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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (25 page)

BOOK: La senda del perdedor
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Me acerqué y me planté con mi grupo. Ferris se sentó en una mesa dándonos la cara. Un chorro de luz caía sobre él desde un travesaño situado encima de su cabeza. Inhaló el humo de su cigarrillo y nos sonrió.

—Bienvenidos a Mears-Starbuck…

Parecía que iba a hacer una reverencia. Quizás se acordaba de cuando comenzó a trabajar con los grandes almacenes treinta y cinco años atrás. Hizo unos cuantos anillos de humo y observó cómo ascendían en el aire. Su oreja medio rebanada parecía impresionante iluminada desde arriba.

El tipo de al lado, una especie de regaliz humano, incrustó su afilado codo en mi costado. Era uno de esos individuos cuyas gafas parecen estar siempre a punto de caerse. Era aún más feo que yo.

—¡Hola! —susurró—. Soy Mewks, Odell Mewks.

—Hola, Mewks.

—Escucha, muchacho, cuando acabemos de trabajar, demos una ronda por los bares. Quizás levantemos alguna chica.

—No puedo, Mewks.

—¿Tienes miedo de las chicas?

—Es por mi hermano. Está enfermo. Tengo que cuidarle.

—¿Enfermo?

—Peor. Tiene cáncer. Mea por un tubo a una botella sujeta en su pierna.

Entonces Ferris comenzó otra vez:

—Empezarán a trabajar con un salario de cuarenta y cuatro centavos a la hora. No tenemos sindicato aquí. La dirección cree que lo que es bueno para la compañía, es bueno para ustedes. Somos como una familia dedicada al servicio y al beneficio. Todos ustedes recibirán un descuento del diez por ciento en cada artículo que compren aquí…

—¡Oh, Muchacho! —dijo Mewks en alta voz.

—Sí, señor Mewks, es un buen trato. Si usted se preocupa por nosotros, nosotros nos preocuparemos por usted.

Podía permanecer en Mears-Starbuck cuarenta y siete años, pensé. Podría vivir con una amante loca, dejar que me cortaran la oreja izquierda y quizás heredar el trabajo de Ferris cuando él se retirara.

Ferris habló acerca de las vacaciones y los días libres que teníamos concedidos, y luego terminó su discursito. Nos indicaron cuáles eran nuestras batas y nuestras taquillas, y nos condujeron al almacén del sótano.

Ferris también trabajaba ahí abajo. El respondía a los teléfonos. Cada vez que respondía al teléfono, lo sujetaba con su mano izquierda —aplicándoselo a su rebanada oreja— y enfundaba su mano derecha en el sobaco izquierdo.

—¿Sí? ¿Sí? ¿Sí? ¡En seguida va!

—¡Chinaski!

—Sí, señor.

—Departamento de ropa interior…

Entonces recogería la lista, vería cuáles y cuántos artículos hacían falta. Nunca hacía esto mientras estaba al teléfono, siempre después.

—Localice estos artículos, entréguelos en el Departamento de ropa interior, haga que firmen aquí y vuelva.

Sus discursitos nunca cambiaban.

Mi primera entrega iba destinada al Departamento de ropa interior. Localicé los artículos pedidos, los coloqué en mi pequeño carrito verde con sus cuatro ruedas neumáticas y lo empujé hacia el ascensor. El ascensor estaba en un piso superior y pulsé el botón y permanecí esperando. Al cabo de algún tiempo pude ver el suelo del ascensor mientras descendía. Era muy lento. Por fin llegó al nivel del sótano. Se abrieron las puertas y apareció un albino tuerto manejando los controles. Jesús.

El me miró.

—¿Nuevo aquí, no? —preguntó.

—Sí.

—¿Qué es lo que piensas de Ferris?

—Creo que es un gran tipo.

Seguro que esos dos vivían en la misma habitación y cocinaban por turnos.

—No puedo llevarte arriba.

—¿Por qué no?

—Tengo que ir a cagar.

