemos suficientes fábulas inverosímiles —le interrumpió Johann Joachim, riéndose.

—¿Tengo que entender por vuestra conversación que no creéis en la existencia de nada misterioso, caballero Winckelmann? —intervino el impresor con un atisbo de desconcierto.

—Bueno, poco permanece escondido para una mente humana que se dedica a la investigación científica… —Johann Joachim movió con burla la cabeza—. No, señor Moira, no sé qué pensar de una existencia subterránea que fluya paralela a la nuestra. Para mí, vida significa razón, trabajo… sobre todo, trabajo: todavía tenemos en el fuego mucho hierro por forjar…

«Y sin embargo, antes creías en lo misterioso. Y vaya si creías. Cuando eras un niño, y la tía Martina con solemne fe narraba, como si fueran los salmos del rey David, terribles historias de irritantes gnomos, de seres crueles que conspiraban en las sombras. Ante cualquier error que cometías, con un movimiento veloz, levantaba la inflexible palmeta de madera y te daba un golpe decidido en las manos, amenazándote con los futuros castigos que seres misteriosos, siempre al acecho y que tomaban nota de todo, te infligirían dolorosamente si persistías en tu error… Entonces tú, antes de irte a descansar, dejabas en la escalera del desván un pequeño barreño lleno de agua y una rebanada de pan, para granjearte a los feroces habitantes de ese otro mundo. Luego, una vez en la cama, permanecías mucho tiempo con los ojos abiertos en la oscuridad, escuchando con morbosa atención los ruidos de las vigas del techo, los crujidos de los suelos, el chirriar de una ventana. Y te dormías, y entonces una voz profunda se insinuaba en tus sueños, sobresaltándote el alma.»

En la frente de Johann Joachim aparecieron arrugas de perplejidad: no era nuevo para él escuchar voces extrañas que le hablaban en su mente. Siempre lo había considerado algo normal, una herencia de la infancia que quizás todos poseían, aunque con la edad adulta nadie lo mencionara, acaso por el temor a ser considerado excéntrico o pueril. Ni siquiera le atemorizaban aquellas voces, a las que más bien consideraba viejos amigos que a menudo le hacían compañía de noche en las largas horas de insomnio. Pero ahora merodeaba por su cabeza una voz desconocida y desagradable, que suscitaba en su mente extrañas imágenes de un espantoso mundo paralelo.

Cerró los ojos, como si así pudiera acallarla. Se oyó el silbido del viento. Lúgubre. Como una música diabólica. Y con esa ráfaga de aire gélido hubo un estremecimiento general de la carroza, y todos se acurrucaron en sus capas con un escalofrío: de repente las ganas de hablar habían desaparecido, mientras el viento se transformaba en una auténtica furia, y los pálidos rayos de sol, que de vez en cuando encontraban un hueco entre las nubes, solo parecían mostrar un pavoroso paisaje.

Johann Joachim quiso continuar la discusión interrumpida y se lanzó a la exaltación de las cualidades pragmáticas de los antiguos.

—Tomad en consideración a los romanos, por ejemplo, y su visión del mundo: nada que no fuera sensualidad, apetitos, gustos serenamente lujosos…

«¿Y las misteriosas ceremonias celebradas a escondidas entre ritos iniciáticos y sacrificios? ¿Y el temor que tantas veces te inspiraba la mirada vacía de las antiguas estatuas?»

De nuevo la voz, y esta vez parecía tener la misma modulación sarcástica que el enano con el que se había encontrado una hora antes en la posada. Todos los viajeros amonestaron por una curva imprevista al cochero, que arriesgaba con una velocidad peligrosa y parecía buscar todos los baches del camino. El hombre del pescante reaccionó de modo huraño.

—Como veis, caballero Winckelmann, no se pueden acallar las pasiones y mantener una calma imperturbable —comentó el abad Malpiero, intentando devolver la sonrisa a los viajeros.

