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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (16 page)

BOOK: La senda del perdedor
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Le llamaron el primero:

—¿Sr. Sleeth?

Se movió un poquito en su silla.

—¿Leeth? ¿Richard Sleeth?

—¿Eh? Sí, aquí estoy…

Se levantó y anduvo hacia la puerta.

—¿Cómo está usted hoy, Sr. Sleeth?

—Muy bien… estoy perfectamente… Siguió al doctor hacia la sala de consulta.

Me llamaron casi una hora después. Seguí al doctor a través de unas puertas pivotantes y entramos en otra sala. Era mayor que la habitación de las consultas. Me dijeron que me desnudara y me sentara sobre una mesa. El doctor me miró.

—Realmente lo tuyo es un caso especial, ¿no es verdad?

—Sí.

Me apretó un forúnculo de la espalda.

—¿Te ha dolido?

—Claro.

—Bien —dijo—, vamos a intentar secarlos.

Le oí poner en marcha una máquina que rechinaba y zumbaba. Podía oler come se calentaba el aceite.

—¿Preparado? —preguntó.

—Sí.

Aplicó la aguja eléctrica sobre mi espalda. Me estaban perforando. El dolor era inmenso. Llenaba la habitación. Sentí como la sangre corría por mi espalda. Luego sacó la aguja.

—Ahora vamos a por otro —explicó el doctor.

Me incrustó la aguja. Luego la extrajo y atacó un tercer grano. Otros dos hombres habían entrado y permanecían en pie mirando. Probablemente eran doctores. La aguja se introdujo de nuevo en mis carnes.

—Nunca he visto a un muchacho soportar la aguja de este modo —dijo uno de los hombres.

—No se queja en absoluto —dijo el otro.

—¿Por qué no os dais una vuelta y le pincháis el culo a alguna enfermera? —les pregunté.

—¡Mira, hijo, no nos hables de ese modo!

La aguja se hincó en mi espalda. Yo no contesté.

—Este chico evidentemente es un amargado…

—Sí, claro, eso es.

Los hombres se fueron.

—Esos son unos magníficos profesionales —dijo mi doctor—. No está bien que abuses de ellos.

—Usted siga perforando —le contesté.

Lo hizo. La aguja se calentó pero él siguió y siguió. Me perforo completamente la espalda, luego dedicó su atención a mi pecho. Entonces me tendí y me trabajó el cuello y la cara.

Entró una enfermera y recibió instrucciones:

—Ahora, señorita Ackermann, quiero que estas… pústulas… sean secadas completamente. Y cuando empiece a salir sangre, siga apretando. Quiero que las vacíe completamente.

—Sí, Dr. Grundy.

—Y después aplique el aparato de rayos ultravioletas. Dos minutos en cada lado para empezar…

—Sí, Dr. Grundy.

Seguí a la señorita Ackermann a otra habitación. Me dijo que me tumbara sobre la mesa. Cogió una gasa y comenzó con el primer grano.

—¿Te duele?

—No se preocupe.

—Pobre muchacho…

—No se preocupe. Tan sólo siento que usted tenga que hacer esto.

—Pobre muchacho…

La señorita Ackermann fue la primera persona que mostró simpatía conmigo. Me sentí raro. Era una pequeña y rechoncha enfermera cercana a la treintena.

—¿Vas al colegio? —preguntó.

—No, tuvieron que sacarme de él.

La señorita Ackermann siguió extrayendo y apretando mientras hablaba.

—¿Qué es lo que haces durante todo el día?

—Me quedo en la cama.

—Eso es terrible.

—No, es agradable. A mí me gusta.

—¿Te duele?

—Siga, está bien.

—¿Qué es lo que tiene de agradable estar en cama todo el día?

—Así no tengo que ver a nadie.

—¿Y eso te gusta?

—Oh, sí.

—¿Y qué es lo que haces durante todo el día?

—Algunos días escucho la radio.

—¿Y qué es lo que escuchas?

—Música. Y gente hablando.

—¿Piensas en las chicas?

—Seguro. Pero están descartadas.

