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Authors: Agatha Christie

La señora McGinty ha muerto (24 page)

BOOK: La señora McGinty ha muerto
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Poirot abrió la boca, pero no habló. Con gran tiento volvió a colgar el auricular.

Permaneció inmóvil, fija la mirada, sin ver.

Sonó el teléfono de nuevo.

—¿Diga?

—¿Puedo hablar con monsieur Poirot.?

—Está hablando con él.

—Me lo figuré. Maude Williams al aparato. ¿Estafeta de Correos dentro de un cuarto de hora?

—Allí estaré.

Colgó.

Bajó la mirada ¿Se cambiaría de zapatos? Le dolían un poco los pies. ¡Ah!, bueno, daba igual.

Se caló el sombrero y salió de la casa.

Cuando bajaba la colina le saludó uno de los hombres del superintendente Spence, que salía en aquellos momentos de Laburnums.

—Buenos días, monsieur Poirot.

Este respondió con cortesía. Observó que el sargento Fletcher parecía excitado.

—El superintendente me mandó para que hiciese un registro completo —explicó—, por si había alguna cosilla que se nos hubiera pasado por alto. Nunca sabe uno, ¿verdad? Ya habíamos registrado la mesa, claro, pero al superintendente se le ocurrió que pudiera haber algún cajoncillo secreto... seguramente había estado leyendo alguna novela de espionaje. Bueno, pues no había ningún cajón secreto. Pero después me puse a mirar los libros. A veces la gente mete una carta en un libro que ha estado leyendo. Lo sabe, ¿verdad?

Poirot dijo que lo sabía.

—¿Y descubrió usted algo? —preguntó cortesmente.

—Ni una carta ni cosa que se le pareciese. Pero hallé algo interesante... o, por lo menos, yo creo que es interesante. Mire.

Sacó del papel de periódico en que lo llevaba envuelto un libro viejo y bastante estropeado.

—Estaba en uno de los estantes. Un libro publicado hace años. Pero fíjese.

Lo abrió y enseñó la guarda. Escritas con lápiz en la misma había dos palabras:
Evelyn Hope
.

—Es interesante, ¿no le parece? Este es el nombre, por si no recuerda...

—El nombre que tomó Eva Kane después de marchar de Inglaterra. Sí que lo recuerdo —le interrumpió Hércules Poirot.

—Parece como si, cuando mistress McGinty descubrió una de esas fotos aquí, en Broadhinny, fuese la de mistress Upward. Eso complica un poco las cosas, ¿verdad?

—Vaya si las complica —contestó de corazón Poirot—; y puedo asegurarle que en cuanto vuelva usted al superintendente Spence con esa información, se arrancará los pelos de raíz... sí, de raíz.

—Espero que no le dará tan fuerte como todo eso —murmuró el sargento.

Poirot no le respondió. Continuó cuesta abajo.

Había dejado de pensar. Nada tenía ya sentido.

Entró en la estafeta de Correos. Maude Williams estaba allí, examinando modelos de labores. Poirot no le dirigió la palabra. Se encaminó al mostrador de los sellos. Cuando Maude hubo hecho su compra, mistress Sweetiman cambió de mostrador, y entonces Poirot le compró unos sellos. Maude salió del establecimiento.

Mistress Sweetiman parecía preocupada y con pocas ganas de hablar. Poirot pudo salir tras de Maude bastante aprisa. La alcanzó un poco más allá, en el camino, y ajustó su paso al de ella.

Mistress Sweetiman, atisbando por la ventana de la estafeta, se dijo con desaprobación:

—¡Estos extranjeros! Son todos lo mismo, absolutamente todos. ¡Y este que podría ser su abuelo!

2


¡Eh bien!
—dijo Poirot—, ¿tiene alguna cosa que decirme?

