La Semilla del Diablo (13 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Cuando salió, ellos ya entraban: Minnie, en bata de casa; Roman sosteniendo con ambas manos una botella de vino, y Guy tras ellos, ruborizado y sonriente.

—¡Eso es lo que yo llamo una buena noticia! —exclamó Minnie—. ¡Fe-li-ci-da-des!

Se abrazó a Rosemary, la sujetó por los hombros y besó su mejilla ruidosamente.

—Con nuestros mejores deseos, Rosemary —dijo Roman, poniendo sus labios en la otra mejilla—. Estamos más contentos de lo que podríamos expresar. No teníamos ninguna botella de champaña; pero con esta de Saint Julien de 1961 nos arreglaremos para un brindis.

Rosemary les dio las gracias.

—¿Cuándo le tocará, querida? —preguntó Minnie.

—El veintiocho de junio.

—Va a ser tan emocionante —dijo Minnie—, entre ahora y entonces.

—Nosotros nos encargaremos de sus compras —ofreció Roman.

—¡Oh, no! —contestó Rosemary—. No hará falta.

Guy trajo vasos y un sacacorchos, y Roman se aprestó a abrir la botella de vino. Minnie tomó a Rosemary del codo y ambas se dirigieron a la sala.

—Y dígame querida —quiso saber Minnie—, ¿tiene usted un buen médico?

—Sí, uno muy bueno —contestó Rosemary.

—Uno de los mejores tocólogos de Nueva York —prosiguió Minnie— es muy amigo nuestro. Se llama Abe Sapirstein, y es judío. Él interviene en todos los partos de la alta sociedad y la ayudaría también a tener su bebé si nosotros se lo pedimos. Y le cobrará barato, así que podrán ahorrarse parte del dinero que a Guy tanto le cuesta ganar.

—¿Abe Sapirstein? —preguntó Roman desde el otro lado de la habitación—. Es uno de los mejores tocólogos del país, Rosemary. Habrá oído hablar de él, ¿verdad?

—Creo que sí —repuso Rosemary, recordando el nombre de un artículo en una revista.

—Yo sí que he oído —afirmó Guy—. ¿No figuraba en el
Open End
hace un par de años?

—Exacto —dijo Roman—. Es uno de los mejores tocólogos del país.

—¿Ro? —preguntó Guy.

—Y ¿qué hacemos con el doctor Hill? —preguntó ella.

—No te preocupes, le diré algo —aseguró Guy—. Ya me conoces.

Rosemary pensó en el doctor Hill, tan joven, tan Kildare, con su laboratorio que quería más sangre porque la enfermera había estado despistada o alguien se había despistado, causándole sin necesidad molestias y preocupaciones.

—Yo no voy a dejar que vaya a ningún doctor Hill, del que nadie ha oído hablar. Usted tendrá lo mejor, jovencita, y lo mejor es Abe Sapirstein.

Rosemary, agradecida, les sonrió porque hubieran tomado aquella decisión por ella.

—Si están tan seguros de que me recibirá... —dijo—. Debe de estar demasiado ocupado.

—La recibirá —aseguró Minnie—. Voy a llamarle ahora mismo. ¿Dónde está el teléfono?

—En el dormitorio —dijo Guy.

Mientras Minnie iba al dormitorio, Roman llenaba de vino los vasos.

—Es un hombre muy inteligente —explicó—, con toda la sensibilidad de su atormentada raza —dio vasos a Rosemary y Guy—. Esperemos a Minnie.

Se quedaron inmóviles, cada uno sujetando un vaso lleno de vino. Roman sosteniendo dos. Guy dijo:

—Siéntate, cariño.

Pero Rosemary negó con la cabeza y siguió de pie.

Minnie, desde el dormitorio, estaba hablando:

—¿Abe? Soy Minnie. Bien, gracias. Escucha: una buena amiga nuestra acaba de enterarse hoy de que está embarazada. Sí, ¿verdad? Ahora estoy en su apartamento. Le hemos dicho que a ti te complacería encargarte de ella y que no le cobrarías ninguno de esos precios fantasiosos.

