Sin embargo, el alivio duró un instante. Con el aliento que se le agriaba de repente, percibió de forma muy intensa la presencia del miedo. «Está claro, Johann Joachim, han organizado una conspiración contra ti. No es sólo el asunto del impresor… Aquí se trata también de brujería, de un maleficio destinado a consumirte poco a poco la mente. No se puede saber quién está detrás. A menos que… ¿Es posible que Tomaso esté todavía vivo?»
El puño se le cerró instintivamente, y sus dedos apretaron la hoja de papel mojado hasta destrozarlo, y luego lo arrojó al canal hecho una bola.
—Vámonos, Camillo —dijo, esforzándose en no gritar—. ¡Vámonos de este maldito lugar!
Roma, enero de 1772
OLOR A AJO. UN TRAQUETEO. TRAS LA VENDA, A través de los agujeros, Heinrich advirtió sombras en movimiento. Una muchedumbre alrededor de Tomaso.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó.
—Los ciegos se marchan. Dentro de poco llega el alba, y es necesario que se sitúen en los sitios que les han sido asignados —dijo alguien muy cercano a él. La voz de un desconocido que poco antes alguien había llamado Xavier, un tipo más alto que Heinrich, con un aliento que olía fuertemente a ajo y un marcado acento alemán, seguramente de una provincia austríaca.
El joven escuchó a Tomaso dar instrucciones.
—Los que tienen más labia tendrán que recitar las oraciones de Santa Lucía delante de las iglesias. Vosotros, en cambio, tendréis que proclamar a los cuatro vientos que os han robado la capucha e infundir piedad para que os donen otra. Y cuando hayáis recolectado una veintena de limosnas, las entregaréis a los Saconeros que pasarán a recogerlas. Dos monedas por capucha al final del día son una buena suma…
—Son muchos… —levantó la voz Heinrich, intentando entablar conversación, por miedo a que le dejaran solo de nuevo, en aquellas tinieblas.
—Centenares. Los ciegos están bien organizados. Forman tres grupos: los que lo son de nacimiento, por deseo divino; los que han llegado a serlo en las prisiones, tras haber padecido una tortura con el hierro candente; y los que lo son solo de mentira —dijo el austríaco, resoplándole ajo en la cara.
Estaba alejándose. Heinrich, como podía, caminaba tras él. El olor a ajo lo guiaba.
—¿Cómo se hace para ser ciego de mentira? La gente no se cree ciertos engaños… —dejó caer, corriendo el riesgo de parecer estúpido.
—La gente se cree cualquier mentira, basta con que se presente en la forma debida —cortó la conversación Boca de Ajo. Se había sentado y estaba atareado alrededor de algo. Los agujeros de la venda de Heinrich eran demasiado pequeños para ver de forma más precisa. El austríaco se reía, arrastrándolo para que se sentara junto a él sobre un banco. De forma inesperada, le quitó a Heinrich la venda, diciendo.
—Ya que eres tan desconfiado sobre nuestra capacidad de convicción, ¡mira!
El joven se frotó los ojos. Boca de Ajo estaba sentado ante un espejo iluminado por una vela. Llevaba un tricornio arrugado que le dejaba al descubierto la frente amplia y un flequillo de pelo castaño. Sobre el banco, junto a él, pelucas de colores, dentaduras postizas con aspecto famélico, cajas de ojos de cristal. De un perchero dorado colgaban trajes desgarrados de diferentes cortes. Sobre una mesita baja, trozos de cera color carne y una paleta de colores… El austríaco era alto, delgado, con ojos vivos, profundamente marcados de negro, en un rostro pálido y mal afeitado. Heinrich vio cómo cogía un pincel, lo mojaba con un amarillo grasiento y sucio, y comenzaba a pintarse sobre una venda que le apretaba la muñeca de la mano izquierda.
—¿Acaso no parece pus de verdad? —le preguntó el desconocido—. Por el rostro puedo pasarme a continuación un trapo mojado en un rojo pálido, que da la impresión de ser sangre seca… Es lo que necesito si quiero contar, por ejemplo, que era un mercader y he perdido la salud por culpa de unos bandidos, que me ataron a un árbol durante tres o cuatro días. Quizás puedo añadir también que los cuervos me han comido una parte de los ojos… O si no, puedo tumbarme medio desnudo delante de una iglesia, en el momento de la función, y fingir que pierdo la cabeza por la fiebre, gritando que, por piedad, me concedan una santa limosna de forma que pueda donar doce libras de cera a San Cosme y Damián, los santos médicos… ¿Crees que no lo sé hacer? Deberías verme cuando me pongo un guante ensangrentado y me cuelgo un brazo del cuello, gritando que ha caído sobre mí el castigo del fuego de San Antonio… —el austríaco explotó en una risotada, advirtiendo la expresión de asombro del joven.
