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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (15 page)

BOOK: La selva
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Los observaron al entrar en el edificio. El traje de Juan ya no chorreaba agua, pero seguía estando empapado, y Max iba todo arrugado y con magulladuras a causa del ataque.

—Nuestro taxi chocó contra una boca de riego —explicó Juan al pasar. Momentos después una guapa azafata malaya los escoltó hasta el Gulfstream y les pidió encarecidamente que regresaran pronto.

—¿Qué os ha pasado? —preguntó el Canijo cuando subieron la escalerilla. A pesar de que había un amplio espacio, Gunderson tuvo que encorvarse para evitar que la gorra de piloto se le cayera de su rubia cabeza. Sus hombros parecían rozarse contra ambos lados del fuselaje.

—Luego te lo cuento —repuso Juan—. Sácanos de aquí. El Canijo se metió de nuevo en la cabina de mando y, junto con su copiloto, se dispuso a seguir las órdenes del director. Mientras tanto Juan cogió el teléfono vía satélite del aparato y marcó el número de móvil de Roland Croissard. Este sonó ocho veces y estaba seguro de que saltaría el buzón de voz, cuando el banquero suizo descolgó.

—Señor Croissard, soy Juan Cabrillo.

—El ruido de fondo era una sinfonía de sirenas—. ¿Qué está pasando ahí?

—Un atentado con bomba en la azotea del hotel.

—La voz de Croissard sonaba nerviosa, casi presa del pánico—. Han evacuado a todos los clientes. Menos mal, porque diez minutos después de la primera explosión, hubo otra que devastó el casino. Juan cubrió el micrófono del auricular y le relató a Max esa información, agregando:

—¿Lo ves? Nosotros no estuvimos cerca del casino. Fue una coincidencia. El perpetuo ceño de Max se hizo más marcado, pero sabía que el director tenía razón.

—¿Están bien Smith y usted?


Oui, oui, estamos ilesos
. Quizá un poco conmocionados. Bueno, al menos yo lo estoy. No hay nada que parezca perturbar a John.

—Me alegro. Creo que todos estábamos en el sitio equivocado en el momento equivocado.

—Juan tuvo que levantar la voz cuando los motores del Gulfstream se pusieron en marcha—. Quiero asegurarle que esto no afectará a nuestro acuerdo. ¿Lo entiende?

—Sí, perfectamente. Y me alivia mucho.

—Dígale al señor Smith que me pondré en contacto para darle instrucciones de cómo vamos a recogerle. Como ya he dicho, lo más probable es que sea en Chittangong, Bangladesh.


D’accord
. Se lo diré. Juan colgó el teléfono. A continuación rebuscó en un armario y encontró un par de monos de mecánico. Eran de la talla del Canijo, pero una carpa de circo seca era mejor que un traje hecho a medida mojado.

Despegaron unos minutos después, y justo cuando el tren de aterrizaje se retrajo dentro del fuselaje, la voz del Canijo se escuchó en el interfono.

—Las autoridades de Singapur acaban de prohibir el despegue de cualquier avión. Nos piden que regresemos al aeropuerto, pero supongo que habremos rebasado el límite de las doce millas antes de que puedan hacer algo al respecto. No sé la que habréis liado Max y tú, pero los habéis puesto furiosos. Hanley y Cabrillo intercambiaron una mirada.

Max se inclinó hacia una pequeña nevera y sacó un par de cervezas; una Peroni para Juan y una Bud Light para él. La Light era la admisión de la lucha personal que estaba librando contra su barriga.

—Yo diría que hemos escapado de Singapur por los pelos. Cabrillo profirió un gruñido.

Ocho horas más tarde, y medio océano de por medio, Gomez Adams situó el MD 520N de la Corporación sobre la bodega de carga situada en el extremo de popa. El carguero cabeceaba suavemente, pero una refrescante brisa soplaba de babor. Manipuló los mandos con sumo tacto para ajustarse al cabeceo, viraje y velocidad y posó el gran helicóptero en cubierta. Tan pronto los patines besaron el acero, apagó la turbina y anunció:

—Estamos en casa. Y lo creáis o no aún queda algo de vapor en los tanques de combustible. Un técnico se apresuró en el acto a asegurar el helicóptero.

El carguero de once mil toneladas se encontraba en la costa oriental del subcontinente hindú, a la distancia máxima que la autonomía del helicóptero le permitía, mientras surcaba las grandes olas de camino al punto de encuentro en Bangladesh. A lo lejos, el sol se ponía por el este tiñendo las nubes en tonos anaranjados, rojos y violetas, y proyectaba una trémula estela dorada sobre las olas. No había una puesta de sol más hermosa que las que podían verse en el mar, pensó Cabrillo mientras pasaba por debajo de las aspas aún en movimiento del helicóptero.

El aire que generaban hacía que el mono, demasiado grande para su talla, se sacudiese y agitase como si le estuviera atacando. Max le brindó una amplia sonrisa cuando el cuello golpeó a Juan en la cara.