—Pero no quisieras pensar de ese modo.

—Hago esquemas de los aviones que vuelan sobre mi casa. Pasan todos los días a la misma hora. Los tengo cronometrados. Digamos que sé que uno de ellos va a pasar a las 11.15 de la mañana. A eso de las 11.10 aguzo el oído para detectar el ruido de sus motores. Intento escuchar el primer zumbido. A veces imagino que lo he oído y a veces no estoy seguro y entonces comienzo a oírlo. Y el sonido crece. Luego a las 11.15 pasa por encima y el sonido es todo lo fuerte que debe de ser.

—¿Haces eso todos los días?

—No lo hago cuando vengo aquí.

—Date la vuelta —dijo la señorita Ackermann. Me di la vuelta. Entonces en la sala de al lado un hombre comenzó a chillar. Estábamos al lado de la conmocionada sala. Realmente gritaba con fuerza.

—¿Qué es lo que le están haciendo? —pregunté a la señorita Ackermann.

—Está en la ducha.

—¿Y eso le hace chillar de ese modo?

—Sí.

—Seguro que yo estoy peor que él.

—No, no lo estás.

Me gustaba la señorita Ackermann. Lancé una furtiva mirada sobre ella. Su cara era redonda, no era muy bonita pero llevaba su gorrito de enfermera de forma coqueta y tenía unos grandes ojos marrón oscuro. Eran sus ojos. Mientras apelotonaba unas gasas para tirarlas al cubo, observé cómo andaba. Bueno, no era la señorita Gredis, y yo había visto muchas otras mujeres con mejor tipo, pero había algo cálido en torno a ella. No estaba pensando todo el rato en comportarse como una mujer.

—Tan pronto termine con tu cara —dijo—, te pondré bajo el aparato de rayos ultravioletas. Tu próxima cita será pasado mañana a las 8.30 de la mañana.

Después de eso no hablamos nada más.

Entonces terminó. Me puse unas gafas y la señorita Ackermann conectó el aparato de rayos ultravioletas.

Tenía un sonido como de tic-tac. Era apacible. Debía de ser el reloj automático, o el reflector metálico de la lámpara que estaba calentándose. Era confortable y relajante, pero cuando empecé a pensar en todo ello decidí que todo lo que me estaban haciendo era inútil. Imaginé que aun la mejor aguja dejaría marcas sobre mí para el resto de mi vida. Esto era de por sí bastante terrible pero no era lo que más me importaba. Lo que me preocupaba de verdad es que no sabían cómo tratar mi problema. Lo percibía en sus discusiones y en sus modales. Vacilaban, incómodos, y de algún modo desinteresados y aburridos. Finalmente no me importó lo que hicieran. Tan sólo tenían que hacer algo —cualquier cosa—, porque no hacer nada sería poco profesional.

Experimentaban con los pobres y, si funcionaba, utilizaban el tratamiento con los ricos. Y si no funcionaba, aún había un montón de pobres para experimentar sobre ellos.

La máquina dio la señal de que habían pasado los dos minutos. La señorita Ackermann entró, me dijo que me diera la vuelta, reajustó la máquina y salió. Era la persona más amable que me había encontrado en ocho años.

