Alma mía:
Desde que nos separamos, mis pensamientos han volado hacia ti todos los días, pero son sordos y mudos. No te pueden hablar y no pueden oír lo que tú les dices.
De poco me sirven por tanto, como no sea porque están donde yo quisiera estar. ¡Oh, afortunados pensamientos! Qué triste ha sido la estación del año sin ti, a pesar de que todo el mundo dice que estamos en verano. Puede que los demás lo estén.
Eso es lo que he descubierto: los partos se han alzado con la victoria en el este hasta Estratonicea, pero su avance se ha detenido. Es necesario que vaya a Roma, donde las cosas andan muy revueltas. Le he dicho a Sexto que sólo en el caso de que mi solemne pacto con Octavio y Lépido se rompa irremediablemente negociaré con él por separado. Así debe ser.
Sacudí la cabeza. Era muy obstinado. A pesar de que Octavio le había arrebatado las legiones, se negaba a pensar mal de él. O más bien se negaba a actuar contra lo que seguramente adivinaba.
Mi amigo y cliente Herodes ha huido de Masada y ha buscado la ayuda de los nabateos de Petra contra los partos. Piensa viajar a Egipto; te ruego que lo atiendas y le proporciones en mi nombre un barco para trasladarse a Roma. Tiene que recuperar el trono de Judea.
Mil besos sobre tu mano, tu garganta y tus labios.
M. A.
Casi me pareció sentirlos. Esbocé una sonrisa y guardé la misiva en una caja fuerte destinada a la correspondencia privada. Observé que no había mencionado a Fulvia.
Transcurrieron varias semanas sin que se recibieran noticias, por lo menos del mundo exterior. Yo había adquirido la costumbre de vestir holgadas túnicas de vaporosa seda, proclamando que era la nueva moda. Cuidé de encargarlas y de empezar a ponérmelas muy pronto, cuando aún no se notaba nada que pudiera llamar la atención. De esta manera confiaba en poder mantener mi estado en secreto el mayor tiempo posible. Hice que Carmiana e Iras vistieran unas túnicas similares, y las mujeres de la corte no tardaron en imitarnos. El palacio se llenó de mariposas humanas cuyo revoloteo de colores destacaba contra el blanco del mármol. Debo decir que fue una de las épocas más deliciosas que jamás hubiéramos vivido.
Hasta Mardo se hizo confeccionar una adaptación de la nueva moda, utilizando colores más claros y unas prendas más holgadas que de costumbre. Me dijo que eran muy cómodas, lo cual no me extrañó pues su cintura era cada vez más ancha. Los cinturones apretados y los hombros ajustados debían de ser una tortura para él, pero al ser mi principal ministro tenía que vestir casi siempre con prendas de ceremonia. Así pues, también él se benefició de mi estado.
Un caluroso día se presentó muy emocionado en mis aposentos. Observé que calzaba un nuevo tipo de sandalia a juego con la ropa, con una tira de cuero que rodeaba el dedo gordo del pie y otra para los demás dedos. Alrededor de las suelas y directamente en el cuero se habían pintado unas flores de loto doradas. Sostenía una carta en la mano.
- ¡Acaba de llegar! -me informó.
- Por la cara que pones -dije mientras la cogía-, deben de ser buenas noticias. Por favor, tómate un poco de este zumo frío. Es una mezcla deliciosa de cerezas y tamarindo.
Le indiqué una jarra que había sobre la mesa y las copas que la rodeaban.
Después de tomar un sorbo se volvió a llenar la copa.
- Muy refrescante -dijo, asintiendo con la cabeza.
Se sentó con gesto expectante, alisándose cuidadosamente los pliegues de la túnica.
La carta era del enviado egipcio en Apolonia, en la costa de Iliria, donde empezaba la calzada principal llamada Vía Egnatia. Estaba situada en un angosto estrecho del Adriático, directamente al otro lado de Italia, y era un excelente puesto de observación tanto para los asuntos de Grecia como para los de Italia.
¡Muy temida y poderosa Reina, saludos!
El espectáculo que hemos visto con nuestros propios ojos jamás será olvidado, y ahora trataré de que tú también lo veas. La flota de unos cien barcos de Enobarbo estaba navegando por nuestras aguas. Siempre suscita temor pues recientemente atacó Brundisium, así que todos nos congregamos en los acantilados para contemplarla con inquietud. Por el sur vimos acercarse otros barcos y nos dijeron que eran del triunviro Antonio. Dejando a su espalda el grueso de su flota, Antonio fue al encuentro de Enobarbo con sólo cinco barcos, poniéndose enteramente a su merced en caso de que la información que había recibido fuera falsa, a saber, que su general Asinio Polión había negociado un acuerdo con Enobarbo.
Cada vez se iban acercando más, y Enobarbo lo contemplaba con gesto amenazador. Sólo cuando estuvieron muy cerca -demasiado tarde para que Antonio hubiera podido salvarse en caso de que no fuera así-, Enobarbo retiró los espolones de sus barcos e hizo el signo de la paz. Las dos flotas prosiguieron juntas la navegación rumbo a Italia.