—Bienvenidos, chicos —les saludó Linda Ross acercándose a ellos. Llevaba un par de pantalones cortados y una camiseta de tirantes—. Tenéis un don para buscar problemas, ¿no? Hanley señaló a Juan con el pulgar.

—Échale la culpa a él. El tío solo atrae a kamikazes, terroristas y chiflados.

—No te olvides de las mujeres salidorras. ¿Qué noticias hay de los atentados?

—Un nuevo grupo llamado al-Qaeda del Este ha reclamado la autoría del ataque. No hay ninguna víctima mortal y solo cinco heridos leves. Las dos explosiones del tejado eran chalecos bomba corrientes, con Semtex y chatarra. Ya sabes, pan comido para asesinos. La del casino fue mucho más pequeña. Aún no se sabe lo que fue, o al menos no han informado de ello. Mark y Eric creen que pueden colarse en el servidor central de la policía de Singapur, aunque no parecen demasiado confiados.

—Diles que no se molesten —dijo Cabrillo—. Mi teoría es que quien dirigía a los terroristas arrojó una granada de mano en una papelera para crear más caos. No quiero ni pensar en cuál habría sido el número de víctimas mortales si Max y yo no hubiéramos estado allí.

—Amén —repuso Hanley, y se fue tranquilamente hacia Adams y sus mecánicos para darles órdenes. Frente a la barandilla de estribor, un tripulante había abierto la tapa de lo que en un principio había sido un bidón metálico de doscientos ocho litros normal y corriente.

Estaba tan abollado y descuidado como el resto de las cosas a bordo del
Oregon
. En lugar de ser un desperdicio que habían desechado en cubierta, el bidón era un reducto cuidadosamente posicionado para una ametralladora M60 accionada por control remoto.

El técnico de la armería había abierto la tapa y el arma se elevó y colocó en posición horizontal mientras la limpiaba y examinaba en busca de algún signo de corrosión causada por el salitre. Esa era una de la serie de armas idénticas situadas alrededor del perímetro de la cubierta y cuyo uso principal era el de repeler cualquier intento de abordaje.

—¿Por qué allí? —se preguntó Linda en voz alta mientras el director y ella se encaminaban hacia la imponente superestructura en medio del navío. Su pintura blanca se había descolorido y ahora tenía el tono de la cuajada y se estaba descascarillando como si fuera un reptil prehistórico mudando la piel.

Ya que no había ningún otro barco en su campo de visión, no se habían molestado en bombear un sucedáneo de humo para simular que la única chimenea del carguero estaba en funcionamiento. A diferencia de cualquier otra embarcación que surcaba las aguas hoy en día, el
Oregon
contaba con motores magnetohidrodinámicos. El revolucionario sistema utilizaba magnetos superrefrigerados para liberar electrones del agua salada. La electricidad generada se empleaba para impulsar el agua a través de dos turbinas. Con el tiempo ese tipo de propulsión se convertiría en el método estándar en toda embarcación ya que era respetuoso con el medio ambiente, pero su desorbitado coste, sumado al hecho de que se encontraba en estado de desarrollo aún experimental, hacía del
Oregon
el único barco que lo utilizaba.

—El casino es propiedad de una empresa estadounidense y, de acuerdo a los principios del Islam, el juego, o
maisir
, está prohibido —puntualizó Cabrillo—. Ese lugar es el templo de todo lo profano. ¿Se sabe algo de los terroristas?

—Solo lo que captaron las cámaras de vigilancia del hotel cuando estaban en el vestíbulo y en el ascensor. Eran malayos o indonesios. No se ha hallado ninguna identificación. Llevará días realizar una búsqueda de ADN, y es muy probable que esos tipos no aparezcan en ninguna base de datos. Sus fotografías podrían arrojar alguna coincidencia, pero no hay nada por ahora.

—Es pronto —observó Juan. Esquivaron la brazola de una puerta hermética y entraron en la superestructura. La fuente de iluminación eran fluorescentes atornillados al techo y los pasillos eran de acero pintado. Cuando no se esperaba la llegada de extraños al barco, se mantenía un ambiente respirable, que podía cambiarse en cuestión de minutos.

En climas fríos, si había a bordo algún inspector o agente de aduanas, ponían en marcha el gran sistema de aire acondicionado, y en climas tropicales bombeaban más calor para que los intrusos deseasen abandonar el barco lo antes posible. Además, la iluminación podía ajustarse para que parpadeara gracias al empleo de frecuencias ideadas para interferir en la actividad neural. A algunos les provocaba leves jaquecas y náuseas.

A un epiléptico podía provocarle una crisis. Por fortuna aquello había sucedido solo en una ocasión, y la doctora Huxley estaba presente. Desde que unos meses antes un incidente con unos piratas somalíes no salió como estaba planeado, Max había instalado inyectores que podían inundar de monóxido de carbono toda la superestructura, o habitaciones individuales, todo ello bajo la atenta supervisión de Julia Huxley.

El gas inodoro e incoloro producía somnolencia y letargo en un principio, pero una exposición prolongada causaría daños cerebrales y finalmente la muerte. Debido a que los individuos reaccionaban de manera distinta dependiendo de su tamaño y condición física, Cabrillo consideraba aquello como una acción desesperada. Entraron en el poco utilizado cuarto del portero y Linda giró los mandos de un fregadero como si estuviera manipulando la ruleta de una caja fuerte.