Salió del ascensor y se perdió.

Ahí me quedé esperando. Así era como normalmente funcionaban las cosas. Eras un gobernador o bien un basurero, un funámbulo de la cuerda floja o un ladrón de bancos, un dentista o un frutero, eras esto o lo otro. Tú querías trabajar bien, controlabas tus tareas y luego tenías que plantarte a esperar a algún gilipollas. Ahí estaba yo plantado, vestido con mi bata y al lado de mi carrito verde mientras el ascensorista cagaba.

Entonces me di cuenta, claramente, porqué los niños ricos y forrados siempre se reían. Ellos sabían.

El albino volvió.

—Fue magnífico. Me siento quince kilos más ligero.

—Muy bien. ¿Podemos irnos ahora?

Cerró las puertas y ascendimos hasta la planta de ventas. Abrió las puertas.

—Buena suerte —dijo el albino.

Empujé mi carrito por los pasillos buscando el Departamento de ropa interior, a una tal señorita Meadows.

La señorita Meadows estaba esperando. Era esbelta y de aspecto magnífico. Parecía una modelo. Tenía los brazos cruzados. Mientras me acercaba, advertí que sus ojos eran de un profundo color esmeralda y tenían un poso de sabiduría. Debería conocer a gente como esa. Tales ojos, tal clase. Paré mi carrito frente a su máquina registradora.

—Hola, señorita Meadows —sonreí.

—¿Dónde demonios se había metido? —preguntó.

—Me llevó algún tiempo.

—¿No se da cuenta de que tengo clientes esperando? ¿No se da cuenta de que intento dirigir un departamento con eficiencia? Los vendedores cobraban diez centavos a la hora más que nosotros, aparte de comisiones. Me faltaba por descubrir que nunca nos hablaban de modo amistoso. Hombres o mujeres, todos eran iguales; creían que cualquier familiaridad era un insulto.

—Estoy del humor adecuado para telefonear al señor Ferris.

—Lo haré mejor la próxima vez, señorita Meadows.

Situé los artículos en su mostrador y le entregué el formulario para que firmara. Garabateó furiosamente su firma sobre el papel y, luego, en lugar de entregármelo en mano lo tiró dentro de mi carrito verde.

—Cristo, ¡no sé dónde encuentran gente como usted!

Tiré de mi carrito hasta el ascensor, pulsé el botón y esperé. Las puertas se abrieron y rodé a su interior.

—¿Cómo te fue? —me preguntó el albino.

—Me siento quince kilos más pesado —le respondí.

El sonrió con una mueca, se cerraron las puertas y descendimos.

A la hora de cenar, esa noche, mi madre dijo:

—Henry, ¡estoy tan orgullosa de que tengas un trabajo! Yo no respondí.

Mi padre dijo:

—Bueno, ¿no estás contento de tener un trabajo?

—Sííí.

—¿Sí? ¿Es eso todo lo que sabes decir? ¿No te das cuenta de cuántos hombres están sin trabajo hoy día?

—Muchos, supongo.

—Entonces debieras de estar agradecido.

—Mirad, ¿no podemos limitarnos a comer?

—También debieras de agradecer la comida. ¿Sabes cuánto cuesta esta cena?

Aparté el plato de mí:

—¡Mierda, no puedo comer esta porquería! Me levanté y fui hasta el dormitorio.

—¡Voy a buscarte y te enseñaré lo que es bueno! Me detuve en seco:

—Estaré esperándote, viejo.

Entonces seguí mi camino. Entré y esperé. Pero sabía que no iba a venir. Puse el despertador para levantarme a tiempo. Tan sólo eran las 7.30 de la tarde, pero me desvestí y me metí en la cama. Apagué la luz y todo quedó en penumbra. No había nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Mis padres pronto irían a la cama y apagarían sus luces.

A mi padre le gustaba el refrán: «Quien temprano se acuesta y temprano se levanta, sabiduría, riqueza y salud alcanza.»