De hecho, Heinrich le estaba mirando con la boca abierta: alguna que otra pincelada sobre el pelo, los colores apropiados en las ojeras y en las mejillas, y el hombre se había transformado ante él en un viejo con el rostro excavado, demacrado por ictericia. Impresionante. El joven se preguntó dónde habría aprendido Boca de Ajo aquella técnica tan perfecta, cuál sería su pasado. ¿Su asociación a la Gran Confraternidad había sido el inicio de su gusto por lo monstruoso o esta inclinación había nacido ya antes en él? «Pero no es esta la pregunta que me gustaría hacerle. ¿Qué es lo que le está ocurriendo a mí cabeza que deja vagar los pensamientos sin orden? ¿Por qué no consigo encontrar la frase apropiada?»
—Basta poco, como ves, para impresionar a la gente —dijo Boca de Ajo, contemplando el resultado en el espejo—. Claro, para otros tipos de deformaciones se necesitan métodos más… violentos. Para fabricar enanos, por ejemplo.
—¡¿Para fabricar enanos?!
—Claro. ¿O pensabas que todos los enanos que circulan por aquí abajo, en las catacumbas, son puros fenómenos naturales? El mundo no produce tantos. Y hay quien por profesión manipula a los niños desde pequeños: es un arte, una ortopedia inversa…
—Me temo que no entiendo —tartamudeó Heinrich.
El austríaco resopló.
—Se cortan miembros y el resultado son esos horribles hombrecillos. O se desfiguran rostros, construyendo gestos irreversibles, máscaras que no se pueden arrancar de la carne. Me han contado que en Oriente el arte de modelar a un hombre vivo está muy desarrollado. Se coge a un niño de un par de años, se le mete en un jarrón con una forma extraña sin tapa y sin fondo, para dejar libres los pies y la cabeza, de forma que el niño crezca sin aumentar de estatura. Así, los huesos adquieren la forma del jarrón. Luego, a una cierta edad, se rompe el jarrón, y el resultado, si tienes un poco de imaginación, será sorprendente.
La repugnancia que sentía Heinrich casi no le dejaba hablar.
—Pero, ¿por qué? — apenas tuvo fuerzas para murmurar.
—Para las cortes. No te imaginas cuántos bufones buscan. Un niño normal no es divertido, mientras que un enano o un jorobado hacen reír siempre —bostezó y volvió a admirar en el espejo sus propios rasgos distorsionados—.
¿Y
qué te parece mi técnica de transformación?
Heinrich no pudo sino dejar escapar una tímida apreciación.
—¿Y tienes que hacer todo esto cada vez que sales? —preguntó.
—Cada día. Al alba, antes de salir. Y luego, por la noche, me quito toda esta puesta en escena…
—Pero es un esfuerzo enorme…
—Es una satisfacción. Un enorme arte, mi querido suizo.
Por supuesto, Heinrich tenía que admitirlo: aquel hombre era un maestro con el pincel.
—¿Pero no te molesta mostrarte ante los demás de un modo tan horrible?
—En absoluto. Al contrario, es maravilloso. No existe una vida mejor que aquella en la que uno se inventa otra piel, otra mirada. Disfruto cuando veo el horror dibujarse sobre el rostro de quien me mira.
El joven farfulló.
—No es lo que comúnmente se entiende por goce…
—La vida es algo más que lo que comúnmente se entiende —el austríaco movió los hombros, mientras con el pincel más pequeño seguía envejeciéndose cada vez más el rostro con un entramado espeso de arrugas—. Tomaso se equivoca cuando dice que nadie elige ser miembro de la Confraternidad. Quizás el argumento es válido para él, que se vio obligado a pasar por nuestras filas para sobrevivir a la mala suerte… ¿Qué te crees, señorito, que transformarse en un monstruo es algo espontáneo? ¿Que un día uno se despierta y, de la nada, se le pasa por la mente algo como esto? —y con el dedo señaló los nichos que le rodeaban.
Sólo entonces Heinrich se dio cuenta de las extrañas máscaras que estaban amontonadas en una confusión grotesca. Se acercó para mirarlas mejor. Eran decenas, algunas de yeso, otras de cera sobre un núcleo de madera. ¿Gorgonas? ¿Quimeras? No, rostros de seres humanos, pero todos con expresiones horribles de inmediata y odiosa repulsión, bocas contraídas en gestos que atemorizaban; no representaban simples caricaturas, sino verdaderos monstruos, horribles parodias de la vida: cráneos alargados, labios gruesos y marcados casi como el pico de los pájaros. Ningún cuadro ni ninguna estatua jamás había provocado en Heinrich un efecto tan terrorífico y repugnante. Quizás era culpa de su habilísima ejecución o de la diabólica luz de las antorchas que iluminaban la caverna. El joven se volvió lentamente hacia Boca de Ajo, con un puñado de preguntas que no salían de sus labios.
—Sí, soy yo el autor de estas cabezas con personalidad. Trabajo delante de un espejo, pellizcándome aquí, bajo las costillas —y Boca de Ajo señaló con el dedo en un punto debajo del corazón.
—Sois un gran artista, de verdad.
