El camarero volvió.
—Necesitas otra copa.
—Muy bien —dije pasándole otros centavos.
Una vez afuera, Becker y yo bajamos por la calle Mayor. —¿Cómo te fue? —pregunté.
—Había un recargo por ocupar la cabina, más las dos bebidas, he tenido que pagar 32 $.
—Cristo, yo podría emborracharme durante dos semanas con eso.
—Ella me cogió la polla bajo la mesa y me la acarició.
—¿Y qué es lo que decía?
—Nada. Sólo me masturbaba.
—Prefiero tocarme sólito la polla y guardarme los treinta y dos pavos.
—Pero ella era tan hermosa.
—Maldita sea, hombre, estoy llevando el paso con un perfecto idiota.
—Algún día escribiré todo esto. Estaré en las estanterías de las bibliotecas: Becker. Las chicas serie «B» son débiles, necesitan ayuda.
—Hablas demasiado de escribir —dije.
Encontramos otro bar cerca de la estación de autobuses. No era un sitio ni frenético ni multitudinario. Sólo había un camarero y cinco o seis viajeros, todos hombres. Así que Becker y yo nos sentamos.
—Pago yo —dijo Becker.
—Una botella de Eastside.
Becker pidió dos y luego me miró.
—Venga, sé un hombre, únete al Ejército y conviértete en marine.
—No me seduce la idea de ser un hombre.
—Me da la impresión de que siempre te estás metiendo con alguien.
—Sólo para entretenerme.
—Únete, te proporcionará tema para escribir.
—Becker, siempre hay temas sobre los que escribir.
—¿Entonces qué vas a hacer?
Señalé mi botella y luego la cogí.
—¿Cómo vas a montártelo? —preguntó Becker.
—Parece como si hubiera oído esa pregunta toda mi vida.
—¡Bueno, no sé lo que harás tú, pero yo voy a intentarlo todo! Guerras, mujeres, viajes, boda, niños, trabajos. ¡Cuando tenga un coche, lo desmontaré por completo y luego lo ensamblaré de nuevo! ¡Quiero conocer las cosas y qué es lo que las hace funcionar! Quisiera ser corresponsal en Washington D.C., quisiera estar ahí donde suceden las cosas.
—Washington es una mierda, Becker.
—¿Y las mujeres? ¿Casarse? ¿Niños?
—Mierda.
—¿Sííí? Bien, ¿qué es lo que tú quieres?
—Esconderme.
—Pobre imbécil. Necesitas otra cerveza.
Muy bien.
La cerveza fue servida.
Estábamos sentados y en silencio. Podía percibir cómo Becker pensaba en lo suyo, en ser un marine, un escritor, en acostarse con alguien. Probablemente llegará a ser un buen escritor. Reventaba de entusiasmo. Probablemente amaba muchas cosas: un halcón en pleno vuelo, el maldito océano, la luna llena, Balzac, puentes, obras de teatro, el premio Pulitzer, el piano, la maldita Biblia.
Había una pequeña radio en el bar y sonaba una canción popular. De pronto se interrumpió la canción y una voz anunció:
—Acaba de llegar un boletín de noticias. Los japoneses han bombardeado Pearl Harbor. Repito: Los japoneses acaban de bombardear Pearl Harbor. ¡Se ordena que todo el personal militar vuelva inmediatamente a sus bases!
Nos miramos el uno al otro sin apenas entender lo que acabábamos de oír.
—Bien —dijo Becker—, eso es.
—Acábate la cerveza —le dije.
Becker dio un sorbo.
—Jesús, ¿y si algún estúpido hijo de puta me apunta con una metralleta y aprieta el gatillo?
—Puede pasar perfectamente.
—Hank…
—¿Qué?
—¿Me acompañarás en el autobús hasta la base?
—No puedo hacerlo.
El camarero, un hombre de unos 45 años con un estómago protuberante como una sandía y unos ojos cubiertos de pelo, se acercó a nosotros. Miró a Becker:
—Bien, marine, ¿parece que tienes que volver a tu base, no?
Eso me irritó.
—Oye, tío gordo, deja que se acabe la cerveza, ¿vale?
—Seguro, seguro… ¿Quieres un trago por parte de la casa, marine? ¿Qué tal una copa de buen whisky?
—No —dijo Becker— está bien así.
—Adelante —aconsejé a Becker—, acepta la copa. El tipo se cree que vas a morir para salvar su bar.
—De acuerdo —dijo Becker—, tomaré esa copa.
El del bar miró a Becker.
—Tienes un amigo desagradable…
—Tan sólo dele su copa —repliqué.
Los otros pocos clientes estaban cloqueando frenéticamente acerca de Pearl Harbor. Un momento antes ninguno se hablaba entre sí. Ahora estaban electrizados. La Tribu estaba en peligro…
Becker consiguió su bebida. Era un whisky doble. Lo bebió de un trago.
—Nunca te conté esto —me dijo—, pero soy huérfano.
—Maldita sea.
—¿Al menos me acompañarás a la estación de autobuses?
—Claro.
Nos levantamos y dirigimos a la puerta.
El tipo del bar estaba secándose las manos en el delantal. Tenía el delantal completamente arrugado y seguía secándose las manos con excitación.
—¡Buena suerte, marine! —voceó.
Becker salió. Yo me detuve un instante en la puerta y miré al camarero.
—Primera Guerra Mundial, ¿no?
—Sí, sí… —dijo alegremente.
Alcancé a Becker y ambos corrimos hasta la estación de autobuses. Empezaba a llegar mucha gente en uniforme. Todo el lugar vibraba de excitación. Un marinero pasó corriendo.
