Dije aquello porque acababa de ver por allí cerca a aquel hombre tan admirable, que estaba fingiendo precisamente fumar uno de sus cigarros.
—¡Ejem…, ejem…, ejem! —tosió el comandante.
—Caramba —exclamé yo—, pero ¡si ahí lo tenemos!
—¡Eh! ¿Quién anda ahí? —preguntó el comandante con actitud marcial.
—Vaya —respondí—, ¡menuda coincidencia! ¿No nos reconoce, comandante Jackman?
—¡Hola! —repuso el comandante—. ¿Quién llama a Jemmy Jackman?
(Estaba sin aliento, y disimulaba bastante peor de lo que habría imaginado).
—Está aquí la señora Edson, comandante —dije—. Se ve que ha salido a dar un paseo para tomar un poco el aire, porque le dolía mucho la cabeza, y al parecer se ha extraviado. ¡Dios sabe adónde habría ido a parar, si no llego a venir a echar un pedido en el buzón del carbonero y si a usted no se le hubiese ocurrido salir a fumar su cigarro! Lo cierto es que no está usted bien, querida —dije volviéndome hacia ella—, para salir tan lejos de casa sin mí. Estoy convencida de que aceptará la ayuda de su brazo, comandante —le dije a él—, y sé que puede apoyarse en él todo lo que guste.
Para entonces —gracias a Dios—, ya la teníamos bien sujeta, uno por cada lado.
La pobre tenía escalofríos y así siguió hasta que la metí en su cama y hasta llegada la madrugada no me soltó la mano y no dejó de gemir: «¡Oh, malvado, malvado, malvado!». Pero, cuando por fin fingí inclinar la cabeza, como dominada por un sueño invencible, oí a aquella joven y desdichada criatura agradecer de un modo tan humilde y convincente que le hubiesen impedido quitarse la vida en un arrebato de locura, que creí que empaparía con mis lágrimas el edredón y comprendí que estaba salvada.
Al día siguiente, como podía permitírmelo, pues contaba con los medios suficientes, el comandante y yo trazamos un pequeño plan, mientras ella descansaba, y en cuanto recobró las fuerzas le dije:
—Querida señora Edson, cuando el señor Edson me pagó el alquiler de los próximos seis meses… —ella dio un respingo y noté que sus grandes ojos me miraban, pero yo seguí bordando como si tal cosa— no sé si puse bien la fecha en el recibo. ¿Le importaría enseñármelo?
Puso su gélida mano sobre la mía y me atravesó con la mirada cuando me vi obligada a levantar la vista de la labor, pero yo había tomado la precaución de ponerme las gafas.
—No tengo ningún recibo —respondió.
—¡Ah! Entonces debe de tenerlo él —repuse con aire despreocupado—. No tiene mayor importancia. Un recibo es un recibo.
Desde entonces, cada vez que podía me cogía de la mano, por lo general cuando le leía alguna cosa, pues, por supuesto, ambas teníamos que ocuparnos de nuestra labor y ninguna de las dos era demasiado hábil con la aguja, aunque pensándolo bien sigo estando bastante orgullosa por la parte que me correspondía. Y, aunque a la chica le interesaba todo lo que le leía, me pareció reparar en que, de todas las enseñanzas del Sermón de la Montaña, lo que más apreciaba era la amable compasión de nuestro Señor por nosotras, pobres mujeres, y Su joven vida, y el orgullo que sentía Su madre, que atesoraba Sus palabras en el corazón. En sus ojos había una mirada de agradecimiento que no desaparecerá de los míos hasta que los cierre la hora postrera, y cada vez que la miraba sin pensar en ello encontraba aquella mirada, y a menudo me besaba con los labios trémulos, más como un niño afectuoso y desconsolado que como una persona adulta.
Una vez el temblor se hizo tan manifiesto y las lágrimas corrieron de tal modo por sus mejillas que pensé que iba a hablarme de su desdicha, así que cogí sus manos en las mías y le dije:
—No, querida, ahora no, es mejor que no hable ahora. Espere a que vengan tiempos mejores; cuando todo esto haya pasado y esté usted recuperada, ya me contará entonces todo lo que quiera. ¿De acuerdo? —Asintió varias veces con las manos entrelazadas con las mías y luego se las llevó a los labios y las dejó sobre su regazo—. Sólo una palabra más, querida —proseguí—. ¿Hay alguien?
—¿Alguien? —preguntó con perplejidad.
—A quien debamos avisar. —Movió la cabeza—. ¿Nadie a quien podamos llamar? —Volvió a mover la cabeza—. Yo tampoco necesito a nadie, querida. La cuestión está zanjada.
Menos de una semana después —pues aquello sucedió al final de un período de gran intimidad— estaba yo inclinada sobre su lecho con la oreja pegada a sus labios, escuchando su aliento y observando su rostro en busca de indicios de vida. Por fin aconteció de un modo solemne, no como un destello sino como una luz vaga y pálida que iluminó su cara.
Dijo algo inaudible, aunque comprendí muy bien lo que me preguntaba.
—¿Me estoy muriendo?
Y yo respondí:
—¡Ay!, pobrecita, me temo que sí.