El agua que salió del caño tenía un color marrón chocolate y era un tanto grumosa. Ningún detalle era demasiado. Una puerta secreta se abrió dejando al descubierto las opulentas entrañas del
Oregon
, las estancias donde los hombres y mujeres que lo tripulaban pasaban la mayor parte del tiempo. Bajaron a la siguiente cubierta, donde estaban ubicados casi todos los camarotes de la tripulación, y Juan se detuvo delante de la puerta de su propia suite. Linda se dispuso a seguirle dentro para continuar con el informe.

—Lo siento —dijo Juan—, pero necesito una ducha y quitarme esta ropa. Parezco una figura de
La guerra de las galaxias
vestido con el mono de un viejo G. I. Joe.

—No tenía pensado mencionar que necesitas un nuevo sastre.

—Sonrió con descaro—. Tienes la misma pinta que yo cuando de pequeña me ponía una de las camisas de mi padre como blusón para la clase de arte.

—Contratamos a Gunderson por su habilidad para pilotar, no porque tuviera una talla media.

—Se dio la vuelta, pero se detuvo—. Una cosa más. Baja a la bodega de carga y diles que necesitamos que liberen una de las LNFR de todo el peso que puedan. Eso incluye retirar uno de los motores fueraborda y colocar el otro en el centro. Max tiene a Gomez Adams y a su equipo haciendo lo mismo con el pájaro.

La LNFR era una de las dos lanchas neumáticas de fondo rígido a bordo del
Oregon
; una guardada en una cámara a estribor, donde podía ser lanzada al mar, y otra en la bodega de proa como apoyo. Linda no señaló la obviedad del plan de Cabrillo.

Una vez llegasen en helicóptero a Myanmar, el único modo posible de ir hacia el interior era por agua.

—Sí, director. Disfruta de la ducha.

—Linda se marchó con paso tranquilo. El camarote del director estaba decorado como si hubiera sido el plató de
Casablanca, con todo tipo de arcadas, biombos de madera finamente tallados y suficientes macetas con plantas para simular un oasis. El suelo de baldosas estaba dispuesto sobre una membrana de caucho para que la vibración del barco no lo
rajara.

Antes de atender sus propias necesidades, e inspirado por el pelotón de la cubierta, sacó la Kel-Tec del bolsillo del mono y la dejó en el vade de sobremesa de su escritorio, junto a lo que parecía un antiguo teléfono de baquelita, que en realidad era parte del sofisticado sistema de comunicación del
Oregon
. Detrás de su escritorio había una caja fuerte.

Abrió la pesada puerta, haciendo caso omiso de la colección de armas y fajos de divisas extranjeras y monedas de oro allí guardados, y cogió un kit de limpieza. Sabía que la recámara de la automática estaba limpia, pero accionó la corredera varias veces una vez que extrajo el cargador vacío. Después de restregar a conciencia el cañón y la recámara, frotó todos los componentes con lubricante para armas.

A continuación abasteció el cargador de nuevas balas. Habría metido el cargador, pero quería que los armadores y Kevin Nixon, del taller de magia, dieran un repaso a su pierna artificial después de ducharse, de modo que se limitó a meter la pistola en el cajón de su mesa. Un arma cargada no era un peligro hasta que alguien la tocaba. Se despojó del mono talla XXL, se quitó la prótesis de la pierna y fue saltando a la pata coja hasta su lujoso cuarto de baño.

Tenía una bañera de cobre lo bastante grande para que varios elefantes retozaran toda la tarde en ella, pero raras veces la usaba. En su lugar optó por la ducha, ajustó la temperatura y los múltiples caños hasta que su cuerpo se vio golpeado por tsunamis de agua, lo más caliente que era capaz de aguantar. Se vistió de manera informal, con unos ligeros pantalones de algodón y un polo de color morado, y se calzó unos blandos mocasines de piel sin calcetines.

A diferencia de su pierna de combate, la prótesis que llevaba en esos momentos era una gemela virtual de su miembro de carne y hueso. Su camarote era el más próximo al centro de operaciones, el núcleo electrónico neurálgico del carguero. Desde aquella sala, cuya tecnología punta se asemejaba a la del puente de mando de una nave espacial de ciencia ficción, se controlaban todas las armas, sistemas defensivos y de control de daños, el casco y la propulsión del
Oregon
.

La habitación semicircular, dominada por una enorme pantalla plana y tenuemente iluminada, contaba con un timonel y un oficial artillero sentados al frente, operadores a cargo de los sistemas de comunicaciones, de radar y de sónar, y otra docena más de miembros del personal. El vigía se sentaba en un sillón situado en el centro de la sala y disponía de su propio monitor y controles de mando, con los que podía manejar todos los demás. Mark y Eric le colgaron el apodo de «el sillón de Kirk» en cuanto lo vieron, lo cual complacía a Cabrillo, ya que se había inspirado en
Star Treck
para diseñar el lugar.

BOOK: La selva
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