La Semilla del Diablo (15 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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—¡Qué horrible!

—¿Decías?

—Que estábamos aquí, Guy y yo, y dos minutos después de que las luces se apagaran, Minnie ya estaba en la puerta con un puñado de velas —hizo un gesto hacia la repisa de la chimenea—. ¿Cómo puedes encontrar defectos a vecinos así?

—Claro, imposible —dijo Hutch, que estaba mirando fijamente hacia la repisa—. ¿Son ésas? —preguntó.

Entre un cuenco de piedra pulimentada y un microscopio había dos palmatorias. En ellas había unas velas negras ribeteadas con chorreones de cera.

—Las que quedan —explicó Rosemary—. Trajo muchas. ¿Qué pasa?

—¿Eran todas negras? —preguntó.

—Sí —contestó—. ¿Por qué?

—Es curioso —se apartó de la repisa de la chimenea, sonriéndole—. ¿No me invitas a café? Cuéntame más cosas de la señora Castevet. ¿Dónde cría esas hierbas suyas? ¿En macetas?

* * *

Estaban sentados ante las tazas en la mesa de la cocina unos diez minutos después, cuando la puerta del apartamento se abrió y Guy entró apresuradamente.

—¡Vaya! ¡Qué sorpresa! —dijo acercándose y estrechando la mano de Hutch antes de que éste pudiera levantarse—. ¿Cómo estás, Hutch? ¡Qué alegría verte! —acarició la cabeza de Rosemary con su otra mano, se inclinó y la besó en las mejillas y los labios—. ¿Cómo sigues, cariño?

Aún llevaba Guy el maquillaje; su cara era color naranja, sus ojos grandes y con exageradas pestañas negras.

—Tú eres la sorpresa —dijo Rosemary—. ¿Qué ha pasado?

—¡Ah! Se detuvieron en la mitad para una corrección en el guión, los malditos. Seguiremos por la mañana. Seguid donde estáis, que nadie se mueva; voy a quitarme el abrigo —se dirigió al lavabo.

—¿Quieres un poco de café? —le preguntó Rosemary.

—Sí, un poco.

Ella se levantó y le llenó una taza, volviendo a llenar la taza de Hutch y la suya propia. Hutch dio una chupada a su pipa, con aspecto pensativo.

Guy volvió con sus manos llenas de paquetes de Pall Mall.

—Botín —dijo, soltándolos sobre la mesa—. ¿Quieres uno, Hutch?

—No, gracias.

Guy abrió un paquete, golpeó ligeramente a los cigarrillos y sacó el primero que asomó. Hizo un guiño a Rosemary cuando ella se sentó de nuevo.

Hutch dijo:

—Parece que debo de felicitaros.

Guy repuso, mientras encendía un cigarrillo:

—¿Te lo ha dicho Rosemary? Es maravilloso, ¿verdad? Estamos encantados. Claro que yo estoy asustado, pues temo ser una birria de padre; pero Rosemary será tan buena madre que no se notará la diferencia.

—¿Para cuándo esperáis al niño? —preguntó Hutch.

Rosemary se lo dijo y luego contó a Guy que el doctor Sapirstein había intervenido en los nacimientos de dos nietos de Hutch.

Hutch le dijo:

—He conocido a tu vecino, Roman Castevet.

—¡Ah! ¿Sí? —dijo Guy—. Es un viejo tipo divertido, ¿no? Sabe contar muchas historias interesantes sobre Otis Skinner y Modjeska. Entiende mucho de teatro.

Rosemary le dijo:

—¿Te has fijado alguna vez en que tiene las orejas perforadas?

—Bromeas —contestó Guy.

—No, no bromeo; lo he visto.

Se bebieron su café, hablando de los rápidos progresos que estaba haciendo Guy en su carrera y de un viaje que Hutch pensaba hacer a Grecia y Turquía en la primavera.

—Es una vergüenza que no te hayamos visto más últimamente —le reprochó Guy, cuando Hutch se excusó y se levantó—. Como yo estoy tan ocupado y Ro del modo que está, la verdad es que no vemos a nadie.