—No sé si será importante. Alguien intentó entrar por la ventana del cuarto de mistress Welherby.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.
Ella
estaba fuera. Y la muchacha había salido con el perro. El marido estaba encerrado en su despacho, como de costumbre. Normalmente, yo hubiese estado en la cocina, que cae al otro lado, como el despacho, pero me pareció una buena ocasión para... ¿comprende?

Poirot asintió con un gesto.

—Conque subí al piso y me colé en el cuarto de su excelencia doña Acidez. Había una escalera pegada a la ventana y un hombre intentaba alzar la falleba. La señora, desde el asesinato, lo tiene todo cerrado. No entra ni una pizca de aire fresco. Cuando me vio el hombre, bajó a toda prisa y se fue. La escalera era la del jardinero. Había estado recortando la hiedra y luego se había marchado a tomar un piscolabis.

—¿Quién era el hombre? ¿Puede describirle mas o menos?

—Sólo le vi un instante. Para cuando yo llegué a la ventana, había bajado la escalera y desaparecido. Y cuando le vi al principio, estaba él de espaldas al sol y no pude verle la cara.

—¿Está usted segura de que se trataba de un hombre?

Maude reflexionó.

—Vestía de hombre, por lo menos... llevaba un sombrero viejo, de fieltro.
Podía
haber sido una mujer, claro está.

—Es interesante —dijo Poirot—. Es muy interesante... ¿Nada más?

—Nada aún. ¡La de porquerías que guarda esa mujer! ¡Debe andar mal de la cabeza! Entró sin que yo la oyera esta mañana y me echó una bronca por andar husmeando. Acabaré por asesinarla. Si alguien anda pidiendo que la asesinen, ese alguien es ella. Es desagradable a más no poder.

Poirot murmuró dulcemente:

—Evelyn Hope...

—¿Qué es eso?

La joven se volvió bruscamente hacia él.

—¡Por lo visto conoce usted el nombre!

—Pues... sí... Es el nombre que Eva Cómo Se Llame tomó cuando marchó para Australia. Lo...lo decía el periódico... el
Sunday Comet
.

—El
Sunday Comet
dijo muchas cosas; pero no dijo eso. La Policía encontró ese nombre anotado en un libro de casa de mistress Upward.

Maude exclamó:

—Entonces sí que era ella... y
no murió
allá. Michael tenía razón.

—¿Michael?

Maude dijo bruscamente:

—No puedo entretenerme. Llegaré tarde a servir la comida. La tengo en el horno, pero se estará quemando ya.

Echo acorrer. Poirot se quedo mirando cómo se alejaba.

Allá en la ventana de la estafeta, mistress Sweetiman, con la nariz pegada al cristal, se preguntó si aquel extranjero viejo le habría estado haciendo proposiciones de cierto carácter a la muchacha.

3

De vuelta en Long Meadows, Poirot se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas. No eran
chic
; no eran, en su opinión,
comme il faut
, pero necesitaba un alivio para sus pies atormentados.

Se sentó en el sillón otra vez y se puso a pensar de nuevo. Tenía, ahora mucho en que pensar.

Algunas cosas se le habían escapado, cosas pequeñas.

El rompecabezas estaba todo allí. Solo necesitaba cohesión.

Maureen, copa en mano, hablando con voz soñadora, haciendo una pregunta. Lo que había contado mistress Oliver de su noche en el teatro. ¿Cecil? ¿Michael? Estaba casi seguro de que había mencionado un Michael. Eva Kane, institutriz de los Craig...

Evelyn Hope...

¡Claro! ¡Evelyn Hope!

Capítulo XXIII
1

Eve Carpenter entró en casa de los Summerhayes de la misma manera que solía hacerlo la mayor parte de la gente: empleando la puerta o la ventana que encontrara más a mano.

Andaba buscando a Hércules Poirot, y cuando lo encontró no perdió el tiempo en preámbulos.

—Escuche —dijo—; usted es detective y se dice que es de los mejores. Bien. Le alquilo.

