Xanthopoulos se apresuró a intervenir; agarró con cuidado al dominico por un brazo e intentó calmarlo, pero este, con su mano libre, apretó con fuerza la mandíbula de Ségolène observando con sus ojos penetrantes y profundos cada rasgo de su rostro, cada ángulo, cada textura. La francesa no pudo hacer otra cosa que devolverle una mirada aturdida.
—Cuando miréis al Demonio a los ojos os daréis cuenta de que no lleva mi rostro… —afirmó con sarcasmo— y cuando percibáis la carne quemada de un brujo sabréis que esa grasa no olería como la mía. Recordad, hoy y siempre, que yo no trabajo para Lucifer, pero sí puedo convertir en un infierno la vida de quienes me cuestionan.
Después de soltarla, Ségolène tembló como una hoja y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Está bien —gimoteó ella—, ya no os pediré más explicaciones…
—¡No hay nada que explicar! ¡Anastasia está en esta fortaleza y aquí se quedará! —gritó Angelo con voz poderosa haciendo ondear su capa negra al colocarse delante de la chimenea—. Yo cuidaré de ella y vos haréis lo que yo diga hasta que el Maestre tenga a bien decidir otra cosa. Estamos frente a un asalto diabólico. Somos víctimas de la confusión, de una guerra inminente y de espejismos que pretenden malquistarnos. —El monje observó a los dos cofrades sin vacilar, aún encendido—. Confiad en mí. Os lo ruego.
Nikos asintió en silencio pero la mujer desvió la mirada hacia la lumbre. Con impotencia, con celos, con lágrimas y con orgullo.
La señal nocturna del grupo explorador había sido la misma que la noche anterior y con las primeras luces matutinas se certificaron las sospechas. Las tropas invasoras habían llegado y ya estaban en Francia. Esa fría mañana, la columna militar de Bocanegra se dejó ver en el valle tras descender el borrascoso y congelado Mer de Glace. Allí, con los primeros rayos del sol, el duque mandó establecer las pesadas carpas de mando y los barracones de guerra de su campamento.
Jacques David Mustaine de Chamonix, con ojo prudente y calculador, observaba toda aquella actividad a través de su catalejo. Una avanzadilla de cincuenta paladines le escoltaba. Cuando terminó su reconocimiento, dejó que el aire fresco le agitara la melena. Luego se dio la vuelta y se dirigió a la caballería que portaba su escudo familiar.
—Los exterminaremos —proclamó.
—¿Sabemos cuántos son? —preguntó un caballero de su guardia archiducal.
—Lo que esperábamos: unos cuatro mil.
Su leal guardaespaldas lo miró perplejo.
—Excelencia… Nos doblan en fuerzas…
—No estamos solos —confió el archiduque a sus hombres—. El condestable de Bonneville y el barón de Argentiére vendrán con sus caballeros. Ese miserable italiano ni se olerá la trampa en la que ha caído.
El caballero sonrió.
—Bien… ¿Y cuáles son vuestras órdenes?
—Reunid a la caballería en aquella explanada, traed luego de Chamonix a todo guerrero armado y formadlos para una maniobra de guerra.
—¿Queréis infantería? —siguió preguntando el militar.
—Quinientos protegerán la fortaleza, llevaos otros quinientos de avanzadilla a Les Praz y dejad quinientos aquí: los arcabuceros y las mejores secciones de ballesteros. Con ellos remataremos al italiano en el campo de batalla.
Pasquale Bocanegra se encontraba dentro de su tienda de mando, rodeado de siervas y lacayos. Ya le habían dibujado un perfecto lunar sobre el labio y terminado de arreglar su peinado de bucles. Pero su mente esa mañana estaba más allá del espejo y la hoguera de vanidad que mostraba aquel reflejo. El duque cogió una copa de vino y se irguió impaciente, echando con un gesto de la mano al séquito de chambelanes. Con paso elegante, se acercó al rincón más luminoso de la carpa. Allí contempló con curiosidad la destreza de los dibujantes que esbozaban con carboncillo trazos de plazas y monumentos.
—Excelencia… —murmuró el español Martínez introduciendo la cabeza por la puerta.
Bocanegra le indicó que entrase, pero súbitamente se llevó el índice a los labios para que lo hiciera sigilosamente, sin molestar. El duque de Aosta quedó ensimismado durante un rato mientras el mercenario esperaba en silencio.
—Bonitos bocetos. ¿Alguna ciudad que desconozco? —se interesó Martínez.
—Seguro. —Bocanegra sonrió al capitán español—. Se trata de una ciudad que el mundo aún desconoce…
—¿Está en el Nuevo Mundo quizá?