Se quedó callada un momento, y luego dijo:

—Espera un instante —y alzó la voz—. ¿Rosemary? ¿Puede ir a verle mañana por la mañana a las once?

—Sí, me va bien —respondió Rosemary, alzando también la voz.

Roman dijo:

—¿Ve usted?

—Le va bien a las once, Abe —dijo Minnie—. Sí. Tú también. No, nada en absoluto. Esperemos que sí. Adiós.

Volvió.

—Ahí tiene —dijo—. Le apuntaré su dirección antes de que vaya. Está en la Calle Setenta y Nueve y Park Avenue.

—Un millón de gracias, Minnie —dijo Guy.

—No sé cómo agradecérselo a los dos —añadió Rosemary.

Minnie tomó el vaso de vino que Roman le alargaba.

—Muy sencillo —repuso—. Haciendo todo lo que Abe le diga. Y ya verá como tiene un bebé muy sano; eso es todo lo que pediremos.

Roman alzó su vaso:

—Por un bebé muy sano —brindó.

—¡Bravo, bravo! —exclamó Guy, y entonces todos bebieron: Guy, Minnie, Rosemary y Roman.

—¡Hummm! —exclamó Guy—. Es delicioso.

—¿Verdad que sí? —dijo Roman—. Y no es muy caro.

—¡Oh! —exclamó Minnie—. No puedo esperar más a darle la noticia a Laura-Louise.

Rosemary le rogó:

—¡Por favor! No se lo diga a nadie más. Aún no. Es tan pronto...

—Tiene razón —dijo Roman—. Ya tendremos tiempo para propagar la buena noticia.

—¿Le apetece a alguien queso y galletas? —preguntó Rosemary.

—Siéntate, cariño —le dijo Guy—. Yo lo traeré.

* * *

Aquella noche, Rosemary estaba demasiado excitada por el gozo y la emoción para poder dormirse rápidamente. Dentro de ella, bajo las manos que se posaban alerta sobre su vientre, un diminuto huevo había sido fertilizado por una diminuta semilla. ¡Oh milagro! Crecería hasta convertirse en Andrew o Susan (de «Andrew» estaba ella segura; «Susan» estaba todavía por discutir con Guy). ¿Qué sería ahora Andrew-o-Susan? ¿Cómo una cabecita de alfiler? No, seguro que era más que eso; al fin y al cabo ¿no estaba ya ella en su segundo mes? Claro que lo estaba. Ya sería como un pequeño renacuajo. Tendría que encontrar unas láminas de anatomía o un libro en donde se explicara lo que sucedía exactamente mes por mes. El doctor Sapirstein conocería alguno.

Cerca pasó aullando un coche de bomberos. Guy se movió y murmuró, y detrás de la pared la cama de Minnie y Roman crujió.

Había tantos peligros de que preocuparse en los meses que se avecinaban: incendios, caída de objetos, autos escapados de control, peligros que nunca habían sido peligros hasta entonces; pero que ahora eran peligros, ahora que Andrew-o-Susan estaba empezado y tenía vida. (¡Sí, vida!) Ella renunciaría a su cigarrillo de vez en cuando, por supuesto. Y preguntaría al doctor Sapirstein lo de los cócteles.

¡Si pudiera todavía rezar! ¡Qué bonito sería apretar un crucifijo de nuevo entre las manos y que Dios la oyera! Le pediría que transcurrieran con seguridad los ocho meses que faltaban; nada de sarampión, por favor, ni nuevas drogas sensacionales con efectos secundarios, como la talidomida. Ocho buenos meses, por favor, libre de accidentes y enfermedades, llenos de hierro, leche y sol.

De repente recordó aquel talismán de la buena suerte, la bola de raíz de tanis; y fuera aquello idiota o no, quiso tenerlo; lo necesitaba alrededor de su cuello. Se deslizó fuera de la cama, fue de puntillas hasta el tocador, y la sacó de la cajita, quitándole el envoltorio de papel de aluminio. El olor de la raíz había cambiado; seguía siendo fuerte, pero ya no era repelente. Y se pasó la cadena por encima de la cabeza.

