La señora Lirriper (2 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La señora Lirriper
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Las criadas, como había empezado a decirte, son uno de tus primeros problemas y también uno de los más duraderos: en eso se parecen a los dientes, que empiezan con convulsiones y no dejan de atormentarte desde el momento en que los echas hasta que tienes que sacártelos, y entonces no quieres separarte de ellos porque te dan lástima, pero todos tenemos que resignarnos o comprarlos postizos; e incluso cuando encontramos una muchacha con buena voluntad, nueve de cada diez veces tiene la cara sucia y, como es natural, los huéspedes de buena sociedad no quieren ver narices tiznadas o entrecejos sucios. De dónde sacan el tizne es un misterio irresoluble, como en el caso de la chica más servicial que he tenido, que llegó medio muerta de hambre, la pobre, y era tan servicial que la llamaba «Sophy, la Servicial», se pasaba el día de rodillas fregando el suelo y siempre estaba alegre, pero siempre sonreía con la cara sucia. Así que le dije: «Sophy, hija mía, escoge un día fijo para limpiar los fogones y apártate del tizne, no cepilles la base de las cazuelas con el pelo y deja en paz las mechas de las velas, y ya verás cómo no te vuelve a pasar». Pero ahí siguió la mancha en la nariz, y, cuando se volvía y te sonreía, casi parecía jactarse de ello, y motivó las quejas de un caballero muy serio y excelente huésped, con desayuno y derecho a emplear el salón siempre que fuese necesario; era un hombre un poco irritable, y sus palabras fueron: «Señora Lirriper, he llegado al punto de admitir que el negro es un hombre y un hermano, pero sólo en su forma natural y cuando uno no puede librarse de él»
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. Así que, en consecuencia, dediqué a Sophy a otros trabajos y le prohibí abrir la puerta o responder al timbre bajo ninguna circunstancia, pero por desdicha era tan servicial que no había forma de impedir que saliera disparada por las escaleras de la cocina nada más oír tintinear uno. Le pregunté: «Por el amor de Dios, Sophy, ¿de dónde sacas todo ese tizne?». Y la pobre, desdichada y servicial criatura rompió a llorar al verme tan enfadada y replicó: «De pequeña nadie me cuidaba y me tizné muchas veces y creo que ahora me debe de estar saliendo todo». Y, como siguiera saliéndole a la pobre criatura y no tenía otro defecto que reprocharle, le dije: «Sophy, ¿qué te parecería si te ayudase a emigrar a Nueva Gales del Sur, donde tal vez no se te note tanto?». Nunca me arrepentí de haberle dado aquel dinero tan bien gastado, pues durante el viaje se casó con el cocinero del barco (que era a su vez mulato) y por lo visto le fueron bien las cosas y vivió feliz, y, según me dijeron después, en aquella nueva sociedad nadie volvió a reparar en el tizne hasta el día de su muerte.

De qué modo la señorita Wozenham, un poco más abajo, al otro lado de la calle, logró con su sentido del honor (del que por otra parte carece) engatusar a Mary Anne Perkinsop y hacer que dejara mi casa y fuese a trabajar para ella, sólo ella lo sabe. Ignoro, y renuncio a saber, cómo se forman las opiniones sobre cualquier particular en casa de la señorita Wozenham. Pero Mary Anne Perkinsop, aunque me portase tan bien con ella y ella se portara tan mal conmigo, valía su peso en oro a la hora de intimidar a los huéspedes sin espantarlos, pues llamaban menos al timbre con Mary Anne que con ninguna otra criada o doncella que haya tenido, y eso es un gran triunfo, sobre todo siendo bizca y un saco de huesos, pero lo principal era la firmeza con que los trataba a raíz del fracaso de su padre en la charcutería. Mary Anne tenía un aspecto tan respetable y una moralidad tan estricta que se impuso al caballero más aficionado a pedir té con azúcar (piénsese que ella pesaba ambas cosas con una balanza cada mañana) con quien me las he visto jamás y lo dejó más manso que un corderito. Después me contaron que la señorita Wozenham pasó un día por la puerta de la pensión y vio a Mary Anne comprándole leche a un lechero que piropeaba a todas las chicas de la calle (y no seré yo quien se lo reproche), pero que, en su presencia, se quedaba rígido como la estatua de Charing Cross; entonces la señorita Wozenham comprendió el valor de Mary Anne en el negocio de las habitaciones de alquiler y llegó a ofrecerle hasta una libra más al trimestre. En consecuencia, Mary Anne, sin que hubiésemos cruzado una palabra, dijo: «Señora Lirriper, si tiene usted a bien buscar a alguien que me sustituya de aquí a un mes por mi parte no tengo inconveniente», cosa que me ofendió y así se lo hice saber, y ella me ofendió aún más insinuando que el fracaso de su padre en la charcutería la había obligado a portarse así.