—Quizá podamos cenar pronto juntos —repuso Hutch; y Guy, conviniendo en lo mismo, fue a traerle el abrigo.

Rosemary le recordó:

—No olvides mirar lo de la raíz.

—No lo olvidaré —respondió Hutch—, y tú dile al doctor Sapirstein que compruebe su báscula; aún sigo creyendo que has perdido bastante más de un kilo y medio.

—No seas tonto —replicó Rosemary—. Las básculas de los doctores son exactas.

Guy sosteniendo abierto un abrigo, dijo:

—Este no es mío; debe ser tuyo.

—Estás en lo cierto —repuso Hutch. Volviéndose, metió los brazos por las mangas—. ¿Habéis pensado ya en nombres o es demasiado pronto? —preguntó a Rosemary.

—Si es niño, Andrew o Douglas —contestó ella—. Si es niña, Melinda o Sarah.

—¿Sarah? —preguntó Guy—. Y ¿qué ha pasado a «Susan»? —agregó dando a Hutch su sombrero.

Rosemary ofreció su mejilla para que Hutch la besara.

—Espero que esos dolores se pasen pronto —deseó.

—Se pasarán —repuso ella sonriendo—. No te preocupes.

Guy dijo:

—Es una cosa bastante corriente.

Hutch se palpó su bolsillo.

—¿Se me ha caído por aquí el otro guante? —preguntó y mostró un guante marrón con un adorno de piel. Se volvió a registrar los bolsillos.

Rosemary miró por el suelo y Guy fue al lavabo y miró por el suelo y el estante.

—No lo veo, Hutch —dijo.

—No tiene importancia —dijo Hutch—. Probablemente me lo dejé en el City Center. Me detendré allí a la vuelta. Bueno, cenaremos juntos algún día, ¿verdad?

—Pues claro —respondió Guy, y Rosemary propuso:

—La semana que viene.

Lo acompañaron y lo observaron irse hasta que desapareció tras la primera vuelta del pasillo. Luego regresaron al apartamento y cerraron la puerta.

—Ha sido una agradable sorpresa —dijo Guy—. ¿Llevaba aquí mucho rato?

—No mucho —contestó Rosemary—. Adivina lo que ha dicho.

—¿Qué?

—Que tengo un aspecto terrible.

—¡Ese pobre viejo de Hutch! —exclamó Guy—. Dando ánimos dondequiera que va —Rosemary se le quedó mirando interrogativamente—. Es un aguafiestas profesional, cariño —le dijo—. ¿Recuerdas cómo trató de alarmarnos cuando nos mudamos aquí?

—Él no es un aguafiestas profesional —replicó Rosemary, mientras se dirigía a la cocina para retirar las cosas de la mesa.

Guy se apoyó contra la jamba de la puerta.

—Entonces es uno de los aficionados de más categoría.

Unos minutos más tarde se puso el abrigo y salió a comprar el periódico

* * *

El teléfono sonó aquella noche a las diez y media, cuando Rosemary estaba en la cama leyendo y Guy estaba en el estudio viendo la televisión. Él contestó a la llamada y un minuto después le trajo el teléfono al dormitorio.

—Hutch quiere hablar contigo —le dijo, poniendo el teléfono sobre la cama y agachándose para enchufarlo—. Le dije que estabas descansando, pero él me ha contestado que no podía esperar.

Rosemary tomó el receptor:

—¿Hutch? —preguntó.

—¡Hola, Rosemary! —contestó Hutch—. Dime, querida, ¿sales algunas veces o te quedas en tu apartamento todo el día?

—Bueno, ahora no salgo —repuso ella, mirando a Guy—; pero podría salir. ¿Por qué?

Guy le devolvió la mirada, frunciendo el ceño, escuchando con atención.

—Hay algo de lo que quiero hablarte —le dijo Hutch—. ¿Puedes encontrarte conmigo mañana por la mañana a las once frente al edificio Seagram?

