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Cuando cruzó la cubierta, su cabello oscuro brilló bajo los rayos del sol naciente. Observé las miradas de sorpresa de los marineros. Al llegar a la plancha, se volvió para saludarme.
- Esta noche repetiremos… la cena -dijo riéndose-. Intentaré estar a la altura de lo de anoche, con todas mis fuerzas.
- Hasta entonces pues -contesté.
Le vi bajar y alejarse por el muelle. Caminaba con un leve contoneo.
Di media vuelta, cerré los ojos y me apoyé contra la barandilla. Mi cuerpo estaba extenuado, pero mis pensamientos corrían de emoción. Aunque me negaba a refrenarlos, respiré hondo para regresar al mundo cotidiano de las cubiertas de los barcos, los cabos enrollados y la bruma que se levantaba de las aguas del lago. El sol parecía empeñado en abrirme los ojos. Al otro lado del lago vi las verdes y boscosas laderas del monte Tauro. Tarso estaba situada en un soberbio emplazamiento. Era un lugar espléndido para… para…
Sacudí la cabeza y regresé al camarote. Entré a toda prisa, cerré la puerta y permanecí un buen rato sentada en la silla que ocupaba cuando llamaron a la puerta. Estaba exactamente en el mismo sitio que al principio, a pesar de las muchas horas transcurridas.
La estancia parecía la misma. Nada había cambiado… salvo yo.
Años atrás había navegado rumbo al oeste escondida en una alfombra enrollada, de la que había salido para saltar a la cama de César, como había dicho Olimpo en tono de reproche. Ahora había navegado rumbo al este disfrazada de Venus, y Antonio había saltado a mi cama. Dos travesías marítimas y un solo resultado. Olimpo hubiera tenido sin duda otras palabras de reproche.
Ahora comprendí que siempre me había fijado en Antonio en mayor medida que en otros hombres. La atracción acechaba bajo la superficie, era una sombra que afloraba fugazmente algunas veces, pero con demasiada rapidez como para que yo pudiera atraparla. Vista y no vista. ¿Qué iba a hacer? Una sola vez puede ser una sorpresa, un error, una aventura. Pero después se convierte en una decisión deliberada. Ya no podría fingir que Antonio me había pillado desprevenida. Pero ¿de qué hubiera servido seguir? Él estaba casado con la temible Fulvia, y ella le había dado dos hijos. Estaba visitando las provincias orientales, no se quedaría. Y yo jamás volvería a Roma convertida en la amante de otro hombre. Nos reuniríamos durante unos cuantos días y después nos separaríamos. Bueno, ¿y qué? Tal vez fuera mejor así. Sería un momentáneo estallido de pasión y nada más. Aun así, yo quería disfrutarlo al máximo. Pensaba que me tenía merecida aquella recompensa, aunque no sabía muy bien por qué.
Los recuerdos de las horas transcurridas en la oscuridad me perseguían. Me mordí los labios tratando de calmar el ardor de mis pensamientos. Justo en aquel instante apareció Carmiana en el espejo que tenía a mi espalda, y me turbé al verla.
- Mi señora… Majestad… yo…
Parecía nerviosa y trastornada.
- ¿Qué ocurre? -le pregunté en tono excesivamente brusco.
- ¿Es cierto lo que están diciendo los hombres, que Antonio ha pasado toda la noche aquí, en esta habitación? -preguntó, clavando la mirada en las revueltas sábanas de la cama.
- Sí, es cierto -contesté-. ¡Y he gozado inmensamente!
Le lancé las palabras en tono desafiante, como si quisiera hacer prácticas.
- Mi señora… -repitió, con el rostro contraído en una mueca de tristeza.
- ¡No lo digas! -le advertí-. ¡No quiero oírlo! No tenemos que dar cuenta a nadie de nuestros actos.
Repetí la frase de Antonio.
- ¿Tampoco a tu corazón? ¿Y la corte de Egipto? ¿Y la opinión pública de Roma?
- Estoy acostumbrada a prescindir de la opinión pública de Roma. En cuanto a la corte de Egipto, no he hecho nada que pueda perjudicarla. Y mi corazón se siente atraído por él.
- ¡Mejor que no se sintiera! -dijo-. Mejor que sólo se sintiera atraído tu cuerpo.
Me reí.
- En realidad el que más se siente atraído es mi cuerpo -dije-. Si quieres que te diga la verdad, apenas sé nada de Antonio, aunque por ahora es suficiente.
Me miró aliviada.
Pasó el día. Hablé con los cocineros y con todos los sirvientes del barco y les di las gracias por el éxito de la velada. Trataron de disimular sus sonrisas, sus risitas y sus codazos. Entonces les ordené reunir varias carretadas de pétalos de rosa para la noche del día siguiente. Eso los mantendría ocupados.
Para la cena de Antonio pensaba vestirme de Cleopatra y no de Venus. Una vez era una novedad, dos hubiera sido demasiado previsible. Mientras me vestían, no pude evitar preguntarme si parte del ardor y la excitación que me devoraba por dentro se me notaría por fuera.