Querida, te aseguro que resulta agotador decidir a qué clase de criadas dar preferencia, porque si son despiertas se les fatigan las piernas de tanto responder al timbre, y si son perezosas eres tú quien se fatiga de tantas quejas, y si tienen los ojos vivos siempre encuentran quien las corteje, y si van bien vestidas se quieren probar los sombreros de las inquilinas, y si son musicales desafío a cualquiera a que las aleje de organillos y bandas de música, y por muy distinto que sea lo que tengan unas y otras en la cabeza siempre la asomarán por la ventana. Y luego lo que complace a los caballeros disgusta a las damas, y es una fuente de inquietudes para todos, y además está la cuestión del carácter, aunque espero que no haya muchas que tengan tanto como Caroline Maxey. Caroline era una chica guapa de ojos negros y muy atractiva cuando se enfadaba, como ocurrió por primera y última vez por culpa de una pareja de recién casados que habían venido a visitar Londres y se alojaron en el primer piso; la dama era muy altiva y es de suponer que le irritase la belleza de Caroline —de la que ella no estaba precisamente muy sobrada— y la tratase mal, aunque eso no sea excusa. El caso es que, una tarde, Caroline entró roja de ira en la cocina y me dijo:

—Señora Lirriper, la señora del primer piso me ha ofendido de forma intolerable.

—Contente, Caroline —respondí yo.

—¿Que me contenga? —replicó con una risa que helaba la sangre—. ¿Que me contenga? Tiene usted razón, señora Lirriper, eso voy a hacer. ¡Contenerme! —exclamó (cualquiera podría haberme enviado al centro de la Tierra con sólo rozarme con una pluma, cuando la oí)—. ¡Le voy a enseñar cómo soy yo cuando me contengo!

Caroline soltó un grito, echó a correr escaleras arriba y yo la seguí tan rápido como me lo permitieron mis temblorosas piernas, pero, antes de que me diese tiempo a entrar en la habitación, tiró del mantel y el servicio de té blanco y rosa fue a parar al suelo con gran estrépito y los recién casados cayeron de espaldas contra la chimenea, él con la pala del pescado, las pinzas y un plato de pepinos encima, y menos mal que era verano. «Caroline —le dije—, cálmate», pero ella me arrancó la cofia y la desgarró a dentelladas, luego se abalanzó sobre la dama recién casada y la convirtió en un amasijo de cintas y telas rotas, la cogió de las orejas y le golpeó la nuca contra la alfombra. Gritos de «asesinato», la policía que llega corriendo por la calle, y las ventanas de Wozenham (juzga tú misma lo que sentí al enterarme) abiertas de par en par y la señorita Wozenham gritando desde el balcón con lágrimas de cocodrilo: «Es la señora Lirriper, debe de haber sacado a alguien de sus casillas al presentarle la factura… La asesinarán… Siempre supe que acabaría así… Sálvenla, policías!». ¡Ay!, querida, cuatro había, y Caroline atrincherada detrás de la cómoda y defendiéndose con el atizador, y, cuando por fin lograron desarmarla, siguió a puñetazo limpio. Sin embargo, yo no podía tolerar que tratasen a la pobre criatura con tanta rudeza ni que le tirasen del pelo cuando lograron dominarla y les dije: «Señores policías, recuerden que es del mismo sexo que sus madres, novias y hermanas, ¡Dios las bendiga a ellas y a ustedes!». Y la tenían, esposada en el suelo, recobrando el aliento contra el zócalo y ellos muy serios con las chaquetas desgarradas, y lo único que dijo fue: «Señora Lirriper, no sabe cuánto siento haberla golpeado a usted, que siempre ha sido tan maternal», y eso me hizo pensar que muchas veces había querido yo tener hijos, ¡y en cómo me habría sentido de haber sido la madre de aquella chica! Pues bien, una vez en comisaría, resultó que no era la primera vez, así que le quitaron la ropa y la mandaron a la cárcel, y cuando le llegó el momento de salir, allá que me fui una tarde, a esperarla a la puerta de la prisión con un poco de gelatina en mi cesta para darle fuerzas con las que enfrentarse otra vez al mundo, y conocí a una madre muy decente que, por culpa de las malas compañías, estaba esperando a que soltaran a su hijo, que resultó ser un mozo muy obstinado que llevaba las botas sin atar. Luego salió Caroline y le dije:

—Caroline, ven conmigo, sentémonos junto a aquella tapia de allí, donde estaremos tranquilas y comeremos unas cosas que he traído para que cobres ánimos.

Ella me echó los brazos al cuello y respondió entre sollozos:

—¡Oh!, ¿por qué no habrá sido usted madre, con las madres que andan por ahí? —Y no había pasado medio minuto cuando se echó a reír y preguntó—: ¿De verdad le hice pedazos la cofia? —Y, cuando le contesté: «Desde luego que sí, Caroline», volvió a echarse a reír y replicó mientras me daba palmaditas en la cara—: ¿Y por qué, buena mujer, lleva usted esas cofias tan anticuadas?

¡Imagínate qué chica! No pude sacarle lo que pensaba hacer, salvo, ¡oh!, que ya se las arreglaría, y se despidió muy agradecida y besándome las manos. No volví a oír ni a saber nada de la chica, aunque siempre creeré que una preciosa cofia que me llegó anónimamente un sábado por la noche, en una bolsa de lona encerada, por medio de un impertinente mozalbete que pisó con los zapatos sucios la escalera limpia mientras tocaba el arpa con un palo en los barrotes de la barandilla, era de Caroline.

No tengo palabras para describirte, querida, las suspicacias a las que se enfrenta una al entrar en el negocio del alquiler de habitaciones, pero nunca he sido tan poco honrada como para tener dos juegos de llaves, ni quiero pensar que los tenga siquiera la señorita Wozenham, un poco más abajo, al otro lado de la calle, y espero que así sea, aunque no cabe duda de que el dinero tiene que salir de alguna parte, y, por turbio que parezca, no hay razón para pensar que Bradshaw la incluya en su guía por su cara bonita. Es descorazonador que los huéspedes estén siempre dispuestos a creer que tratas de aprovecharte de ellos y no reconozcan nunca que son ellos quienes tratan de aprovecharse de ti, pero, como me dice siempre el comandante Jackman: «Sé muy bien cómo funciona este mundo circular, señora Lirriper, y lo mismo ocurre en toda su superficie»; y es que el comandante Jackman me ha consolado de muchos disgustos, pues es un hombre inteligente que ha visto muchas cosas. Ay, querida, han pasado trece años, pero parece que fue ayer cuando me senté con mis gafas una tarde de agosto junto a la ventana del salón que da a la calle (el salón estaba vacío) a leer el periódico del día anterior, pues ya no leo bien la letra impresa, aunque puedo dar gracias de seguir viendo bien de lejos, y oí a un caballero cruzar la calle a toda prisa hablando furioso para sus adentros y maldiciendo y condenando a alguien. «¡Demonios! —exclamó en voz alta empuñando su bastón—. Iré a casa de la señora Lirriper. ¿Dónde vive la señora Lirriper?». Luego, al reparar en mi presencia, se quitó el sombrero de la cabeza con una reverencia como si yo fuese una reina y me dijo:

—Le ruego que disculpe mi intrusión, señora, pero ¿le importaría indicarme en qué número de esta calle reside una dama, muy respetada y conocida, que responde al nombre de señora Lirriper?

Un poco agitada, aunque debo admitir que agradecida, me quité las gafas, respondí a su cortesía y respondí:

—Señor mío, yo misma soy la señora Lirriper, para servirle.