—¿Y si no me alquilo,
madame
?
¡Mon Dieu!
¡Yo no soy un taxi!

—Usted es detective particular, y a los detectives particulares se les paga, ¿verdad?

—Esa es la costumbre.

—Bueno, pues eso es lo que digo. Yo le pagaré. Le pagaré bien.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere que haga?

Eve Carpenter dijo vivamente:

—Protegerme contra la Policía. Están locos. Al parecer, creen que maté a esa Upward. Y andan husmeando, haciéndome toda suerte de preguntas... y desenterrando cosas. No me gusta. Están trastornándome el juicio.

Poirot la contempló. Era cierto algo de lo que decía. Parecía años más vieja que cuando la viera por primera vez unas cuantas semanas antes. Las enormes ojeras daban mudo testimonio de las no ches pasadas sin dormir. Líneas bien señaladas le corrían desde la boca a la barbilla. Y la mano, al encender un cigarrillo, le temblaba convulsivamente.

—Tiene usted que poner fin a esto —dijo—. Es absolutamente necesario.


Madame
, ¿qué puedo hacer yo?

—Mantenerles a raya de una manera o de otra. ¡Qué frescura tienen! Si Guy fuera hombre, pondría coto a sus actividades. No permitiría que me persiguiesen.

—Y... ¿él no hace nada?

Ella contestó bruscamente:

—No se lo he dicho. No hace más que hablar pomposamente de la necesidad de dar a las autoridades toda la ayuda posible. Claro, ¿a él qué demonio le importa? Se siente seguro. Aquella noche estuvo en no sé qué mitin político.

—¿Y usted?

—Sentada en casa. Escuchando la radio.

—Si lo puede demostrar...

—¿Cómo quiere que lo demuestre? Ofrecí a los Croft una cantidad fabulosa para que dijeran que habían entrado y salido varias veces y que me habían visto allí. Los muy cerdos se negaron a complacerme.

—Fue muy poco prudente por parte suya hacer semejante sugerencia. Esto puede comprometerla enormemente.

—No veo por qué. Lo hubiera resuelto todo.

—Con ello probablemente ha logrado usted convencer a sus sirvientes de que fue usted, en efecto, quien cometió el asesinato.

—Bueno... había pagado a Croft; de todas formas, por...

—¿Por qué?

—Nada.

—No olvide que solicita mi ayuda.

—¡Oh, no era cosa que importase! Pero Croft fue quien tomó el recado que dio ella..

—¿Mistress Upward?

—Sí. Pidiéndome que fuese a verla aquella noche.

—Y... ¿dice usted que no fue?

—¿Por qué habría de ir? Era una pelmaza esa mujer. ¿A santo de qué iba yo a ir a su casa a tenerla cogida de la mano? No soñé ni por un momento en ir.

—¿Cuándo llegó ese mensaje?

—Hallándome ausente. No sé exactamente cuándo... Supongo que entre cinco y seis. Croft lo tomó.

—Y usted le dio dinero para que olvidara haber tomado tal mensaje. ¿Por que?

—No sea idiota. No quería verme envuelta en el asunto.

—Y luego, ¿le ofreció usted dinero para que le proporcionaran una coartada? ¿Qué cree usted que pensarán él y su mujer?

—¿A quién diablos le importa lo que ellos piensen?

—Pudiera importarle a un jurado —contestó solemnemente Poirot.

Le miró ella boquiabierta.

—No hablará en serio.

—Ya lo creo que hablo en serio.

—¿Harían caso a la servidumbre... y a mí no? Poirot la contempló.

¡Tan crasa grosería y estupidez! Despertando la hostilidad de la gente que hubiera podido ayudarla. Una política miope e idiota. Miope...

Unos ojos azules tan grandes y hermosos...

Dijo dulcemente.

—¿Por qué no usa lentes,
madame
? Los necesita.

—¿Cómo? ¡Oh!, los llevo a veces. Los usaba siempre de niña.