Me trasladaría en una litera, acompañada por cuatro sirvientes con antorchas encendidas en medio de la penumbra del anochecer. Desde el barco podía ver los hermosos edificios y las pulcras calles de Tarso. La ciudad había sido firme partidaria de César, y Casio la había tratado con mucha dureza. Ahora, como premio a sus sufrimientos y a su lealtad, Antonio la había recompensado exonerándola del pago de los impuestos y regalándole un nuevo y espléndido Gymnasion.
Había instalado su cuartel general en el centro de la ciudad y allí depositaron mi litera. Al bajar me encontré delante de las amplias gradas de un gran edificio. Había soldados montando guardia a ambos lados, e inmediatamente apareció una escolta armada que nos guió al interior del edificio.
El techo era alto y plano, y varias hileras de columnas dividían la sala en tres partes. Se había hecho todo lo posible por embellecerla: unas colgaduras bordadas cubrían las ásperas paredes, y a cada paso habían colocado almenaras. En un estrado cerca de la entrada había unos músicos tocando. Pero a pesar de todos los esfuerzos que se habían hecho para adecentarlo, aquello parecía un mercado… e incluso olía un poco como tal pese al perfumado incienso que impregnaba el aire. Unos soldados de uniforme montaban guardia en distintos lugares de la sala. Pese a que la mayor parte de los invitados eran hombres, había también algunas mujeres, probablemente las esposas de los magistrados de la ciudad.
Aunque en el centro de la sala se veían los tradicionales triclinios con sus mesas correspondientes, los demás invitados tendrían que comer alrededor de unas alargadas mesas como las de los soldados. Vi a Delio cerca de los triclinios, vistiendo lo que debía de ser su atuendo de ceremonia: una sencilla túnica y unas recias sandalias. La única nota festiva era la ancha pulsera de oro que lucía en su brazo izquierdo. Estaba rodeado por un grupo de soldados que bebían y se reían ruidosamente. Seguramente llevaban bebiendo sin parar desde las primeras horas de la tarde.
De repente sufrí un sobresalto al ver entrar a Antonio en la sala en compañía de dos oficiales. Me resultaba extraño volver a verle en público, rodeado por todos aquellos compañeros de bebida.
Iba algo mejor vestido que Delio, aunque no demasiado. Se cubría la túnica con una ligera capa sujeta con un prendedor de bronce y calzaba botas en lugar de sandalias, aunque tenía el cabello revuelto y el rostro arrebolado. También él se habría pasado toda la tarde bebiendo.
Al verme inclinó la cabeza. Después levantó bruscamente los brazos y gritó:
- ¡Bienvenidos, bienvenidos todos, mis buenos amigos! -El ruido y los murmullos cesaron en parte, pero algunos hombres siguieron conversando y riendo como si tal cosa. Tuvo que desenvainar su puñal y golpear con él una placa de metal para que se callaran-. Estamos aquí para honrar a la Reina de Egipto, que ha viajado desde muy lejos para visitarnos -proclamó a gritos. Poseía un hermoso timbre de voz, un poco alterado por el vino.
Todos los hombres se pusieron a gritar. Hice una mueca. ¿Acaso me había incorporado a una legión?
- Bienvenida a nuestra humilde sala de banquetes -añadió, con unas palabras que fueron algo más que unas simples expresiones de cortesía-. He intentado adecentarla todo lo que me ha sido posible.
Sin embargo, mientras hablaba no me miró a mí sino a sus hombres.
Ellos no lo sabían, claro. Habían estado en tierra toda la noche y pensaban que Antonio también lo había estado.
- ¡Podéis sentaros! -tronó.
Todos obedecieron en medio de un ruido infernal.
Ahora yo debería ocupar mi lugar a su lado en los triclinios. Observé que seguía sin mirarme y que se pasaba el rato bromeando y conversando con sus hombres. Al final se acomodó en el triclinio para que pudiera comenzar el banquete.
Me apoyé sobre un codo y acerqué mi cabeza a la suya.
- Has estado muy ocupado -le dije.
En lugar de mirarme, se limitó a asentir con la cabeza. Al final, me dijo:
- Ya te advertí que no se podría comparar con lo tuyo.
- Es distinto -dije-. Recuerda que yo sólo he sido agasajada en Roma y en Alejandría. No sé cómo es la capital de una provincia.
Se me antojaba un poco extraño hablar afectadamente de salas de banquetes después de lo que… ¿Y por qué no me miraba? Me hubiera gustado coger su cabeza entre mis manos y girarla firmemente hacia mí. Y quizás incluso besarlo. Sí, eso hubiera sido una buena distracción para sus soldados.
- ¡Mírame! -le dije en tono de reproche.