Con la bola cosquilleándole entre sus senos, volvió de puntillas a la cama y se metió en ella. Se alzó el cobertor y cerrando los ojos, hundió su cabeza en el almohadón. Respiró profundamente y pronto estuvo dormida, con las manos sobre su vientre protegiendo el embrión que había en su interior.

11

Ahora se sentía vivir; hacía cosas; era al fin ella misma por completo. Hacía lo mismo que había hecho antes: guisaba, limpiaba, planchaba; arreglaba la cama, compraba, bajaba a lavar al sótano, iba a su clase de escultura; pero lo hacía todo con un nuevo y sereno fondo de conocimiento, sabiendo que Andrew-o-Susan (o Melinda) era cada día un poquitín mayor en su interior, un poquitín más claramente definido y cercano a su aparición.

El doctor Sapirstein era maravilloso; un hombre alto y bronceado por el sol, con cabello canoso y un espeso bigote blanco (ella lo había visto antes en alguna parte; pero no recordaba dónde; quizás en
Open End
), y quien, a pesar de los sillones a lo Mies van der Rohe y las mesas de frío mármol de su sala de espera, era tranquilizadoramente anticuado y directo.

—Por favor no lea libros —le dijo—. Cada embarazo es diferente, y un libro que le diga lo que va a sentir usted en la tercera semana del tercer mes sólo va a causarle preocupaciones. Ningún embarazo fue jamás exactamente como los descritos en los libros. Y tampoco haga caso a sus amigas. Ellas habrán tenido experiencias muy distintas a las suyas y estarán absolutamente seguras de que sus embarazos fueron normales y de que el suyo es anormal.

Ella le preguntó qué le parecían las píldoras de vitaminas que el doctor Hill le había prescrito.

—No, nada de pastillas —le dijo—. Minnie Castevet tiene un herbario y una batidora; haré que ella le prepare una bebida diaria que será más fresca, más segura y más rica en vitaminas que cualquier píldora del mercado. Y otra cosa: no tema satisfacer sus antojos. Hoy prevalece la teoría de que las mujeres embarazadas inventan antojos porque les parece que se espera de ellas que los tengan. Yo no estoy de acuerdo con eso. Quiero decir que si le entran deseos de comer
pickles
a medianoche, haga que su pobre marido se levante y vaya a comprárselas, lo mismo que en los chistes. Cualquier cosa que usted quiera, consígala. Se sorprenderá de algunas de las cosas extrañas que su cuerpo le pedirá en los meses venideros. Y puede llamarme noche y día para hacerme cualquier pregunta. Llámeme a mí, no a su madre ni tampoco a su tía Fanny. Para eso estoy aquí.

Ella había de ir a verlo una vez cada semana, lo cual, por cierto, era otorgarle mayor atención que la que el doctor Hill daba a sus pacientes; y él le gestionaría una reserva en el Doctors Hospital sin necesidad de que ella se molestara en rellenar ningún cuestionario.

Todo iba bien y era luminoso y encantador. Fue a que Vidal Sassoon le arreglara el pelo, acabó con su dentista, votó el día de las elecciones (por Lindsay como alcalde), y fue al Greenwich Village a ver la filmación de algunas de las escenas con las correcciones apuntadas por Guy. Entre tomas (Guy corriendo Sullivan Street abajo con un puesto rodante de bocadillos de salchicha robado), ella se puso en cuclillas para hablar con los niños y sonrió a todas las mujeres embarazadas que vio, pensando
«yo también»
.

* * *

Halló que la sal, aunque fuera en mínima cantidad, le hacía las comidas insoportables.

—Eso es perfectamente normal —le dijo el doctor Sapirstein en su segunda visita—. Cuando su cuerpo la necesite, la aversión desaparecerá. Mientras tanto, evidentemente, no tome sal. Confíe en sus aversiones tanto como en sus antojos.