«Las pasiones… ¿acaso sabes lo que son las pasiones, Johann Joachim? El miedo, por ejemplo, ¿sabes lo que es?» El parecido con el desagradable tono del enano le paralizó en esta ocasión hasta la garganta. Intentó aferrarse al recuerdo de una voz agradable. Por ejemplo, la de un jovenzuelo romano que parecía un angelito, arrodillado ante un sagrario de exvotos decorado con cintas y corazones de plata, a la hora del Ave María: una voz todavía blanca, alta y pura… Pero, ¿qué le estaba pasando? No quería pensar en un canto como ese, porque inevitablemente evocaba lo que venía después: el final de la inocencia, el pecado que surge en la oscuridad de los dormitorios, entre la vigilia y el sueño, la emasculación de los jóvenes cantores para que pudieran conservar aquella voz inimitable… «Las cinco lecturas largas del Viernes Santo en la Capilla Sixtina, a los pies del impetuoso y gigantesco universo de Miguel Ángel, las cinco velas fijadas en el enorme candelabro, apagadas una a una tras la lectura de cada una de las partes, el sol del atardecer que desde las ventanas superiores calienta las coronas de los beatos, mientras en la parte baja del fresco, donde las tumbas se abren y la barca de los condenados se aleja de la orilla, desciende la oscuridad sugiriendo formas sin cabeza, ojos que flotan en el viento, bocas de demonios que bufan y, precisamente en ese instante, el canto del
Miserere
se eleva con fuerza, cuando el Juicio Universal nunca ha estado tan cercano…»

Se sobresaltó sintiendo un estremecimiento, porque Camillo le estaba dirigiendo una pregunta:

—Sin embargo, maestro, también en el arte griego se representan sufrimientos atroces. Pensad en la estatua de Laocoonte.

—No he escuchado nunca hablar de un escultor con ese nombre —le interrumpió el doctor Albrecht.

«Qué bestia, este hombre.» Johann Joachim emitió un profundo suspiro.

—Pero, ¡no! —dijo Camillo entre risas—, se trata del tema de una estatua: Laocoonte, según la mitología griega, era el hijo de Príamo y sacerdote de Apolo; mientras se oponía a la entrada en Troya del caballo de madera construido por los griegos, fue despedazado junto a sus hijos por dos monstruosas serpientes procedentes del mar y enviadas por Atenea, enemiga de los troyanos. El caballero aquí presente ha dedicado mucho tiempo a ese espectacular conjunto de mármol.

—Y valía la pena, ¿no? —dejó caer Johann Joachim.

—Claro, caballero —contestó Camillo, respetuoso—. Pero en esa obra el dolor se muestra en cada músculo y cada tendón del cuerpo. Basta sólo con mirar ese vientre convulsamente contraído, ¡y casi sentimos su dolor en nuestra propia carne!

—Pero no en el rostro, querido jovencito. Repasa mentalmente su expresión… Laocoonte no grita. El modo en el que frunce los labios no se lo permite, como mucho puede emitir un suspiro angustioso y oprimido. Está claro que Laocoonte siente el dolor, pero sufre como el Filoctetes de Sófocles, como un hombre superior y sublime. Esto es lo que nos enseña el mundo antiguo: uno se puede enfrentar al dolor y vencerlo.

—Pero hay otros dolores, caballero Winckelmann, los del alma, que son mucho peores que un dolor físico: las añoranzas, los remordimientos, las angustias… —replicó el viejo Moira, con dulzura—. Dolores para los que vuestro discurso no sirve. ¿No os ha ocurrido alguna vez, por ejemplo, estar melancólico sin motivo? ¿Desesperadamente melancólico?

«¡Basta de jueguecitos!»

—Quien se siente melancólico sin motivo está mal de los nervios —se entrometió de nuevo el doctor Albrecht—, o si no, se trata de una pose, de esas que gustan a los jóvenes estudiantes de hoy en día. Ah, la gente sería y trabajadora no sabría qué hacer con esos caprichos. ¡Os imagináis a un médico, a un consejero político, a un comerciante, al que se le pasara por la mente sentirse melancólico! Resultaría algo grotesco. Cosas de poetas, quizás. Pero nosotros somos gente con los pies en la tierra. ¿Digo bien, Winckelmann?

—Por supuesto —tosió Johann Joachim. Le avergonzaba el hecho de que un ignorante como el doctor Albrecht le defendiera. De todos modos tenía que admitir que en este caso había dicho la verdad.