Cuando se volvió, vi en su rostro la sombra del deseo, ¿o acaso era un reflejo del mío? Mi imaginación era tan grande que cualquier cosa le servía para evocar el objeto de mi deseo. La despejada frente, los oscuros ojos, los carnosos y curvados labios, sólo podía asociarlos con una cosa.
- Una orden que gustosamente obedezco -dijo él.
Después miró a Delio, el cual estaba preguntando:
- ¿Cuándo llega aquí el invierno? Tendremos que irnos antes.
Uno de los magistrados de Tarso contestó:
- Tenemos un otoño muy largo y la montaña nos protege del viento del norte durante algún tiempo. ¿Adónde iréis cuando os vayáis de aquí?
- A Siria -contestó Antonio-. Y después a Judea. Tengo que reunirme con Heredes.
- ¿Y después? -pregunté yo.
- Vuelta a Roma -me contestó.
Unos cómicos entraron en la sala vestidos con unas ropas que imitaban el uniforme romano y empezaron a correr de un lado para otro, planteando acertijos a los invitados.
- ¿Qué es lo que se levanta al ocaso y sólo baja al amanecer?
Comprendí que no se referían a la luna llena.
- ¿Qué es eso que pica más que la lana junto a esta piel tan delicada?
Y cosas por el estilo. También hicieron algunas alusiones políticas, aunque en eso procuraron no pasarse de la raya. Los invitados debían de ser muy aficionados a aquellas «diversiones» pues las acogieron pateando ruidosamente el suelo.
«Bueno, a ti siempre te aburrían las severas cenas romanas -me dije-. Algunos de los comentarios son muy ocurrentes, reconócelo.»
- Yo siempre quise ser soldado -le dije a Antonio, apoyando la mano en su brazo.
Para mi asombro, se apartó para coger un puñado de aceitunas de la mesa.
- Pues entonces ven a invadir la Partia conmigo -me dijo jovialmente.
No era posible que yo le proporcionara a él lo que le había negado a César. Tendría que financiarse aquella empresa con sus propios recursos.
- Tal vez lo hiciera como invitada tuya -contesté.
Para cuando terminó el banquete, me sentía tan cansada como si hubiera participado en una campaña. Pero en realidad había disfrutado de aquel respiro de las conversaciones convencionales y las frases protocolarias. Para mí todo aquello había sido una novedad tan grande como el barco de Venus para él.
Al ver que la velada se prolongaba y se convertía en un pretexto para emborracharse, decidí retirarme.
Antonio me miró decepcionado.
- No, quiero que te quedes.
- ¿Para beber con los hombres? Creo que se sentirán más libres cuando yo me vaya. Les he obligado a esperar tanto que están a punto de desmandarse.
- Ve a mis aposentos -dijo-. No tardaré mucho.
Me eché a reír.
- ¿Cómo las prostitutas que acompañan a los ejércitos? No, gracias -dije.
- ¡Pero si los he preparado para nosotros!
- Supongo que habrás sustituido el catre de campaña por una cama de verdad. No se trata de eso. Me avergonzaría si tuviera que subir allí a esperar al gran general. ¡Y delante de sus oficiales! -De repente me enfadé con él-. ¿Es eso lo que pretendías desde un principio, exhibirte a costa mía, impresionarlos? -Señalé con un movimiento de la mano a los invitados.
Tenía que irme de allí, me sentía traicionada.
- No, espera, yo no…
Pero no alargó la mano para retenerme.
- Eres tú el que tiene que venir a mí -le dije-. Es la única manera.
Pasé rápidamente por su lado y me dirigí a mi litera. Mientras miraba a través de sus cortinas, lamenté haberle invitado. En el caso de que acudiera al barco, no sabía si le recibiría. Ya no me apetecía verle. Se había pasado toda la velada evitándome y comportándose de manera distante y evasiva. Y por si fuera poco, pensaba que después yo lo esperaría… Estaba claro que las mujeres lo habían mimado demasiado. Estaba además lo de la víspera… presentarse de aquella manera era propio de un hombre muy seguro de sí mismo. De repente me sentí una prostituta de campamento. Me había comportado como si lo fuera.
Ya era muy tarde cuando subí a bordo y entré en mis aposentos. No era de extrañar que estuviera rendida porque la noche anterior, a aquella misma hora, me hallaba con Antonio después del banquete… Pero aunque Antonio no se hubiera presentado, la travesía y los preparativos ya me habían dejado agotada. Ahora tuve la sensación de que no me quedaba ni una gota de energía.
Apenas tenía fuerzas para permanecer sentada y ya no me quedaban ánimos ni siquiera para pensar en Antonio ni en la cena de sus soldados. Me quité la ropa, sin llamar a Carmiana, me acerqué prácticamente a rastras a la cama y me sumí en un profundo sueño que más que un sueño fue un negro sopor.
De pronto intuí una presencia en la estancia. Me desperté de golpe y me incorporé.
Antonio estaba allí, sosteniendo por encima de su cabeza una lamparita que arrojaba un débil círculo de luz a su alrededor.