Pero lo más extraordinario es lo que los propios marineros revelaron que el general Planco trató de convencer al triunviro de que no se pusiera ciegamente en las manos de Enobarbo y que Antonio le contestó: «Prefiero morir por una deslealtad que salvarme por un acto de cobardía.»
Dejé de leer y traté de imaginarme la escena. Los barcos en el mar, acercándose los unos a los otros, la gente que lo contemplaba todo desde tierra, los navíos de guerra apartándose en el último minuto, y Antonio impertérrito en la cubierta.
- Es muy propio de él -dije.
- ¿Qué? -preguntó Mardo.
- Eso de que prefiere morir por una deslealtad… la deslealtad de otro, claro, no la suya. La suya jamás.
Era su gloria y su locura. Algún día sería su desgracia, y en eso se parecía a César, aunque con una diferencia: César jamás había creído en la buena fe de la gente sino tan sólo en la suya propia.
- Y nosotros estamos aquí viendo cómo navega hacia Italia -le dije a Mardo-. ¡La historia aún está por contar!
La espera me estaba matando.
La siguiente noticia que recibimos fue sorprendente, incluso para mí, que siempre me había enorgullecido de prever las peores conductas en las que un ser humano puede caer. Para atraer a Sexto a su bando, ¡Octavio se había casado con la tía de éste! Era una tal Escribonia, una arpía de mucho cuidado que le llevaba un montón de años.
Me dejé caer en un escabel y me puse a reír y a llorar al mismo tiempo. Mientras Antonio sólo daba las más dignas, nobles y correctas respuestas a los ofrecimientos de Sexto, Octavio se mostraba dispuesto a cargar con la tía con tal de ganar a Sexto para su causa.
- Dicen que es muy alta, y delgada como un palillo -comentó Mardo, sacudiendo la cabeza.
- Bueno, el que Octavio se case con alguien no significa que tenga que cumplir sus deberes conyugales -dije, recordando a Claudia-. O sea que primero se casa con una niña y después con una vieja, por razones políticas.
La situación era graciosa, pero no así la crueldad de Octavio.
48
Las noticias nos iban llegando con exasperante lentitud, como las maderas flotantes que el mar arroja a la playa. Antonio y Enobarbo habían llegado a Brundisium, pero la ciudad, fortificada con una guarnición de Octavio, les había cerrado las puertas. Entonces Antonio había aislado la ciudad, construyendo murallas y fosos, y Octavio había enviado tropas al sur para atacarlo. Antonio había encabezado una brillante maniobra de caballería y se había apoderado de una cohorte y media. Octavio pidió ayuda a Agripa, rogándole que movilizara a los veteranos y los condujera al sur. Cada uno de ellos vio al otro como enemigo y actuó en consecuencia.
Al parecer, la guerra no tardaría en estallar, lo cual sería muy bueno para Antonio. Cuanto antes trabaran combate tanto mejor, pues, Octavio sería cada vez más fuerte a no ser que él se lo impidiera, como yo le había comentado en una ocasión.
Después… silencio.
Me comunicaron que Herodes había llegado a mi frontera oriental en Pelusio. Mi comandante de allí le permitió trasladarse a un barco, y de este modo el rey de Judea llegó a mi puerto en una embarcación tan vieja que a duras penas se mantenía a flote.
Para preparar su visita consulté con Epafrodito, el cual me reprendió por mi ignorancia. Pensaba ofrecerle un banquete de bienvenida, pero Epafrodito me dijo:
- Él no puede comer contigo ni yo tampoco, tal como tú sabes.
Sí, yo sabía que prefería no hacerlo por motivos religiosos, pero nunca me había tomado la molestia de averiguar cuáles eran.
- ¡No serviré carne de cerdo, si es a eso a lo que te refieres! -le dije a la defensiva.
Sabía que los judíos no comían carne de cerdo, cosa que en realidad los egipcios tampoco hacíamos.
Epafrodito me miró sonriendo. A lo largo de los años había conseguido librarse por fin de sus rígidos modales en mi presencia.
- Eso es lo de menos -dijo-. Si fuera sólo por la carne de cerdo o por unas ostras… No, él no puede sentarse a comer contigo debido a una serie de normas sobre la limpieza de las vasijas, las cosas que se pueden tocar entre sí y las comidas que se pueden servir juntas.
- ¿Qué voy a hacer? ¿No comer mientras él esté aquí?
Me enfrentaba con un dilema diplomático. Tenía que agasajarlo como amigo de Antonio, pero ¿cómo?
- Puedo enviar a alguien que te ayude a preparar las comidas, pero me temo que tendrás que comprar una nueva vajilla y purificar tu cocina… ritualmente, quiero decir. -De pronto se le ocurrió una idea-. Aunque también cabe la posibilidad de que no le importe, porque no es un judío auténtico, ¿sabes?