«¿Estás tan convencido? Pues claro que sí. Qué tipo de pensamientos se me ocurren hoy. Estamos en el Siglo de las Luces, del progreso, del refinamiento, del saber hacer. Somos los herederos del equilibrio de los antiguos, de su irónica claridad.»

Una corriente repentina movió las cortinillas con violencia, dejando ver un remolino de nieve. Mientras el abad decía:

—Qué extraño. Oíd…

A todos los pasajeros les pareció percibir un ligero tamborileo en las paredes de la carroza: como misteriosos toques de dedos o rápidos pasos de centenares de pequeños pies, de modo que el abad, quizás de forma inconsciente, movió dos dedos de la mano izquierda imitando unos pasos que se acercaban. Johann Joachim, sintiendo un escalofrío, levantó las cortinillas.

«La tía Martina decía que en ciertos días se oía el frío de los pecados humanos caminar sobre el techo de casa, y esto es una auténtica tormenta infernal, donde todo se agita, aúlla y gime, con copos blancos como mechones de cabellos embrujados…» Vio que el camino de repente se estrechaba, es más, le pareció que las ramas de los abetos se habían acercado demasiado a la carroza, tanto que casi conseguían rozarla. La luz del atardecer se atenuó de golpe, como si hubiera sido aspirada por algo, hasta que todo quedó completamente a oscuras. Con los ojos Johann Joachim buscó desesperadamente el rostro de sus compañeros de viaje, para aferrarse a una imagen familiar, pero no encontró nada. Como si ya no estuviera sentado en esa maldita carroza, sino que se encontrara solo y perdido en un mundo desconocido, ante la entrada de una horrible catacumba de donde salía un hedor nauseabundo. Pero aquella desagradable sensación se veía superada por la angustia que ese agujero inspiraba en su espíritu. Luego, de repente, en la oscuridad de la gruta vaciló la luz de una antorcha que le permitió ver un corro de enanos monstruosos, una multitud de hombres y mujeres de apenas una cuarta de altura, que gritaban de forma amenazadora señalándole con el dedo y tenían las cuencas de los ojos ensangrentadas y vacías… Tuvo la impresión de estar perdiendo la razón.

De todos modos la alucinación tuvo que durar un instante, porque cuando volvió en sí sus compañeros de viaje seguían hablando como si nada hubiera ocurrido. Johann Joachim se restregó los ojos, las manos le temblaban. La visión había desaparecido: en los bordes de la ventanilla se habían acumulado montoncitos de nieve. Y de repente, en el horizonte, sobre la cima del desfiladero hacia donde se encaminaba la carroza, apareció una figura envuelta en una capa negra. El caballero la distinguió con dificultad por la lejanía. A medida que el vehículo se acercaba, los caballos comenzaron a arquear la espalda, a agitarse y a relinchar, hasta que el cochero ya no consiguió dominarlos.

VII. ¿QUÉ ASPECTO TENÍA?

Roma, enero de 1772

Q
UÉ ASPECTO TENÍA?

—¿Te sigues refiriendo a ese caballero, señorito?

—Pues, claro —Heinrich intentó disimular que sentía los nervios a flor de piel, molesto por la estrecha venda que le oprimía los ojos—. ¿Y de quién, si no, estamos hablando?

—Ya te lo he dicho: alto, con la barriga algo flácida —contestó Sebastian el jorobado, aspirando con la nariz—. Tenía la cabeza grande, las cejas peludas, la nariz pronunciada. Pero, ¿por qué te interesa tanto?

Le contestó que era pintor, ¿acaso lo había olvidado? Claro que el rostro de la gente le interesaba: tenía relación con su trabajo. No le dijo que, en la oscuridad a la que le condenaba aquella venda, percibía como un dolor desgarrador el hecho de no ver ninguna imagen. En realidad, Heinrich ya había visto un retrato de Johann Joachim Winckelmann, un óleo de Anton Mengs, una copia que circulaba por todas las cortes europeas tras el trágico final del caballero. Pero esto tampoco se lo reveló al jorobado, porque intuía que, en la extraña situación que estaba viviendo, cuanto más se callara, mejor le irían las cosas.

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