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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (14 page)

BOOK: La selva
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La gente comenzó a gritar y a alejarse en desbandada del rugido de la automática mientras el tipo vaciaba un cargador de treinta balas en el muro de hormigón a escasos centímetros por encima del cuerpo tendido de Max. Sin saber qué estaba pasando, pero actuando por instinto y gracias a la adrenalina, Cabrillo sacó la Kel-Tec y respondió a los disparos. Los primeros tenían como finalidad desviar la atención del tirador, que estaba empeñado en dejar a Max como un colador. El agente se movió bruscamente cuando una bala le pasó rozando la cabeza.

El segundo agente se disponía a abrirse el abrigo, bajo el que sin duda ocultaba su propia arma. Juan cambió de objetivo y vio con horror que ese «agente» llevaba puesto un chaleco bomba. Desde donde se encontraba podía ver los explosivos y las bolsas que debían de contener la metralla.


Allahu Akbar
—gritó el tipo. Juan le metió una bala en el cuello y el hombre se desplomó como una marioneta a la que le hubieran cortado las cuerdas.

La sangre caía por la cara del primer tirador, que se tambaleaba aturdido por la brecha que la bala de calibre 380 le había abierto en el cráneo. No había llegado a desenfundar la automática y estaba rebuscando en el bolsillo de su abrigo. Juan no conseguía tener un disparo claro con la gente que continuaba pasando en tropel, sin darse cuenta de que se estaban metiendo en medio de un tiroteo.

Sabía que era muy posible que aquel tipo llevara también un chaleco bomba, y llegó a la conclusión de que era preferible arriesgarse a que uno de los civiles fuera víctima de una bala perdida y no que docenas de ellos acabasen acribillados en una explosión. Finalmente llegó un guardia del hotel, que había estado en el otro extremo de la plataforma y no había visto nada. Este reparó en el hombre tendido en el suelo en medio de un charco de sangre.

No prestó atención al tipo con la cara ensangrentada, sino que se centró en Cabrillo, un objetivo claramente armado. Se dispuso a levantar la pistola. Casi tenía a Cabrillo en el punto de mira, cuando Max cubrió los nueve metros de distancia y le golpeó como si fuera un defensa de fútbol americano. Ambos cayeron al suelo, derribando de paso a otro hombre. Juan aprovechó la oportunidad y disparó de nuevo.

Alcanzó al terrorista en el pecho, pero este apenas dio un paso atrás por el impacto. El proyectil había impactado en una de las bolsas de metralla, que lo detuvo como si se tratara de un chaleco antibalas. La corredera de la Kel-Tec se deslizó hacia atrás indicando que la recámara estaba vacía. Cabrillo se dio la vuelta para apuntar con el pie al tirador. El cañón de la pistola de calibre 44 oculta dentro de su pierna protésica componía su varilla central para proporcionar la mayor longitud y, por tanto, precisión posibles.

Solo tenía una bala, así que el arma era básicamente un tubo con un mecanismo de disparo de doble gatillo que garantizaba que no pudiera accionarse de manera accidental. Cuando apretó el segundo gatillo la sensación fue la misma que si alguien le hubiera golpeado el muñón con un mazo. El proyectil atravesó la suela de su zapato y el retroceso estuvo a punto de tirarle al suelo. La pesada bala 300-grain entró en el cuerpo del terrorista a través del abdomen, su energía cinética le levantó del suelo como si le hubiesen agarrado por detrás.

Cayó en la piscina y se hundió cuando el chaleco bomba detonó. El agua salió disparada hacia arriba como si fuera un géiser, formando una blanca columna que se elevó a más de doce metros sobre la plataforma antes de caer de nuevo como una lluvia torrencial. La explosión había sido lo bastante potente como para volar parte del borde de acero de la piscina. El agua manaba a chorros por la brecha y caía edificio abajo hasta el asfalto.

La que hasta hacía un momento había sido bucólica piscina se había convertido en una de las cascadas de mayor altura del mundo. No quedaba nada del terrorista, y gracias a que la piscina había absorbido gran parte de la fuerza de los explosivos y de la metralla, no parecía que hubiese nadie herido, al menos no de gravedad. Cabrillo empezaba a recuperar el oído después del estruendo de la deflagración.

La mayoría de la gente gritaba y corría presa del pánico, sin saber muy bien adónde ir ni qué hacer. Por encima de todo aquel estruendo detectó un agudo quejido, el sonido de alguien que se encontraba en peligro mortal y que se impuso al aterrador clamor de los clientes del hotel.

Había un niño pequeño en la piscina, con unos manguitos de plástico en los brazos. Se había quedado jugando en la parte que no cubría cuando todos los adultos salieron del agua en medio de la confusión al empezar el tiroteo, y al parecer sus padres no habían tenido tiempo de rescatarle. El agua se vertía por la dentada brecha, como si estuviera siendo succionada por una bomba, atrayendo al chiquillo de forma inexorable hacia el metal destrozado. Juan saltó del muro de contención de casi dos metros y medio de altura y cruzó corriendo la plataforma.