Supe de algún modo que quería que le cambiase de posición la mano derecha, así que se la cogí y se la puse sobre el pecho y luego le cogí la otra mano y se la puse sobre la primera, y ella rezó una oración y yo la acompañé, pobre de mí, aunque ninguna pronunciamos una palabra. Luego saqué de la cuna al bebé envuelto en pañales y le dije:
—Querida, esto es como un regalo del cielo para una anciana sin hijos. Yo cuidaré de él. —Alzó por última vez sus temblorosos labios y yo se los besé—. Sí, querida —repetí—. ¡Si Dios quiere, lo cuidaremos el comandante y yo!
No sabría cómo explicarlo, pero vi iluminarse su alma y elevarse libre en su mirada agradecida.
He aquí, querida, el cómo y el porqué de que lo llamáramos Jemmy, igual que el comandante, su padrino, y le pusiéramos de apellido Lirriper, como yo misma; jamás un niño alegró tanto una pensión ni jugó tanto con su abuela, como Jemmy ha jugado conmigo y ha alegrado mi casa; es bueno y obediente (por lo general) y nos ha endulzado el carácter y hecho la vida más agradable, con la salvedad de que, cuando fue lo bastante mayor lanzó su gorra al patio de la señorita Wozenham y no quisieron devolvérsela, y tuve que ponerme mi mejor sombrero y mis guantes, coger mi sombrilla con el niño en brazos y decir: «Señorita Wozenham, jamás pensé que tuviera que entrar en su casa, pero a menos que me devuelva en el acto la gorra de mi nieto, las leyes que regulan la propiedad en este país decidirán entre usted y yo, cueste lo que cueste». Con un gesto desdeñoso que debo admitir que me recordó lo de los dos juegos de llaves, aunque puede ser que me equivocara —y ante la menor sombra de duda, lo justo es conceder a la señorita Wozenham dicho beneficio—, llamó al timbre y dijo:
—Jane, ¿has visto la gorra vieja de un niño de la calle en tu patio?
Y yo respondí:
—Señorita Wozenham, antes de que su doncella conteste a esa pregunta, debo informarle de que mi nieto no es un niño de la calle, ni acostumbra a llevar gorras viejas. De hecho —continué—, señorita Wozenham, no estoy nada segura de que su cofia sea más nueva que la gorra de mi nieto.
Admito que fue una grosería por mi parte, pues era una cofia de encaje muy vulgar, hecha a máquina, lavada muchas veces y desgarrada en varios sitios, pero su impertinencia me había sacado de mis casillas.
La señorita Wozenham, con la cara colorada, dijo:
—Jane, ya has oído mi pregunta, ¿hay alguna gorra de niño en el patio?
—Sí, señora —replicó Jane—, creo que he visto no sé qué porquería tirada por ahí.
—En ese caso —repuso la señorita Wozenham—, acompaña a estas visitas a la puerta, y luego saca ese sucio objeto de mi casa.
Pero, en ese momento, el niño, que había estado mirando a la señorita Wozenham con los ojos abiertos como platos, enarcó las cejas, frunció la boquita, separó las piernas rollizas, se frotó los puños uno contra el otro como un molinillo de café y le espetó:
—Como le vuelva a hablar así a mi abuela, le saco los ojos.
—¡Ah! —exclamó la señorita Wozenham, mirando al niño con desdén—. ¡Así que no es un niño de la calle! ¡Pues menos mal!
Yo rompí a reír y repliqué:
—Señorita Wozenham, si tanto le molesta lo que ha oído, créame que la compadezco y le deseo muy buenos días. Jemmy, ven con la abuela.
Y pasé de muy buen humor el resto del día, aunque la gorra cayó volando a la calle, como si hubiese salido del grifo, y volví a casa riéndome gracias a aquel niño querido.
Los kilómetros y kilómetros que habremos recorrido el comandante y yo con Jemmy a la luz del crepúsculo son incalculables. Jemmy conducía sentado en el pescante de la diligencia, es decir, en la escribanía con la contera de latón propiedad del comandante colocada sobre la mesa, yo en el interior, es decir, en mi butaca, y el comandante detrás como postillón, soplando de un modo maravilloso una trompa de papel de estraza. Te aseguro, querida, que a veces he dado una cabezadita en mi sitio en la diligencia y me ha despertado la luz del fuego y, al oír aquel chiquillo conducir los caballos y al comandante soplar la trompa para que nos cambiaran los caballos al llegar a la posada, he llegado a creer que estábamos en la vieja carretera del norte que mi pobre Lirriper conocía tan bien. Y, al ver al niño y al comandante, muy abrigados, apearse para calentarse un poco los pies, estirar las piernas y tomarse una cerveza en las cajas de cerillas que teníamos sobre la repisa de la chimenea, no me cabía la menor duda de que el comandante se estaba divirtiendo tanto como el niño y estoy segura de que no hay obra de teatro comparable al momento en que el cochero abría la puerta de la diligencia y me decía: «Hemos venido un poco rápidos, ¿se ha asustado usted, señora?».