—Si quieres que vaya... —contestó—. ¿De qué se trata? ¿No me lo puedes decir ahora?

—Mejor será que no te lo diga —respondió él—. No es nada importante, así que no te preocupes. Podemos tomar un desayuno tardío o un almuerzo tempranero, como quieras.

—Será estupendo.

—Bueno, pues entonces a las once, frente al edificio Seagram.

—Bien. Oye, ¿encontraste tu guante?

—No, allí no lo tenían —dijo él—; pero de todos modos ya era hora de que me comprara otros nuevos. Buenas noches, Rosemary. Que duermas bien.

—Igualmente. Buenas noches.

Colgó.

—¿Qué pasa? —preguntó Guy.

—Quiere que me encuentre con él mañana por la mañana. Tiene algo que decirme.

—¿No te ha dicho de qué se trata?

—No.

Guy meneó la cabeza, sonriendo.

—Creo que esas historias de aventuras para muchachos se le han metido en la cabeza —comentó—. ¿Dónde vas a verte con él?

—Frente al edificio Seagram, a las once.

Guy desenchufó el teléfono y se fue con él hacia el estudio; pero casi inmediatamente estuvo de vuelta.

—Tú eres la que estás embarazada y sin embargo soy yo el que tiene los antojos —dijo, volviendo a enchufar el teléfono y colocándolo sobre la mesilla de noche—. Voy a salir a comprar helado. ¿Quieres uno?

—Sí —contestó Rosemary.

—¿De vainilla?

—Bueno.

—Volveré en seguida.

Salió y Rosemary se apoyó contra su almohadón, con la vista fija enfrente y sin mirar, con el libro olvidado sobre su regazo. ¿De qué le querría hablar Hutch? Había dicho que no era nada importante; pero tampoco debía tratarse de algo sin importancia, si no, no la habría llamado de ese modo. ¿Sería algo sobre Joan? ¿O sobre cualquiera de las otras chicas con las que ella había compartido el apartamento?

A lo lejos, ella oyó sonar brevemente, una sola vez, el timbre de los Castevet. Probablemente era Guy, preguntándoles si querían un helado o un periódico. Muy amable de su parte.

El dolor se agudizó en su interior.

13

A la mañana siguiente Rosemary llamó a Minnie por el teléfono de la casa y le dijo que no le trajera la bebida a las once; iba a salir y no estaría de vuelta hasta la una o las dos.

—Muy bien, querida —le contestó Minnie—. No se preocupe lo más mínimo. No tiene que beberla a ninguna hora fija; sólo con que la beba... Puede salir. Hace un día muy bueno y le sentará bien tomar un poco de aire fresco. Telefonéeme cuando vuelva, y entonces le llevaré la bebida.

Era realmente un hermoso día; soleado, frío, claro, y vigorizador. Rosemary fue andando lentamente, con ganas de sonreír, como si no llevara aquel dolor dentro de ella. En todas las esquinas había miembros del Ejército de Salvación vestidos de Santa Claus, tocando campanillas según su costumbre inveterada. Todos los almacenes tenían en sus escaparates adornos navideños; Park Avenue tenía su línea central de árboles de Navidad.

Llegó al edificio Seagram a las once menos cuarto, y como era temprano y no se veía la menor señal de Hutch, se sentó un momento a un lado del patio exterior del edificio, tomando el sol que le daba de cara y escuchando con placer los pasos y los retazos de conversación, los autos y camiones y el ronroneo de un helicóptero. El vestido que llevaba debajo del abrigo (por primera y satisfactoria vez) se ajustaba sobre su estómago; tal vez después de almorzar fuera a Bloomingdale y echara un vistazo a los vestidos para maternidad. Se alegraba de que Hutch la hubiera llamado de esa manera (pero, ¿de qué querría hablarle?); el dolor, incluso el dolor constante, no era excusa para que se quedara en casa tanto como ella se quedaba. A partir de ese momento lucharía, lo combatiría con aire, sol y actividad; no sucumbiría a él en la lobreguez de la Bramford, bajo los bienintencionados mimos de Minnie, Guy y Roman.
¡Fuera el dolor!
—pensó—.
¡Ya no lo tendré más!
Pero el dolor siguió, inmune al Pensamiento Positivo.