Realizó un impecable salto de cabeza que habría suscitado los aplausos de los jueces olímpicos y nadó a toda prisa hacia el chico. Podía sentir cómo su cuerpo era arrastrado; era como intentar luchar contra aguas revueltas. Había sido buen nadador durante toda su vida y también capaz de salir a nado de situaciones altamente peligrosas, pero nada le había preparado para la fuerza que lo impelía hacia el lateral que había volado.

El agujero tenía un diámetro de al menos un metro veinte. Cuando llegó hasta el niño se encontraban a unos tres metros de aquel agujero. El chico agitaba frenéticamente los brazos al tiempo que lloraba desconsolado. Juan le agarró del pelo para no recibir ningún manotazo y trató de tirar de él, pero la fuerza de la corriente era demasiado potente como para luchar contra ella con una sola mano. Echó un vistazo a su alrededor con desesperación. Nadie había visto lo que estaba haciendo. El agujero era un punto de luz próximo al fondo de la piscina donde el sol iluminaba los remolinos que se formaban y disolvían a medida que el agua se vertía hacia el infinito.

Cabrillo se impulsó frenéticamente con las piernas y el brazo libre. Cada vez que avanzaba, la piscina le arrastraba el doble de espacio. El vórtice era demasiado fuerte. Le quedaban unos segundos para colarse por la brecha abierta, de modo que hizo lo único que podía. Dejó de nadar. Acto seguido se dio la vuelta hacia el agujero cogiendo al niño en brazos mientras se aproximaban al agujero. Solo dispondría de una oportunidad, de un instante para conseguir salvarse junto con el niño.

Si no lo lograba, el chico y él serían arrojados fuera de la piscina y se precipitarían hacia su muerte, cayendo más de trescientos metros en picado. Estaban a poco más de medio metro. Había aún suficiente volumen como para no hacer pie, de modo que sacudió las piernas con fuerza para impulsar la parte superior del cuerpo fuera del agua. Lanzó al chico hacia el borde que rodeaba la piscina, se hundió hasta el fondo y tomó impuso de nuevo. Salió parcialmente del agua y topó contra el lateral que estaba justo por encima de la brecha. La incesante fuerza de la succión tiró de sus piernas y estuvo a punto de arrastrarle de nuevo antes de que consiguiera afianzarse sobre el cemento y salir de allí.

Volvió la vista a un lado. El niño acababa de incorporarse, las lágrimas se unían al agua que le empapaba la cara, y había doblado el codo para examinar el arañazo que se había hecho al caer sobre la plataforma. No empezó a sollozar como un descosido hasta que no vio que comenzaba a sangrar un poco. Juan se puso en pie y cogió al pequeño en brazos para que no cayera de nuevo. Levantó la mirada hacia Max, dejó al lloroso niño junto a la maceta de una palmera y se unió al frenético éxodo del Skypark.

Llegaron al vestíbulo diez minutos más tarde, justo cuando la policía empezaba a llegar en masa al complejo hotelero. Cualquier intento de acordonar la zona resultaría infructuoso en esos momentos, y la policía parecía haberse dado cuenta de ello. La gente salía atropelladamente del edificio como un rebaño de animales asustados. Cabrillo y Hanley se dejaron llevar por la marea humana. Una vez fuera se dirigieron hacia el final de la fila de taxis y se subieron al último. El taxista estuvo a punto de protestar y decirles que no podía aceptar pasajeros hasta que no fuera su turno, pero se contuvo al ver los trescientos dólares de Singapur en la mano de Cabrillo. Ni siquiera le importó que estuvieran mojados.

7

Max rompió el prolongado silencio. Había tardado todo ese tiempo en recobrar el aliento y en que su complexión, normalmente rubicunda, recuperara el color.

—¿Te importaría decirme qué acaba de suceder ahí? Juan no respondió de inmediato. En vez de eso, metió la mano en el bolsillo para sacar su teléfono, vio que se había estropeado por el agua y lo guardó de nuevo. Hanley le entregó el suyo, que seguía intacto. Cabrillo marcó un número de memoria. Jamás programaban extensiones de otros miembros del equipo en aquellos teléfonos desechables por si acaso se los confiscaban. Descolgaron después de que sonara un tono.

—¿Qué tal, Canijo? —preguntó Juan. Chuck Gunderson, alias Canijo, era el jefe de pilotos de la Corporación. Aunque pasaba poco tiempo a bordo del
Oregon
, era parte fundamental del equipo.

—Como en una ocasión me dijo uno de mis instructores de vuelo, si no tienes paciencia jamás lograrás ser piloto. —Chuck tenía aquel peculiar acento de Minnesota que se hizo famoso gracias a la película
Fargo
. Si el piloto hubiera respondido que se encontraba «bien», eso habría indicado que no estaba solo y que probablemente se encontraba bajo coacción.

—Vamos de camino. Contacta con el control aéreo y consíguenos permiso para despegar. Gunderson debió de percibir algo en la voz del director.

