- He venido en cuanto he podido -me dijo-. Carmiana me ha abierto la puerta.
Me cubrí con la colcha y le miré fijamente. Jamás en mi vida me había sentido en semejante situación de inferioridad, desnuda, medio dormida y pillada nuevamente por sorpresa mientras él me miraba con semblante impasible, debidamente vestido con su túnica y su capa.
Posiblemente Carmiana había pensado que yo le estaba esperando. No era de extrañar que le hubiera abierto la puerta.
Antes de que yo pudiera decir nada, pues tenía la mente un poco embotada, se sentó en la cama, me abrazó y me acarició con las manos la espalda desnuda. Las tenía muy frías debido al aire nocturno y me estremecí. Me estrechó con más fuerza.
- Los hombres no paraban de beber y de cantar -me dijo en un susurro-. Ya era muy tarde, pero yo no podía retirarme. Por regla general les sigo la corriente, pero esta noche sólo pensaba en marcharme y en venir contigo.
Mientras hablaba, me di cuenta de que estaba sereno. No se había emborrachado como los demás. Si ahora estaba en mi camarote, no era por capricho ni como consecuencia de un impulso repentino. Había tenido muchas horas para pensarlo, muchas horas con la cabeza muy clara.
- Al final se han ido y he podido venir.
- ¿Y nadie te ha visto salir?
Había abandonado sigilosamente sus aposentos.
- Me parece que no logro complacerte por mucho que me esfuerce -dijo-. Primero me dices que no lo oculte y que no tenemos por qué escondernos. Después, cuando te he pedido públicamente que subieras a mis aposentos, me has acusado de exhibirme a tu costa. Incluso me has dicho que te daría vergüenza, lo cual en modo alguno quisiera. Por eso he procurado no dar a entender nada durante la cena. Eras tú la que tenías que manifestarlo si así lo deseabas. Pensé que preferías que nadie lo supiera.
Mientras hablaba se limitó a sujetarme por el brazo, sin tratar tan siquiera de besarme.
- Estaba un poco trastornada -dije-. Reconozco que por la mañana dije una cosa y por la noche otra. Era más fácil ser atrevida en mi barco y entre mi gente que delante de unos desconocidos. Aquí mi gente sabe muy bien que ningún hombre más que tú ha entrado en mis aposentos, en tanto que tus hombres están acostumbrados a un desfile constante de mujeres. No quería ser otra Glafira.
- No hay nadie como tú en todo el mundo, y mucho menos Glafira.
Se había puesto tan serio que no tuve más remedio que echarme a reír.
- Oh, Antonio, qué fácil es perdonarte -le dije-. Me he enfadado contigo por el ruidoso banquete, porque has entrado subrepticiamente en esta habitación e incluso porque me has sorprendido de esta manera.
- ¿De esta manera? -preguntó, besándome un hombro que la colcha había dejado al descubierto sin que yo me diera cuenta-. Te aseguro que eso es más efectivo que el disfraz de Venus. Las estatuas más bellas de Venus están desnudas.
Pero sus gestos no eran apremiantes. Los febriles abrazos de la víspera se habían terminado. Su serena forma de hablar e incluso su vacilación me tranquilizaban y excitaban a un tiempo. Su languidez y su lenta pasividad me atraían poderosamente. Cuanto menos se movía tanto más me excitaba yo.
- Puedes quedarte -le dije, deslizando los brazos sobre los suyos y rodeándole los hombros-. Te doy permiso.
Sólo entonces me incliné hacia delante y le besé los labios. Fue un beso muy largo, un beso que me excitó enormemente pues me pareció que existía por sí mismo y que no era un preámbulo de nada. Jamás había recibido un beso como aquél. Pensé que hubiera podido vivir en él por toda la eternidad.
Durante un tiempo que me pareció interminable me conformé sólo con eso, un beso infinito mientras yo abrazaba y era abrazada por un hombre que al parecer sabía cómo excitarme y al mismo tiempo conseguir que me sintiera querida.
Al final, tendida a su lado, pensé que ojalá aquella sensación pudiera prolongarse por toda la eternidad. César me había amado, pero jamás dejaba de ser César. Jamás había sido adorada por nadie ni reverenciada por un cuerpo. Era como contemplar un color enteramente nuevo y sumergirme en él.
Nunca había imaginado que pudiera amar a alguien tan físicamente distinto del enjuto y elegantemente proporcionado César; hasta mis conceptos del amor estaban ligados a su cuerpo y eran inseparables de él. Ahora todo aquello estaba olvidado y tendría que aprender otras cosas.
Cuando me tendí boca abajo, totalmente saciada, Antonio me desenredó el largo cabello con paciencia infinita y me lo alisó sobre la espalda.
- Siempre quise acariciarte el cabello -me dijo-. Pero por una parte estaba prohibido hacerlo, y por otra siempre lo llevabas trenzado o cuajado de joyas. Me fascinaba su oscuro brillo.