A las once menos cinco se levantó y se quedó de pie frente a las puertas de cristal del edificio, al borde de su densa corriente de tránsito. Hutch, probablemente, vendría de dentro, pensó ella, de alguna cita anterior; o, si no, ¿por qué había escogido ese lugar en vez de cualquier otro para su encuentro? Observó las caras de los que se acercaban, fijándose lo más que podía; creyó haberlo visto, pero se había equivocado. Luego vio a un hombre con el que se había citado antes de conocer a Guy; pero se equivocó otra vez. Siguió mirando, poniéndose de puntillas de vez en cuando; pero sin ansiedad, ya que sabía que aunque no lograra verlo, Hutch la vería a ella.

A las once y cinco aún no había venido, y tampoco a las once y diez. A las once y cuarto ella entró dentro para mirar al directorio del edificio, pensando que podría ver algún nombre que hubiera mencionado alguna vez y a donde pudiera llamar preguntando por él; pero el directorio era demasiado largo y tenía muchos nombres para poderlo leer con atención, así que paseó entre las columnas y al no ver nada familiar, salió de nuevo.

Volvió al patio y se sentó en el mismo sitio, observando la entrada del edificio y mirando de vez en cuando a los suaves escalones que subían desde la acera. Hombres y mujeres encontraron a otros hombres y mujeres; pero no hubo la menor señal de Hutch. Cosa rara en él, pues nunca llegaba tarde a las citas.

A las doce menos veinte Rosemary volvió a entrar en el edificio y preguntó a un empleado dónde había un teléfono público, y el empleado le dijo que en el sótano.

Al final de un corredor blanco había un agradable saloncito con modernas sillas negras, un mural abstracto y una sencilla cabina telefónica de acero inoxidable. Dentro de la cabina había una joven negra, pero terminó pronto y salió sonriendo amistosamente. Rosemary se metió dentro y marcó el número del apartamento. Tras cinco timbrazos contestó la portería; no había mensajes para Rosemary, y el único mensaje para Guy era de un tal Rudy Horn y no de un tal señor Hutchins. Tenía otra moneda de diez centavos y la utilizó para llamar al número de Hutch, pensando que en el edificio sabrían dónde estaba o tendrían un mensaje para él. Al primer timbrazo contestó una mujer con un «¿Sí?» de tono preocupado y no oficioso.

—¿Es el apartamento de Edward Hutchins? —preguntó Rosemary.

—Sí, ¿quién llama, por favor? —por la voz parecía una mujer ni joven ni vieja; cuarentona, quizá.

Rosemary explicó:

—Soy Rosemary Woodhouse. Tenía una cita a las once con el señor Hutchins y no se ha presentado todavía. ¿Tiene idea de si va a venir o no?

Hubo un silencio, silencio que siguió.

—¿Diga? —inquirió Rosemary.

—Hutch me habló de usted, Rosemary —dijo la mujer—. Me llamo Grace Cardiff. Soy amiga suya. La pasada noche se lo llevaron enfermo. O a primera hora de esta madrugada, para ser exactos.

Rosemary sintió que su corazón le daba un vuelco.

—¿Que se lo han llevado enfermo? —preguntó.

—Sí. Estaba en un profundo coma. Los médicos no han podido descubrir cuál es la causa. Está en el Hospital St. Vincent.

—¡Es terrible! —exclamó Rosemary—. Pero si yo hablé con él anoche a eso de las diez y media y parecía estar bien.

—Pues yo hablé con él poco después de esa hora —dijo Grace Cardiff—, y también me pareció que estaba bien. Pero cuando esta mañana vino la mujer que le hace la limpieza, lo halló en el suelo de su dormitorio, inconsciente.

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