- ¿Qué quieres decir?
La cosa era cada vez más complicada y desconcertante.
- Sus antepasados eran idumeos, y su madre ¡árabe! -dijo en tono despectivo-. Como es natural, él se proclama judío, pero ya me gustaría saber hasta qué extremo lo es. Políticamente lo tiene que ser… ¿quiénes le apoyarían si no? Pero a lo mejor es una máscara que se quita en cuanto abandona el país.
- Eso yo no lo puedo saber por adelantado -dije, lanzando un suspiro-. Tengo que pensar que se lo toma en serio. ¡Y cambiar de cocina!
- Lo tantearé -dijo Epafrodito-. Puedes tener la seguridad de que lo averiguaré. Y, además, disfrutaré de mi primer banquete en palacio después de… me parece que siete años. ¡Ya iba siendo hora!
- Pues entonces merecerá la pena, mi querido amigo.
Herodes fue anunciado por su representante y acompañado a sus aposentos. Me pregunté -demasiado tarde- si habría algún otro ritual que se hubiera tenido que cumplir en sus aposentos para hacerlos adecuados. Su representante había dicho que acudiría a verme a última hora de la tarde.
Le esperaba en el que yo llamaba siempre mi trono «informal», un trono sencillo y no demasiado elevado. Me había puesto una amplia túnica de brocado de oro confeccionada en su país, en parte para halagarle y en parte porque, al ser muy rígida y pesada, no se pegaba al cuerpo y disimulaba lo que había debajo.
Las alargadas sombras de las columnas se extendían oblicuamente sobre el suelo de la sala cuando entró Herodes vestido con unos resplandecientes ropajes en blanco y oro. Caminaba con gran empaque y su rostro estaba iluminado por una sonrisa tan sincera que nadie hubiera podido dudar de su autenticidad.
- Salve, famosa Reina de Egipto. -Me miró como si estuviera contemplando un espectáculo deslumbrador-. Todos los informes sobre tu belleza se quedan cortos. Me has… me has dejado sin habla.
Por la expresión de su rostro y el tono de su voz resultaba imposible no dar crédito a su sinceridad más absoluta.
- Te saludamos, Herodes de Judea, y te damos la bienvenida -le contesté.
- ¡La voz acompaña al rostro! Perdona mi atrevimiento, Majestad.
Yo sabía que tenía una voz agradable, y no me pareció por tanto que sus palabras obedecieran al simple deseo de halagarme.
- Tales atrevimientos se perdonan fácilmente -contesté-. Me alegro de que hayas llegado sano y salvo. Tienes que hablarme de la situación de tu país. -Me levanté y descendí del trono-. Vamos a dar un paseo por los pórticos; quiero mostrarte la puesta de sol en el puerto.
Se podía rodear todo el edificio del palacio desde unas galerías de columnas y contemplar el puerto desde distintas posiciones privilegiadas. Mientras abandonábamos juntos la sala -seguidos a una discreta distancia por todo un ejército de servidores- reparé en su imponente figura. Alto, elegante, con toda la seguridad y el porte del soldado y del gobernante nato. Le estudié el rostro por el rabillo del ojo. Poseía la belleza de los rasgos árabes: piel dorada, ojos suaves y oscuros, labios finos, nariz alta y pestañas espesas.
- ¿O sea que te diriges a Roma? -le pregunté-. Tienes una larga travesía por delante.
- Es necesario que me reúna con los triunviros. He escapado de Judea por un pelo. ¡Sé que Antonio tiene planes para luchar contra los partos que han invadido mi país! Haré cualquier cosa por ayudarle.
No pude evitar que me cayera bien.
- Quizá podrías prestar un mejor servicio si te quedaras aquí. Necesito un buen comandante para mis tropas; yo también me encuentro en estado de alerta y me estoy preparando contra los partos.
Sacudió la cabeza, pero su negativa fue más atrayente de lo que hubiera sido el asentimiento de otro.
- Antonio me necesitará -dijo.
- Ya le ayudaste en otra ocasión, y a mí también -le dije-. Cuando Gabinio le devolvió el trono a mi padre.
- En efecto, fue entonces cuando conocí a Antonio. Sólo tenía dieciséis años.
- Y ya estabas al mando de unas tropas.
- En Judea se alcanza muy pronto la mayoría de edad -dijo modestamente-. Antonio me llevaba unos años, y recuerdo la impresión que le causaste. Me lo comentó muchas veces.
Temí que se lo estuviera inventando. Pero ¿y si fuera cierto? El propio Antonio me lo había dicho. Este es el verdadero poder de las personas que conocen los trucos para congraciarse con la gente; mezclan la verdad con lo que más les conviene, y hacen que los demás queramos creerlas; nosotros mismos les hacemos el trabajo. Las instamos a que sigan y les pedimos más.
- Bueno, pero de eso hace ya mucho tiempo.