32

Las perforaciones y drenajes continuaron durante semanas, pero con poco resultado. Cuando desaparecía un grano, aparecía otro. A menudo me plantaba solo frente al espejo, maravillándome de hasta qué punto podía afearse una persona. Miraba a mi cara con incredulidad, luego examinaba los granos de mi espalda. Estaba horrorizado. No era de extrañar que la gente mirara, no me extrañaba que dijeran cosas poco amables. No era un simple caso de acné juvenil. Eran unos granos inflamados, implacables, enormes e hinchados, repletos de pus. Me sentía aislado, como si hubieran elegido que yo fuera de ese modo. Mis padres jamás hablaban de mi condición. Todavía estaban en el paro. Mi madre salía todas las mañanas para buscar trabajo y mi padre salía con el coche como si estuviera trabajando. Los sábados la gente parada obtenía alimentos gratis de los mercados, normalmente carne enlatada, por alguna oscura razón casi siempre picadillo. Comimos un montón de picadillo. Y sandwiches de Bolonia. Y patatas. Mi madre aprendió a hacer pastel de patatas. Cada sábado mis padres iban a buscar sus alimentos gratis, pero no iban al mercado más cercano porque temían que cualquier vecino los viera y supiera que estaban en la miseria. Así caminaban dos millas, bajando el Boulevard Washington, hasta una tienda dos manzanas más allá de Crenshaw. Era una larga caminata. Desandaban las dos millas sudando, portando sus bolsas de la compra repletas de picadillo enlatado, patatas y zanahorias. Mi padre no iba conduciendo porque quería ahorrar gasolina. Necesitaba la gasolina para conducir hasta su inexistente trabajo. Los demás padres no eran así. Simplemente permanecían sentados tranquilamente frente a sus porches o jugaban con herraduras en algún solar vacío.

El doctor me dio una substancia blanca para qué la aplicara en mi cara. Se endurecía y formaba una costra sobre los granos, dándome el aspecto de estar enyesado. La substancia no parecía ser de gran utilidad. Una tarde estaba solo en casa aplicando esa substancia sobre mi cara y cuerpo. Estaba de pie, vestido sólo con mis calzoncillos, intentando alcanzar las áreas infectadas de mi espalda con la mano, cuando oí voces. Eran Baldy y su amigo Jimmy Hatcher. Jimmy Hatcher era un chico bien parecido y un gran imbécil sabelotodo.

—¡Henry! —oí que llamaba Baldy. Escuché cómo hablaba con Jimmy. Luego cruzó el porche y llamó a la puerta—. ¡Oye, Hank, soy Baldy! ¡Ábreme!

Maldito idiota, pensé, ¿no entiendes que no quiero ver a nadie?

—¡Hank! ¡Hank! ¡Somos Baldy y Jim!

Golpeó en la puerta principal.

Le oí hablar con Jimmy:

—Escucha, ¡le he visto! ¡Le he visto andar por ahí dentro!

—Pero no contesta.

—Mejor entremos. Puede que tenga algún problema.

Imbécil, pensé. Yo te cogí como amigo. Te cogí como amigo cuando nadie te podía soportar. ¡Ahora mira cómo me lo devuelves!

No podía creerlo. Corrí hasta el vestíbulo y me escondí en un armario, dejando la puerta ligeramente entreabierta. Estaba seguro de que no entrarían en la casa. Pero lo hicieron. Yo me había dejado la puerta trasera abierta. Les oí andar por la casa.

—Tiene que estar aquí —dijo Baldy—. He visto cómo algo se movía dentro…

Jesucristo, pensé, ¿acaso no puedo moverme por ahí? Yo vivo en esta casa.

Estaba acuclillado en el oscuro armario. Sabía que no podía dejar que me encontraran dentro.

Abrí la puerta del armario y salté fuera. Vi a ambos de pie en la habitación delantera. Corrí hasta ahí.

—¡Salid fuera de aquí! ¡Hijos de puta!

Me miraron.

—¡Salid de aquí! ¡No tenéis derecho a estar aquí! ¡Salid antes de que os mate!

Empezaron a correr hacia el porche trasero.

—¡Fuera! ¡Fuera u os mato!

Oí cómo corrían por la entrada hasta llegar a la acera. No quería mirarlos. Fui a mi habitación y me tendí en la cama. ¿Por qué querían verme? ¿Qué es lo que ellos podían hacer? No se podía hacer nada. No había nada que hablar.

Un par de días más tarde mi madre no salió a buscar trabajo y no me tocaba ir al Hospital General del Condado de Los Angeles. Así que nos quedamos en casa juntos. No me gustaba nada. Quería que el sitio me perteneciera a mí solo. Oí cómo se movía por la casa y me quedé en mi dormitorio. Los granos estaban peor que nunca. Miré mi esquema de idas y venidas de aviones. El vuelo de la 1.20 estaba a punto de llegar. Empecé a escuchar. Llegaba con retraso. Eran ya la 1.20 y todavía se estaba aproximando. Cuando pasó por encima comprobé que llevaba tres minutos de retraso. Entonces oí el timbre de la puerta y a mi madre que la abría.