—Mi gorra está siempre llena de monedas que la gente me tira. Y no por compasión, sino porque algo les llama la atención y se emocionan con las máscaras que yo realizo para ellos… Trabajaba en la Academia de Viena, y todos se reían cuando veían mis cabezas retorcidas. Me decían: «Maestro Messerschmidt, vuestras obras son curiosas, pero con este material no llegaréis muy lejos». Porque la ley de las academias es la de las alegrías fútiles. Tendría que haberme rebajado a imitar a los artistas de la corte, que representaban retratos aleccionados y recibían unas palmaditas en el hombro por parte de los augustos soberanos, junto con algún mísero tálero. Si hubiera elegido aquel camino, mi fama se habría reducido a eso. Nada más. Un aburrimiento mortal… Aquí, en cambio, la gente viene a verme incluso de lejos. Siente consternación al verme, y jamás consigue olvidar lo que ha visto. Porque yo saco a la luz el monstruo que está escondido en todos nosotros, en todos nuestros rostros. El monstruo que solo la enfermedad, la tortura y la muerte revelan. En arte existe una diferencia abismal entre lo que cobra vida y la basura sobre la que los aficionados trabajan, pendientes de respetar las reglas del comercio. Solo un gran artista consigue producir imágenes que asustan de verdad, con el suspiro de la verdad. Y eso es así porque el fundamento del arte reside en haber conocido de cerca la verdadera anatomía del horror, el miedo, lo ajeno. El auténtico artista sabe capturar lo que acecha a la vuelta de la esquina: así es como lo pienso yo. Ese es el profundo escalofrío que provoco en la gente, y los demás me premian por ello, suizo. Si supieras cuánto oro consigo recoger en una semana…
Heinrich, profundamente turbado, no sabía qué pensar.
—Sin embargo, Tomaso ha tenido palabras muy amargas sobre la vida que se ve obligado a llevar.
Boca de Ajo resopló:
—Tomaso no tiene nada que ver, ya te lo he dicho. Él sigue anclado en el recuerdo de lo que era antes. Y además, es ciego de verdad… Yo, en cambio, lo hago por elección y puedo sentirme un artista, el gran artista del lado oscuro de la vida —se levantó del banco, removiéndose el pelo cada vez más blanco.
El joven miró la invisible monstruosidad del alma humana, endurecida en el gesto horrible de aquella cabeza de labios invertidos, que el austríaco un poco antes había definido como «el ángel de la decadencia». Por algún extraño motivo, a Heinrich le recordaba el rostro del caballero Winckelmann. Le preguntó si lo había conocido alguna vez.
Los ojos del otro se humedecieron.
—¿Tienes tiempo para una larga historia sobre un violento naufragio? —le preguntó.
—Claro.
—¡Yo, en cambio, no lo tengo, bonito! ¡Fin del espectáculo! —gritó Boca de Ajo, colocando de nuevo la venda en la cabeza de Heinrich.
Venecia, mayo de 1768
E
L CABALLERO SE SENTÍA AGOTADO, Y LE HUBIERA gustado retirarse a dormir; en cambio —«Maldita sea»— se había visto obligado a aceptar una cita con el conde Paolo Canziani, con quien se había cruzado precisamente esa mañana mientras buscaba el taller de tipografía de Moira. Había hecho bien al inventarse una excusa para justificar su presencia en Venecia, pero no había conseguido rechazar una invitación para participar en una cena en el palacio Canziani.
—Algo sin demasiado protocolo, entre amigos —le había dicho el conde. «Cuando uno tiene una desgracia, llueve sobre mojado, decía siempre la tía Johanna. Y hoy todo parece salirme al revés…»
Se dejó ayudar por Camillo para vestirse. Eligió una chaqueta siguiendo el gusto alemán: un brocado verde sobre un farseto rojo y dorado. Mientras, el joven secretario no se cansaba de ensalzar el privilegio de aquella invitación:
—Los nobles venecianos son muy tacaños. Dicen que la procuradora Foscarini, dama de inmensa riqueza, sirve de cena melones de agua troceados en platos de plata. Algo que deja la cabeza fresca y el estómago vacío. En cambio, Canziani es famoso por cómo prepara las mesas…
Terminó de peinarse y llamó a la góndola.
El trayecto fue breve. El barquero le dejó en un muelle dispuesto ante una escalinata iluminada con antorchas. Arriba le esperaba un criado de uniforme que, cuando tomó su tarjeta de visita, le hizo pasar al salón de la planta noble, donde el dueño de la casa lo recibió con los brazos abiertos, presentándole a algunos invitados. Una multitud de elegantones, con faldas sujetas por ballenas, camisolas de brocado plateado y calzones de seda. «
Menos mal que era una cena informal, entre amigos.
» Un joven se tropezó con él: era Ermanno Protasi, vestido algo más sencillo que los demás, con un simple traje a la francesa. «¿Un mercader? ¿Un barnabita?» Se sintió inquieto. En primer lugar por el apellido, el mismo que el de Tomaso, y encima pronunciado con una nota de orgullo, casi alardeando —¿acaso una coincidencia?—. Y además, por su aspecto: ojos azules, pelirrojo, esa forma de sonreír y de cruzar las manos detrás de la espalda… Se parecía a Tomaso rejuvenecido veinte años.