Pero en él no había funcionado en absoluto. Decidí que tenía que intentar hacerlo al revés. No me podía dormir. ¿Y si me masturbaba a la salud de la señorita Meadows? Demasiado fácil. Me revolqué en la oscuridad, esperando que algo sucediera.

47

Los primeros tres o cuatro días en Mears-Starbuck fueron idénticos. De hecho, la similitud era un valor muy de fiar en Mears-Starbuck. El sistema de castas era algo plenamente aceptado. No había un solo vendedor que hablara con un almacenista, fuera de dos o tres frases superficiales. Y eso me afectaba. Pensaba sobre ello a medida que empujaba mi carrito por ahí. ¿Acaso era que los vendedores eran más inteligentes que los almacenistas? Ciertamente estaban mejor vestidos. Me molestaba que creyeran que su fachada era tan valiosa. Quizás si yo hubiera sido un vendedor me sentiría del mismo modo. No me preocupaba gran cosa de los otros almacenistas. Ni de los vendedores.

Ahora, pensé mientras empujaba el carrito, tengo este trabajo. ¿Es esto todo? No me extraña que la gente robe bancos. Había demasiados trabajos humillantes. ¿Por qué demonios no era yo un alto magistrado o un concertista de piano? Porque se necesitaba mucha preparación y costaba dinero. De todos modos, yo no quería ser nada. Y lo estaba consiguiendo.

Metí mi carrito en el ascensor y pulsé el botón.

Las mujeres querían a los hombres que ganaban dinero, querían hombres de éxito. ¿Cuántas mujeres de categoría vivían en chabolas de techo de uralita? Bueno, de todos modos yo no quería a ninguna mujer. No para vivir con ella. ¿Cómo podían los hombres vivir con las mujeres? ¿Qué importaba eso? Lo que yo quería era vivir en una cueva en el Colorado con víveres y comida para tres años. Me limpiaría el culo con arena. Cualquier cosa, cualquier cosa que evitara que me ahogase en esta existencia monótona, trivial y cobarde.

El ascensor subió. El albino aún lo controlaba.

—Oye, he oído que tú y Mewks os disteis un recorrido por los bares anoche.

—Me invitó a algunas cervezas. No tengo un centavo.

—¿Os acostasteis?

—Yo no.

—¿Por qué no me lleváis con vosotros la próxima vez? Os mostraré cómo conseguir echar un polvo.

—¿Y qué es lo que tú sabes?

—He estado por ahí. La semana pasada me conseguí una muchacha china. Y sabes, es tal como dicen.

—¿Qué es lo que dicen?

Llegamos al sótano y se abrieron las puertas.

—No tienen la raja del coño vertical, sino horizontal.

Ferris me estaba esperando.

—¿Dónde demonios has estado?

—En la Sección de Jardinería.

—¿Qué hiciste, fertilizar las fucsias?

—Sí, solté una mierda en cada tiesto.

—Escucha, Chinaski…

—¿Sí?

—Las bromas aquí, las hago yo. ¿Entiendes?

—Entiendo.

—Bien, toma esto. Es un pedido para la Sección de Caballeros.

Me pasó la hoja del pedido.

—Localiza estos artículos, entrégalos, obtén una firma y vuelve.

La Sección de Caballeros estaba dirigida por el señor Justin Phillips Junior. Era un tipo bien criado y cortés de unos veintidós años. Se erguía muy erecto, tenía pelo negro, ojos negros y labios gruesos. Desgraciadamente apenas tenía pómulos, pero casi no se advertía. Su tez era pálida y vestía trajes oscuros con camisas pulcramente almidonadas. Las vendedoras le adoraban. Era sensible, inteligente y sagaz. También poseía una cierta antipatía, como si su antecesor se la hubiera pasado. Una vez rompió con la tradición para hablarme:

—Es una pena, ¿no?, que tengas esas feas marcas en la cara.