—Emily, ¿qué tal estás?

—Hola, Katty, bien, ¿y tú?

Era mi abuela, ahora ya muy vieja. Las oí hablar pero no podía distinguir lo que decían. Agradecí no oírlo. Hablaron durante cinco o diez minutos y luego oí cómo cruzaban el salón dirigiéndose hacia mi dormitorio.

—Os voy a enterrar a todos —decía mi abuela—. ¿Dónde está el chico?

Se abrió la puerta y apareció mi abuela en el umbral.

—Hola, Henry —saludó mi abuela.

—Tu abuela ha venido adrede para ayudarte —explicó mi madre.

Mi abuela tenía un enorme bolso. Lo dejó sobre la mesilla y sacó un enorme crucifijo de plata de él.

—Tu abuela está aquí para ayudarte, Henry…

Mi abuela tenía más verrugas que nunca y estaba más gorda. Parecía invencible, como si nunca fuera a morirse. Había llegado a envejecer tanto que no tenía sentido que se muriera.

—Henry —dijo mi madre—, túmbate sobre el estómago.

Me tumbé y vi cómo mi abuela se inclinaba sobre mí. Con el rabillo del ojo observé cómo balanceaba el enorme crucifijo sobre mí. Yo había rechazado la religión un par de años antes. Si era verdad, convertía en idiotas a la gente, o bien producía idiotas. Y si no era verdad, entonces eran doblemente idiotas.

Pero eran mi abuela y mi madre. Decidí que procedieran a su aire. El crucifijo pendulaba adelante y atrás sobre mi espalda, sobre mis granos, sobre mí.

—Dios —rezó mi abuela—, ¡extrae el demonio del cuerpo de este pobre muchacho! ¡Contempla sus llagas! Me enferman. ¡Dios! ¡Míralas! ¡Es el demonio, Dios, que habita en el cuerpo del muchacho! ¡Extrae el demonio de su cuerpo, Señor!

—¡Saca el demonio de su cuerpo, Señor! —repitió mi madre.

Lo que necesito es un buen doctor, pensé. ¿Qué es lo que les pasa a estas mujeres? ¿Por qué no me dejan solo?

—Dios —dijo mi abuela—, ¿por qué permites que el demonio more en este cuerpo? ¿Acaso no ves cómo disfruta el demonio? Mira estas llagas, Oh Señor. ¡Estoy a punto de vomitar con sólo mirarlas! ¡Son rojas y enormes y están llenas de porquería!

—¡Saca el demonio del cuerpo de mi chico! —chilló mi madre.

—¡Que Dios nos libre de este demonio! —chilló mi abuela.

Cogió el crucifijo y lo situó sobre el centro de mi espalda, clavándomelo. La sangre brotó, podía sentirla, al principio cálida, luego repentinamente fría. Me di la vuelta y me senté sobre la cama.

—¿Qué coño estáis haciendo?

—¡Estoy haciendo un agujero para que Dios extraiga al demonio por él! —dijo mi abuela.

—Muy bien —dije—, quiero que las dos salgáis fuera de aquí, ¡y rápido! ¿Me habéis entendido?

—¡Aún está poseído! —dijo mi abuela.

—¡Sacad vuestro maldito infierno de aquí! —vociferé.

Salieron, conmocionadas y molestas, dejando la puerta cerrada tras ellas.

Fui hasta el cuarto de baño, cogí un poco de papel de baño e intenté detener la hemorragia. Extendí el papel de baño y lo miré. Estaba empapado. Cogí otro montón de papel y lo apliqué contra mi espalda durante un rato. Entonces cogí el yodo. Lo pasé intentando alcanzar con él mi herida. Era difícil. Finalmente dejé de intentarlo. De todos modos, ¿quién ha oído hablar de una espalda infectada? O bien morías o bien vivías. La espalda era algo que ningún gilipollas había imaginado jamás cómo amputar.

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