Cuando estaba pasando de niña a mujer, me untaba el cabello con aceites perfumados, me lo cepillaba y lo sostenía en mis manos, tratando de imaginarme si alguna vez le gustaría a alguien. Y ahora había alguien a quien le gustaba. Me reí de placer.
- Está a tu disposición para que hagas con él lo que quieras.
- Igual te lo corto -añadió en tono burlón-, me lo quedo para mí y te obligo a usar un tocado para cubrirte la cabeza pelada. Me gustaría saber qué aspecto tienes sin este cabello tan extraordinario, aunque creo que daría igual. Por lo menos a mí.
- ¡Qué extraño resultaría una mujer con el cabello corto! -exclamé-. Me sentiría como un atleta, como un corredor.
- No creo que lo parecieras.
- Pues te advierto que corro muy rápido.
- Pero tendrías que hacerlo completamente desnuda -me dijo-. Y nadie más que yo tiene que verte así.
- No eres mi marido ni mi hermano ni mi padre, por consiguiente, no tienes ningún derecho a exigirme tal cosa.
- Tengo más años que cualquiera de ellos. Estoy celoso y no lo permitiré.
- ¿Que no lo permitirás? Mira quién habla, el marido de Fulvia. -En cuanto hube pronunciado aquel el nombre, me arrepentí. Todo aquello estaba fuera de lugar en aquel momento-. Perdona -me apresuré a decir-. No tenía que haberlo dicho.
- Ha sido una muestra de honradez por tu parte, pero Fulvia está en Roma y eso queda muy lejos.
- Antonio, vuelve a Alejandría conmigo.
No podía soportar la idea de despedirme de él al cabo de sólo tres días, la fecha prevista para hacernos nuevamente a la mar. Hasta los recuerdos necesitaban más de tres días para solidificarse y adquirir una forma permanente.
Me acarició el cabello y guardó un largo silencio.
- No sé si puedo -contestó finalmente.
- Ven como invitado mío. ¡Lo harías por cualquier otra persona! No quieras hacer menos por mí.
- Precisamente porque tú eres tú, tengo que hacer menos.
- Pues entonces castígame por ser Cleopatra y no Citeris o Glafira.
- Yo no las he seguido a sus ciudades en presencia de todo el mundo.
- ¡El mundo! ¡Siempre el mundo!
- Tú también te preocupas por eso en pleno día, señora. Ni siquiera has querido revelar nuestra relación delante de mis hombres, unos soldados que por cierto son muy indulgentes.
- Pues ahora lo haré. -Sabía que aquello era algo más que un febril estallido de pasión reprimida. En lugar de sentirse saciado, mi deseo aumentaba cuanto más lo alimentaba-. Ven conmigo a Alejandría. Nos exhibiremos los dos ante el mundo. Te presentaré a la gente sin avergonzarme.
- No soy un ídolo ni un muñeco que tenga que exhibirse -dijo-. Si viajara a Alejandría, lo haría como un ciudadano particular o como un dignatario extranjero en visita de cortesía.
Observé en silencio que estaba estableciendo las condiciones… de una visita que no haría.
Pero aún quedaban unas cuantas horas nocturnas y yo no quería desperdiciarlas hablando. Alargué la mano y tomé la suya, entrelazando nuestros dedos.
- Si no vas a Alejandría, será mejor que aproveches al máximo las pocas horas que nos quedan -le dije en un susurro, besándole la parte más tierna de la oreja. No puso ningún reparo.
42
El crepúsculo había extendido su delicado manto sobre el cielo, y una vez más se habían encendido las luces que brillaban en las jarcias del barco. Esta vez los invitados no pisarían la cubierta de madera del barco sino una alfombra de pétalos de rosa que hubieran llegado a la altura de la rodilla de no haber estado cubiertos por una fina red. Nadie podría hundirse en ellos sino que los pisaría, y cada paso aplastaría los delicados pétalos y liberaría una nube de fragancia que se elevaría como la bruma del amanecer o una niebla de deleite sensual.
El perfume de cien mil rosas para la nariz, el fulgor de las copas de oro y el parpadeo de las luces para los ojos, los suaves lienzos de seda que cubrían los triclinios para la piel, las puras voces y los instrumentos musicales para los oídos, y los mejores manjares para acariciar y tentar la lengua… Quería que mi banquete de despedida de Tarso perdurara para siempre en los cinco sentidos de los invitados, grabado en ellos para toda la vida.
En cuanto a mí, lo más lógico era que me presentara ataviada como reina de Egipto, con una túnica azul y oro y una corona de serpientes de oro y lapislázuli. Mientras Iras me trenzaba el cabello y me lo apartaba del rostro, no pude por menos que sonreír, recordando el comentario de Antonio. Era verdad. Casi todos los peinados de ceremonia eran rígidos y no se podían tocar. Iras me miró directamente a los ojos a través del espejo. Su rostro contenía miles de preguntas que ella no se atrevía a hacerme. Y aquella noche yo no se las iba a contestar. No lo haría hasta que finalizara la velada.