—¡Voy a cargarme un japonés! —chilló.
Becker estaba sacando su billete. Uno de los tipos de uniforme iba acompañado de su novia. La chica estaba hablando, llorando, colgándose de él y besándole. El pobre Becker sólo me tenía a mí. Me quedé a un lado, esperando. Fue una larga espera. El mismo marinero que había chillado antes se me acercó.
—Oye, compadre, ¿no nos vas a ayudar? ¿Qué estás esperando ahí? ¿Por qué no vienes y te alistas?
Su aliento olía a whisky. Tenía pecas y una gran nariz.
—Vas a perder tu autobús —le dije.
Se acercó al punto de salida de su autobús.
—¡Jodamos a los malditos cabrones japoneses! —dijo.
Becker finalmente consiguió su billete. Le acompañé hasta su autobús. Era otra línea.
—¿Alguna noticia? —me preguntó.
—No.
La fila subía lentamente al autobús. La chica estaba llorando y hablando rápida y quedamente a su soldado.
Becker llegó hasta la puerta. Le di un golpecito en el hombro:
—Eres el mejor que he conocido.
—Gracias, Hank.
—Adiós…
Salí de la estación, de repente había un montón de tráfico en la calle. La gente estaba conduciendo de mala manera, saltándose los semáforos y chillándose entre sí. Bajé por la calle Mayor. América estaba en guerra. Miré mi cartera: me quedaba un dólar. Conté mí dinero suelto: 67 centavos.
Anduve a lo largo de la calle Mayor. Las chicas «B» no iban a tener mucho trabajo hoy. Seguí andando. Llegué hasta el salón recreativo. No había nadie dentro. Sólo el dueño, de pie dentro de su taquilla. El sitio estaba oscuro y apestaba a meados.
Recorrí los pasillos oscuros entre las estropeadas máquinas.
Le llamaban «Salón de a Penique», pero la mayoría de los juegos costaban cinco centavos y algunos diez. Me paré ante la máquina de boxeo, mi favorita. Dos pequeños hombrecitos metálicos se enfrentaban dentro de una urna de cristal y tenían botones en sus barbillas. Había dos empuñaduras con gatillos, parecidas a las de las pistolas, y cuando apretabas los gatillos los brazos de tu boxeador golpeaban furiosamente. Podías mover al boxeador adelante y atrás y de lado a lado. Cuando golpeabas el botón de la barbilla del contrario éste se caía de espaldas, K.O. Cuando yo era niño y Max Schmeling noqueó a Joe Luis, yo salí corriendo a la calle buscando a mis amigos y vociferando: «¡Oíd, Max Schmeling noqueó a Joe Luis!» Y nadie me respondió, nadie dijo nada, todos se apartaron con las cabezas gachas.
Se necesitaban dos para jugar con esa máquina y no iba a jugar con el pervertido que dirigía el local. Entonces vi a un pequeño chaval mejicano de unos ocho o nueve años de edad. Se acercó andando por el pasillo. Era un mejicanito de aspecto agradable e inteligente.
—Oye, chico.
—¿Sí, señor?
—¿Quieres jugar al boxeo conmigo?
—¿Gratis?
—Claro, pago yo. Escoge tu jugador.
Dio la vuelta a la máquina mirando a través del cristal. Parecía muy serio. Luego dijo:
—Vale, escojo al de los calzones rojos, tiene mejor pinta.
—De acuerdo.
El chaval se instaló en su lado y miró a través del cristal. Observó a su boxeador y luego a mí.
—Señor, ¿no sabe que ha empezado una guerra?
—Sí.
Seguimos ahí plantados.
—Tiene que introducir una moneda —dijo el chaval.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le pregunté—. ¿Cómo es que no estás en el colegio?
—Es domingo.
Metí una moneda de diez centavos. El chaval empezó a apretar sus gatillos y yo los míos. El chico había elegido mal. El brazo izquierdo de su boxeador estaba roto y sólo se movía a medias. Nunca podría llegar a tocar el botón de la barbilla del mío. El chaval sólo disponía del brazo derecho. Decidí tomármelo con calma. Mi jugador tenía calzones azules. Le moví hacia adelante y atrás embistiendo súbitamente. El chaval siguió moviendo el brazo derecho de su hombrecillo de rojos calzones. De pronto calzones azules se cayó bruscamente produciendo un sonido metálico.
—Le di, señor —dijo el chaval.
—Ganaste —dije.
El chaval estaba excitado. Se quedó mirando al calzones azules tumbado sobre su culo.
—¿Quiere pelear otra vez, señor?
Hice una pausa, no sé por qué.
—¿Se quedó sin dinero, señor?
—Oh, no.
—Vale, entonces pelearemos.
Introduje otros diez centavos y calzones azules se puso en pie de un salto. El chaval empezó a apretar el gatillo del brazo derecho de su calzones rojos y éste movió y movió el brazo. Yo dejé que el mío permaneciera inmóvil un rato contemplando. Luego hice una seña con la cabeza al chaval e hice avanzar a calzones azules agitando sus dos brazos. Sentía que tenía que ganar. Me parecía muy importante. No sabía por qué era tan importante y seguí pensando: ¿por qué era tan importante?
Y otra parte de mí mismo respondió: sólo porque lo es.
Entonces calzones azules fue derribado de nuevo produciendo el mismo sonido metálico. Observé cómo yacía sobre su espalda encima de su pequeña esterilla de terciopelo verde.
Entonces me di la vuelta y salí.
FIN