Sin embargo, ella no sintió ningún antojo. La verdad es que hasta le había disminuido el apetito. Con un café y una tostada tenía suficiente para el desayuno, y con verdura y un pedacito de carne medio cruda le bastaba para el mediodía. Minnie le traía cada mañana a las once lo que parecía un batido acuoso de leche y pistacho. Era frío y agrio.

—¿Qué es esto? —le preguntó Rosemary.

—Recortes, caracoles y rabitos de cachorros de perro —contestó Minnie bromeando.

Rosemary se echó a reír.

—¡Pues vaya! —exclamó—. ¿Y si lo que queremos es una niña?

—¿La desean?

—Bueno, aceptaremos lo que venga; pero sería estupendo si el primero fuera un niño.

—Bien, pues aquí tiene usted —dijo Minnie.

Al acabar de beber, Rosemary preguntó:

—Bueno, en serio, ¿de qué está compuesto eso?

—Tiene un huevo crudo, gelatina, hierbas...

—¿Raíz de tanis?

—Un poco, y también algunas otras cosas.

Minnie le trajo la bebida cada día en el mismo vaso, uno grande con rayas azules y verdes, y se quedaba esperando hasta que Rosemary se bebía su contenido.

* * *

Un día Rosemary entró en conversación en el ascensor con Phyllis Kapp, la joven madre de Lisa. El final de ella fue una invitación a comer para ella y Guy al domingo siguiente; pero Guy opuso su veto a la idea cuando Rosemary se lo dijo. Esperaba tener trabajo el domingo, según le explicó, y, en caso de que no trabajara, necesitaría el día para descansar y estudiar. Por entonces su vida social era escasa. Guy había cancelado una cita de cena y teatro que había hecho unas semanas antes con Jimmy y Tiger Haenigsen, y le había preguntado a Rosemary si no le importaría anular una cena con Hutch. Todo era a causa de sus modificaciones, que estaban llevando más tiempo para filmarlas que el que habían pensado.

Sin embargo, todas estas cancelaciones le vinieron de perilla, porque Rosemary comenzó a sentir dolores abdominales de una agudeza alarmante. Telefoneó al doctor Sapirstein y él le pidió que fuera a verla. Mientras le daba explicaciones, le dijo que no era nada como para preocuparse; los dolores venían de una expansión de su pelvis completamente normal. Desaparecerían en un par de días, y mientras tanto podría combatirlos con dosis extraordinarias de aspirina.

Rosemary, aliviada, dijo:

—Temí que fuera un embarazo ectópico.

—¿Ectópico? —preguntó el doctor Sapirstein, y la miró de modo escéptico.

Ella se ruborizó. Él le dijo:

—Pensé que no iba a leer libros, Rosemary.

—Me tropecé con él en el
drugstore
—explicó ella.

—Y lo único que ha hecho ha sido preocuparla. ¿Quiere usted ir a casa y tirarlo, por favor?

—Lo haré. Se lo prometo.

—Los dolores desaparecerán en dos días —dijo—. ¡Embarazo ectópico! —meneó la cabeza.

Pero los dolores no desaparecieron en dos días; fueron peores y empeoraron aún, como si algo dentro de ella estuviera circundado por un alambre del que se tirara para tensarlo y cortarlo en dos. Sentía dolores hora tras hora y luego tenía unos minutos relativamente indoloros y que no eran más que el dolor concentrándose para un nuevo asalto. Las aspirinas le sirvieron de poco y ella tenía miedo de tomar demasiadas. El sueño, cuando le venía, le traía molestas pesadillas en las que se veía luchando contra enormes arañas que la habían acorralado en el cuarto de baño, o tirando desesperadamente de un pequeño arbusto negro que había echado raíces en medio de la alfombra de la sala de estar. Se despertaba cansada, para sentir dolores aún más fuertes.

—Esto sucede a veces —le dijo el doctor Sapirstein— Los dolores desaparecerán cualquier día de estos. ¿Está segura de que no ha mentido acerca de su edad? A veces son las mujeres mayores, con articulaciones menos flexibles, las que tienen esta clase de dificultades.

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