—Y se hizo una plancha para la dentadura. Le miró con asombro.

—Pues, si quiere que le diga la verdad, sí. ¿A qué viene todo eso?

—¿El pato feo se convierte en cisne?

—Desde luego, fui bastante fea.

—¿Lo creía así su madre? Ella contestó vivamente:

—No recuerdo a mi madre. ¿Y de qué diablos estamos hablando? ¿Quiere aceptar el encargo?

—Lamento no poder aceptarlo.

—¿Por qué no?

—Porque en este asunto represento los intereses de James Bentley.

—¿James Bentley? ¡Ah!, se refiere a ese medio bobo que mató a la mujer de la limpieza. ¿Qué tiene él que ver con los Upward?

—Quizá... nada.

—¡Pues entonces! ¿Es cuestión de dinero? ¿Cuánto?

—Ese es su gran error,
madame
. Piensa siempre que el dinero lo puede todo. Tiene usted fortuna, y cree que solo la fortuna cuenta.

—No he tenido dinero siempre —dijo Eve Carpenter.

—No —dijo Poirot—. Ya me figuraba yo que no —movió la cabeza en dulce y afirmativo gesto—. Eso explica muchas cosas. Y excusa algunas.

2

Eve Carpenter salió por donde había entrado, vacilando un poco, como recordaba Poirot haberla visto hacer antes.

Se dijo dulcemente:

—Evelyn Hope...

Conque mistress Upward había telefoneado a Deirdre Henderson y a Evelyn Carpenter. Quizá hubiera telefoneado a alguna otra persona. Tal vez...

Entró Maureen con la violencia de siempre.

—Ahora son las tijeras. Perdone que tarde la comida. Tengo tres pares, y no encuentro ninguna.

Corrió al buró y se repitió el proceso que Poirot conocía ya. Esta vez alcanzó su objetivo un poco antes. Maureen soltó un grito de alegría y se fue.

Casi maquinalmente, Poirot se acercó al buró y se puso a meter las cosas en el cajón otra vez. Lacre, papel de escribir, una cesta de labor, fotografías...

Se quedó mirando la que tenía en la mano.

Se oyeron pasos presurosos por el corredor.

Poirot sabía moverse aprisa a pesar de su edad. Había dejado caer el retrato en el sofá, puesto encima un almohadón y tomado asiento para cuando volvió a entrar Maureen.

—¿Dónde demonios he puesto el cazo de las espinacas?

—Aquí está,
madame
.

Señaló el cazo, que reposaba a su lado en el sofá.

—¡Resulta que es ahí dónde lo dejé! —Lo cogió—. Todo va atrasado hoy...

Miró a Poirot, que estaba sentado más tieso que un palo.

—¿Para qué demonios quiere sentarse ahí? Aun con almohadones resulta el asiento más incómodo del cuarto. Todos los muelles están sueltos.

—Lo sé,
madame
. Pero estoy... estoy mirando ese cuadro de la pared.

Maureen alzó la mirada hacia el retrato al óleo de un oficial de marina, de cuerpo entero, con telescopio.

—Sí... es bueno. Aproximadamente, lo único bueno que hay en esta casa. No estamos muy seguros de que no sea un Gainsborough —exhaló un suspiro—. Johnnie no quiere venderlo, sin embargo. Es su tatara no sé cuántos abuelo, y se hundió con su barco, o hizo alguna cosa enorme mente gallarda. Johnnie está la mar de orgulloso de él.

—Sí —dijo Poirot con dulzura—. Sí; ¡tiene algo de que estar orgulloso su marido!

3

Eran las tres cuando Poirot llegó a casa del doctor Rendell.

Había comido un guisado de conejo y espinacas, y patatas duras, y un budín muy extraño, aunque no chamuscado esta vez. "Le ha entrado agua", había explicado Maureen. Se había tomado media taza de un café que parecía barro. No se sentía muy bien.

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