Me ajustaron alrededor del cuello un soberbio collar de cuentas de oro, cornalina y lapislázuli, y unas anchas ajorcas de oro labrado alrededor de la parte superior de los brazos.
Iras destapó una botella de alabastro, se vertió unas cuantas gotas de perfume en las palmas de las manos y me rozó ligeramente la barbilla, los codos, los antebrazos y la frente.
- Tú también tienes que oler a rosas -me dijo-. Y esta fragancia de rosas blancas es un poco distinta de la de las rosas rojas que cubren todas las cubiertas y los suelos del barco.
Subirían a bordo los mismos invitados que la primera vez, treinta y seis comensales que se reclinarían en los doce triclinios. Antonio no había manifestado una especial curiosidad por el banquete, imaginando sin duda que sería como casi todos los banquetes a los que había asistido a lo largo de los años. Le pedí que se fuera antes del amanecer; pensó que lo hacía para preservar mi recato, pero lo hice porque no quería que viera la carga que esperaba en el muelle, aunque debió de aspirar el perfume de las carretadas de pétalos de rosas al pasar. Quería que se llevara una sorpresa como todos los demás.
- Mi última cena aquí -dije-. Y si tú no vas a Alejandría, nuestra última noche juntos.
Seguía diciendo que no podía ir. Bueno, yo también había dicho que no pensaba ir a Tarso.
La plancha, cubierta de rica púrpura tina y transformada en un puente triunfal, recibió a nuestros invitados a bordo. Los romanos fueron subiendo uno a uno y sus botas se hundieron en la alfombra de pétalos de rosa mientras sus cuerpos brincaban como si hubieran pisado un elástico almohadón. Observé las expresiones de asombro de los soldados romanos y los ciudadanos de Tarso. Pero a quien yo más quería asombrar y complacer era a Antonio; la reacción de los demás ya la daba por descontada.
Se detuvo en lo alto de la plancha, se apoyó en la barandilla y estudió de un solo vistazo la escena: el carmesí de las rosas, las colgaduras moradas, las constelaciones artificiales de las jarcias y mi persona, tan bella y adornada como una estatua. Era un espectáculo teatral sin el más mínimo asomo de naturalidad. Superar la naturaleza, a veces constituye un privilegio y un desafío.
- ¡Oh, hermoso navío! -exclamó Antonio-. ¡Cortemos las amarras y zarpemos hacia la mágica tierra de la que tú procedes! -Después pegó un brinco, cayó con toda la fuerza que pudo, perdió el equilibrio y aplastó con su peso los pétalos de rosa. Rodó por el suelo y quedó tendido boca arriba con los brazos estirados y las piernas separadas-. ¡Ah! -gritó-. Me voy a asfixiar con el elixir de rosas. Venid a socorrerme, estoy a punto de desmayarme.
Se puso de rodillas con aparente esfuerzo, se acercó a rastras a mí, inclinó la cabeza y me abrazó los pies, calzados con sandalias.
- Estoy abrumado -dijo mientras los presentes se partían de risa.
Me incliné hacia él, cogí su mano y lo ayudé a levantarse.
- Reanímate, mi señor Antonio -le dije, indicándole por señas a un criado que le sirviera una copa de vino.
Era una copa muy grande con incrustaciones de perlas y coral, llena de vino de Quíos.
Tomó un buen trago y sacudió la cabeza.
- El vino jamás destierra la magia -dijo-. Se limita a aumentar su efecto.
- Bienvenidos todos -dije-. Por favor, bebed con nosotros. -Inmediatamente aparecieron unos criados portando unas bandejas llenas de copas-. Deseo que mi última velada con vosotros sea digna de largos recuerdos.
Todos me miraban con la aturdida y alelada expresión de quienes acaban de ser víctimas de un hechizo turbador. Ya eran míos para el resto de la velada y podría hacer con ellos lo que quisiera. Hasta Delio no salía de su asombro. ¡Ah, cuan grande es el poder de la utilería y los decorados! ¡Qué fuerza nos confieren cuando se usan debidamente!
- ¿Es el mismo barco que yo deje esta mañana? -preguntó Antonio en voz baja.
- Exactamente el mismo -contesté.
- ¿Y qué has hecho con el camarote de abajo?
- Tendrás que esperar para verlo -dije-, a no ser que prefieras ir ahora.
Miró a su alrededor y soltó una nerviosa carcajada.
- Te creo capaz de hacerlo -dijo finalmente.
Me limité a sonreír y lo dejé en la duda.
Delio hizo un comentario en voz alta -demasiado alta- sobre los partos, señalando que habían ido demasiado lejos, por Zeus. Después se puso a hablar de Casio en términos tan denigrantes que uno de los tarsenses -que no tenía precisamente motivos para defender a su torturador- trató de cambiar de tema.