Mientras rodaba con mi carrito en dirección a la Sección de Caballeros, Justin Phillips estaba en pie muy erguido, con su cabeza levemente inclinada, mirando —como hacía la mayor parte del tiempo— arriba y abajo como si viera cosas que nosotros no distinguíamos. Quizás yo no reconocía la casta de alguien sólo con verle. Verdaderamente daba la impresión de que estaba por encima de lo que le rodeaba. Era un truco magnífico si podías realizarlo y encima te pagaban por ello. A lo mejor era eso lo que les gustaba a las chicas y a la Dirección. Realmente era un tipo demasiado bueno para lo que estaba haciendo, pero de todos modos lo hacía.

Llegué a su altura.

—Aquí está su pedido, señor Phillips.

Hizo como si no me viera, lo que me dolía por un lado y era un buen asunto por otro. Repuse los artículos que faltaban en los estantes mientras él miraba a un punto situado por encima del ascensor.

Entonces oí unas risas argentinas y alcé la vista. Provenían de una pandilla que se había graduado conmigo en Chelsey. Estaban probándose jerseys, pantalones y varias cosas más. Los conocía de vista solamente, ya que no habíamos hablado durante nuestros cuatro años de instituto. Su cabecilla era Jimmy Newhall. Había sido el centrocampista de nuestro equipo de rugby y no le habían derrotado en tres años. Su pelo era de un bonito color amarillo y el sol o las luces de las aulas colegiales parecían estar resaltando siempre sus reflejos. Tenía un poderoso cuello sobre el que se asentaba el rostro del adolescente perfecto esculpido por algún maestro. Todo en él era como debiera de ser: nariz, barbilla y demás rasgos. Y un cuerpo perfecto en consonancia con el rostro. Los que le rodeaban no eran tan perfectos como él, pero se aproximaban mucho. Revoloteaban alrededor probándose jerseys y riéndose, esperando ir a la Universidad del Sur de California o la de Stanford.

Justin Phillips firmó mi recibo y me dirigí hacia el ascensor cuando oí una voz:

—¡Oh cielos, cielos, tienes un gran aspecto con esa indumentaria!

Me detuve, giré sobre mis talones e hice un saludo rutinario con mi mano izquierda.

—¡Miradle! ¡El chico más duro de la ciudad después de Tommy Dorsey!

—Con su aspecto logra que Gable parezca un fontanero.

Dejé mi carrito y volví por mis pasos. No sabía lo que iba a hacer, tan sólo me planté frente a ellos, mirándolos. No me gustaban, nunca me habían gustado. Podrían parecer dioses para otros, pero no para mí. Había algo en sus cuerpos comparable a los de las mujeres. Eran cuerpos delicados que no se habían enfrentado a ninguna prueba. Eran unos bellos don nadie. Me enfermaban. Les odiaba. Eran parte de la pesadilla que siempre, de un modo u otro, me había acosado.

Jimmy Newhall me sonrió.

—Oye, almacenista, ¿cómo es que nunca formaste parte de nuestro equipo?

—No era eso lo que yo quería.

—No hay huevos, ¿eh?

—¿Sabes donde está el parking en el tejado?

—Claro.

—Nos veremos allí…

Se encaminaron hacia el parking mientras yo me quitaba el delantal y lo tiraba dentro del carrito. Justin Phillips Junior me sonrió.

—Querido chaval, te van a zurrar la badana.

Jimmy Newhall estaba esperándome rodeado por sus compañeros.

—¡Mirad al chico del almacén!

—¿Creéis que lleva ropa interior de señora?

Newhall estaba plantado al sol con su camisa y camiseta quitadas. Metía estómago y sacaba pecho. Tenía buen aspecto. ¿Dónde demonios me había metido? Sentí cómo temblaba mi labio inferior. Ahí, sobre el tejado, sentí miedo. Miré a Newhall, los dorados rayos del sol iluminaban su rubio cabello. Le había visto muchas veces sobre el campo de rugby. Había visto cómo ganaba muchas carreras de 50 y 60 yardas mientras yo deseaba que ganara el otro equipo.

BOOK: La senda del perdedor
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