Pero el estado indescriptible en que me encontré cuando el niño se perdió, sólo puede compararse al del comandante, que no fue mucho mejor: se extravió a los cinco años de edad a las once de la mañana y no volvió a saberse nada de él hasta las nueve y media de la noche, después de que el comandante fuera a ver al redactor del periódico
The Times
para poner un anuncio que se publicó al día siguiente, veinticuatro horas después de que lo encontraran, y que guardaré siempre cuidadosamente en el cajón de la lavanda, como recuerdo de la primera ocasión en que su nombre apareció en letra impresa. A medida que fue pasando el día, yo me fui alterando más y mas, y lo mismo le ocurrió al comandante, y a los dos acabó de sacarnos de quicio la compostura de la policía, por muy educada y servicial que fuese, y lo que debo denominar su obstinación en no dar crédito a la idea de que pudiesen haberlo raptado. «Casi siempre los encontramos, señora», dijo el sargento que vino a consolarme, cosa que no hizo en absoluto, y que, por si fuera poco, era uno de los oficiales que había venido a casa cuando lo de Caroline y lo mencionó nada más abrir la boca:
—No se deje llevar por la desesperación, señora, todo se solucionará igual que se curó mi nariz cuando me la arañó aquella joven del segundo piso, casi siempre los encontramos, la gente no se muere de ganas de tener lo que podríamos llamar un niño de segunda mano. Lo recuperará, señora.
—¡Oh!, pero, mi querido señor —respondí entrelazando las manos, retorciéndolas y volviéndolas a entrelazar—, ¡se trata de un niño tan excepcional!
—Sí, señora —repuso el sargento—, pero a ésos también los encontramos. Todo dependerá del valor de su ropa.
—Su ropa —respondí— no vale demasiado, señor, llevaba puesta la ropa de diario, pero ¡el niño!
—Estupendo, señora —repitió el sargento—. Lo recuperará. Y, aunque se hubiese perdido con la ropa de los domingos, lo peor que le podría ocurrir es que lo encontráramos temblando de frío en la acera y envuelto en una hoja de col.
Sus palabras me atravesaron el corazón como dagas y puñales. El comandante y yo no hacíamos más que entrar y salir como dos locos todo el día, hasta que él, a su regreso de su entrevista con el redactor de
The Times
, se presentó casi fuera de sí en mi habitación, me dio la mano, se secó los ojos y dijo:
—Albricias, albricias… Un oficial de paisano me ha abordado en las escaleras nada mas entrar y me ha dicho: «Tranquilícese, han encontrado a Jemmy».
Al oír estas palabras, me desmayé y, en cuanto volví en mí, me abracé a las rodillas del oficial de paisano, que daba la impresión de estar haciendo una especie de callado inventario mental de los bienes que había en mi cuarto, y le dije:
—¡Bendito sea, señor! ¿Dónde está ese angelito?
—En la comisaría de Kennington —respondió. A punto estaba de desplomarme al suelo al pensar en aquel corderito inocente en una celda rodeado de asesinos cuando añadió—: Se fue detrás del mono.
Pensando que se trataba de algún tipo de jerga, le pregunté:
—¡Oh, señor, tenga la bondad de explicarle a una pobre abuela a qué mono se refiere usted!
—Al del casco brillante, que lleva el barboquejo por debajo de la barbilla para que no se le mueva cuando hace la ronda y que nunca desenvaina su sable, si puede evitarlo.
En seguida comprendí lo que decía y le di las gracias muy reconocida, y el comandante y yo cogimos un coche para ir a Kennington, donde encontramos a nuestro niño tumbado plácidamente junto al fuego: se había quedado dormido después de jugar con un acordeón más pequeño que una plancha y que habían tenido la amabilidad de prestarle y que, por lo visto, le habían confiscado a un menor.
Querida, el sistema con el que el comandante y yo iniciamos, y podría decirse que perfeccionamos, la instrucción de Jemmy cuando era tan pequeño que, si estaba al otro lado de la mesa, debías asomarte debajo, en lugar de mirar por encima, para verlo con el precioso cabello rizado de su madre, es algo que debería comunicarse al trono, los Lores y los Comunes y tal vez sirviera para depararle un ascenso al comandante, que tanto lo merece y a quien (dicho sea entre nosotros) no le vendría nada mal desde el punto de vista pecuniario. Cuando el comandante se hizo cargo de su instrucción me dijo:
—Señora, voy a enseñar cálculo a nuestro pequeño.
—Comandante —respondí—, me asusta usted; piense que si le causase un daño irreparable nunca se lo perdonaría usted a sí mismo.
—Señora —replicó el comandante—, comparable a lo mucho que lamento no haber asfixiado allí mismo a esa sabandija con la esponja del betún…
—¡Y dale! Por el amor de Dios —le interrumpí—, déjese de esponjas y allá él con su conciencia.
—Digo, señora, que comparable a lo mucho que lamento no haberlo hecho —insistió el comandante—, sería el peso que sentiría sobre mi pecho —y se dio unas palmaditas— si no cultivara un espíritu tan selecto desde los primeros años. Pero, tenga en cuenta, señora mía —añadió alzando el dedo índice— que pretendo cultivarlo según unos principios que me permitan también deleitarlo.