—¡Qué asombrosa coincidencia! —respondió él—. ¡Le pido mil perdones! Señora, ¿puedo rogarle que tenga la bondad de pedir a uno de sus criados que abra la puerta a un caballero que responde al nombre de Jackman? —Nunca había oído aquel nombre, pero jamás había visto a un caballero tan bien educado, pues tuvo a bien añadir—: Señora, me sorprende que abra usted misma la puerta a un hombre tan insignificante como Jemmy Jackman. Después de usted, señora, las damas siempre van primero. —Luego entró en el salón, lo olisqueó y dijo—: ¡Ajá! ¡Esto sí es un salón! No un armario mohoso —dijo—, sino un salón que no huele a sacos de carbón. —Pues bien, querida, como hay quien asegura con inquina que el barrio entero huele a sacos de carbón, y eso podría desanimar a los posibles huéspedes, le respondí al comandante con mucha amabilidad, pero con firmeza, que tal vez estuviera refiriéndose a las calles Arundel, Surrey o Howard, pero desde luego no a la calle Norfolk
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—. Señora —repuso él—, me refiero a la pensión Wozenham, un poco más abajo, señora mía, le aseguro que no puede hacerse ni idea… Esa casa es como un enorme saco de carbón, y la señorita Wozenham tiene los principios y los modales de un carbonero de sexo femenino… Señora, por el modo en que la he oído hablar de usted, me consta que no sabe apreciar a una dama, y por el modo en que se ha portado conmigo es evidente que tampoco sabe apreciar a un caballero… Señora, me llamo Jackman… Si necesita usted otras referencias, aparte de las que le he dado, puedo citarle el Banco de Inglaterra, que tal vez conozca.

Así fue como el comandante empezó a ocupar sus habitaciones y desde aquel momento hasta hoy ha sido siempre el mejor de los huéspedes, puntual en todo, salvo en cierto aspecto que no necesito precisar y que se ve de sobra compensado por el hecho de ofrecerme su protección y de su constante disposición a rellenar los formularios de los impuestos, tribunales y demás, y de que una vez cogiera del pescuezo a un joven que se llevaba el reloj del comedor debajo del abrigo, y de que, en otra ocasión, subiese al tejado a apagar con su ropa y sus propias manos el fuego de la chimenea de la cocina y después, en el juicio, hiciera un elocuentísimo alegato contra la administración parroquial delante de los magistrados y nos ahorrase los gastos del coche de bomberos, y de que siempre haya sido todo un caballero, aunque sin duda un poco apasionado. Y, ciertamente, no fue muy generoso por parte de la señorita Wozenham quedarse con su equipaje y su paraguas, aunque estuviese en su derecho de hacerlo, y yo jamás me habría rebajado a hacerlo, en vista de que el comandante es todo un caballero; y, de hecho, aunque no es precisamente alto, cuando se pone su camisa con la pechera fruncida, su levita y su sombrero de ala curva, lo cierto es que lo parece, pese a que no sabría decirte en qué ejército ha servido, si en la milicia o en la legión extranjera, pues nunca le oí llamarse a sí mismo comandante, sino sólo «Jemmy Jackman», y cuando, poco después de su llegada, creí mi obligación comunicarle que la señorita Wozenham estaba divulgando el rumor de que no era comandante, y me tomé la libertad de añadir «aunque yo sé muy bien que lo es, señor», sus palabras fueron: «Señora mía, en todo caso no permito que nadie me dé órdenes, cada día tiene su afán y con eso basta»; y no puede negarse que es la pura verdad, y además no hay más que ver el modo tan marcial en que ordena que le lleven todas las mañanas las botas cepilladas en una bandeja limpia y les da betún él mismo con una esponja y un platito mientras silba en voz baja, nada más terminar el desayuno, y es tan cuidadoso que nunca se mancha la ropa interior (con la que es muy escrupuloso, aunque más en la calidad que en la cantidad) ni con el betún ni con el bigote, que, según creo, se tiñe al mismo tiempo y es tan negro y reluciente como sus botas, mientras que el cabello de su cabeza es de un elegante color blanco.

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