—¿Problemas? —De toda clase y más. Llegaremos en unos veinte minutos. Juan colgó y le devolvió el móvil a Max. Un par de ambulancias pasaron por el carril contrario, con las luces encendidas y las sirenas a todo volumen.

—¿Vas a responder a mi pregunta? —inquirió Hanley. Cabrillo cerró los ojos rememorando el momento en que habían visto por primera vez a los terroristas. Se concentró en la gente que los rodeaba, no en ellos. La imagen se fijó en su mente y estudió los rostros de los clientes y del personal del hotel que estaban en el vestíbulo en ese instante.

No se trataba de una habilidad innata, sino más bien de algo que había aprendido a base de machacarse durante sus entrenamientos con la CIA con el fin de poder distinguir amenazas adicionales o de identificar a cómplices cuando se desataba el caos. Era frecuente que durante la comisión de un asesinato o de un atentado hubiera algún vigilante cerca para informar de la operación.

—Creo que estábamos en el lugar equivocado en el momento equivocado —dijo al final. Hanley no lo creía así.

—¿De veras piensas que fue una coincidencia?

—Sí —replicó Cabrillo, apresurándose a alzar una mano para impedir que Max replicara—. Escúchame. Como ya he dicho, si Croissard quisiera ponernos una trampa, podría haber hecho que su matón, el tal Smith... bonito nombre, por cierto... nos disparase en cuanto entramos en la suite. Después podría haber metido nuestros cadáveres en un maletero espacioso y nadie habría vuelto a saber de nosotros. ¿Me sigues? Max asintió.

—Eso le deja libre de sospecha, lo que significa que es poco probable que le hablara a alguien sobre la reunión, ya que quiere que encontremos a su hija. ¿Vale?

—Vale —espetó Hanley.

—Bueno, ¿quién estaba cerca cuando los terroristas atacaron?

—Joder, ni siquiera recuerdo cómo iban vestidos —reconoció el número dos de la Corporación.

—Llevaban abrigo, cosa que con este calor debería haberme alertado de que no se trataba de agentes de seguridad de Singapur. Vale, tú y yo éramos los únicos caucásicos del vestíbulo cuando comenzaron a seguirnos. El resto eran asiáticos. Creo que el ataque llevaba tiempo planeado, pero el ver nuestros rostros pálidos fue lo que les llevó a ejecutar el plan.

—¿En serio? —preguntó Max, dejando entrever sus dudas.

—Que nunca haya habido un atentado terrorista en Singapur no significa que no sea un objetivo. El casino es nuevo, un esplendoroso ejemplo de la decadencia occidental. Cualquier
yihadista
que se precie se moriría de ganas de hacerlo volar por los aires. Simplemente estábamos allí cuando sucedió por pura casualidad. Hanley seguía sin parecer convencido.

—Vamos a hacer una cosa —propuso Juan—. Si cuando llegue la noche ningún grupo ha reivindicado el atentado, asumimos que el blanco éramos nosotros y nos retractamos del acuerdo con Croissard, ya que es la única persona que sabía que íbamos a estar en el hotel. ¿Te satisface eso? Más vehículos de emergencias pasaron a toda velocidad, seguidos por un par de todoterrenos con pintura de camuflaje. Juan transigió al ver que Max no decía nada.

—De acuerdo, llamaré a Croissard y le diré que no seguimos y que se busque a otro para que encuentre a su hija. Hanley le lanzó una mirada.

—Ese ha sido el intento de manipulación menos convincente que he oído en mi vida.

—¿Funciona? —Sí, maldita sea —espetó Max, furioso consigo mismo por ser tan predecible—. Si algún grupo reclama la autoría, seguiremos con la misión.

—Cruzó los brazos y miró por la ventanilla como un niño enfurruñado. Cabrillo no tenía reparos en utilizar de ese modo los sentimientos de su amigo. Hanley le había hecho lo mismo a él un millón de veces. Ninguno de los dos necesitaba que lo empujasen a hacer lo correcto.

Lo que sucedía era que tenían que estar completamente de acuerdo. Su relación era el pilar sobre el que se levantaba la Corporación, y si no eran de la misma opinión en casi todo, el equipo entero perdería su efectividad. Juan pidió al taxista que los dejara a unos cuatrocientos metros del aeropuerto.

Que el Canijo les hubiera dicho que a bordo del avión todo estaba en orden no significaba que el área fuera segura. Los dos se aproximaron con cautela utilizando los vehículos aparcados a lo largo del camino de acceso para resguardarse. El edificio de cemento, con su hilera de ventanas tintadas en verde, parecía normal. Había un guardia armado delante junto a un mozo de servicio, pero ya estaba allí cuando aterrizaron. Los aviones despegaban y tomaban tierra con normalidad, lo que quería decir que el aeropuerto seguía operativo. Eso, sumado al hecho de que el segurata uniformado no parecía especialmente cauto, le indicó a Cabrillo que las autoridades aún no habían dado la voz de alarma.

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