—No, aquí mismo… Es Chamonix. Estas serán las plazas que mandaré construir y las esculturas que adornarán sus calles y accesos. Mis arquitectos han sabido interpretar mis ideas a la perfección. Todo lo que haga en esta tierra quedará para la historia y me recordarán por siempre como el gran duque de Aosta, el conquistador y arquitecto, el que destruye y edifica, el que ama y odia, el que dice y hace… El gran duque hijo del arco y dueño de la flecha.
El capitán español guardó silencio y discreción, al igual que lo hacía en España delante de sus nobles, pero Bocanegra rápidamente dejó de interesarse por sus planes futuros para prestarle por fin atención y hablar del presente.
—¿Qué traéis de nuevo?
—Hemos recibido a un emisario del archiduque francés. Ha ofrecido para esta tarde una negociación.
—Muy bien… —respiró el duque aliviado—. Parece que se rendirá sin combatir.
—Lo dudo.
—¿Y por qué?
—Porque mi grupo explorador avistó un ejército oculto en Les Praz que ha llegado desde Chamonix para combatir.
—¡Eso son espejismos! Mustaine se exhibe como una cobra que se hincha pero desea escapar. Sabe que negociaré con él y le dejaré unas cuantas tierras para sus asuntos. Yo me quedaré con el control de Chamonix y con su fortaleza, con las mujeres y el comercio, pero él vivirá. Y beberá, y vestirá de sedas, solo que bajo mi puño.
—Así también lo espero.
Bocanegra se pasó la mano pesadamente por la barbilla y pensó en la realidad que se avecinaba. Sus ojos destellaron.
—¿Cómo se encuentran nuestras filas?
—Estarán listas para la tarde. Los cuarteles de ballesteros y arcabuceros están preparados, pero aún falta agrupar a los cañoneros y al grupo de piqueros para contrarrestar la caballería.
—¿Hay suficiente comida para los caballos?
Martínez torció el gesto. Aquel hombre lo exasperaba. No se molestó en responder y el duque tampoco esperó contestación. Atendía de nuevo a los dibujantes que diseñaban su futura ciudad. El noble vio cómo el mercenario español se alejaba y, antes de que este saliera de la tienda, exclamó:
—Más alto… —aconsejó a un dibujante—. Si hemos de hacer un arco triunfal, que sea mucho más alto. —Martínez ya creía que el duque le había olvidado cuando este se dirigió a él para ordenarle—: Mandad un mensajero a los franceses, decidles que hablaré con su archiduque esta misma tarde. Y preparad los cañones antes de que caiga el sol.
—Como ordenéis, mi señor.
Después del mediodía Ségolène entró en las habitaciones de Angelo, en la torre más elevada del castillo.
—Lo lamento… —Y se quedó en silencio largo rato, contemplándole.
El inquisidor tomó asiento a los pies de la cama y ofreció a la mujer que se sentase a su lado. Ella accedió.
—Os entiendo —aceptó él en voz baja.
—Lamento la acusación. Y más aún haberla hecho ante Xanthopoulos. Es que por un momento pensé…
—¿Que os traicionaría? —se adelantó Angelo DeGrasso—. Os comprendo, yo también habría pensado como vos. Habéis dicho que os confundo con charlas privadas. ¿En verdad pensáis que os engaño?
—No habría venido aquí si lo pensara ni estaría hablando ahora a solas con vos. Confundí los hechos de tal forma que habría jurado que bien podríais ser un peón de quienes nos hostigan.
—¿Y qué os ha hecho cambiar de parecer?
—Vuestra protección —reconoció Ségolène posando en él sus ojos llenos de fervor—. Habéis seguido protegiendo a Anastasia a pesar de mis palabras, tal como hicisteis conmigo, incluso a riesgo de perder vuestra credibilidad. Es un acto de valor y lo reconozco, el acto de un hombre que confía en sí mismo. Perdonad, pero no comprendo por qué estáis tan unido a la hija de Iuliano, vuestro enemigo.
—Bien. Dejemos eso atrás —zanjó Angelo—. ¿Cómo sigue Killimet?
—Sus ojos no volverán a ver, si es lo que queréis saber, pero tiene intención de acompañarnos en la próxima sesión.
—Será esta misma noche.
—¿Y qué haréis con Anastasia? —curioseó ella.
Angelo meditó un instante:
—No se inmiscuirá en nuestros asuntos, quedaos tranquila. Seguirá bajo mi cuidado. Sería fácil explicaros por qué la conozco, aunque sospecho que siendo yo quien soy y su tío quien es, las razones podéis encontrarlas vos sola. Pero no queráis saber por qué está aquí ni qué lazos, más allá de los evidentes, me unen a ella. Es una larga historia que no os incumbe. Solo os diré que si hemos llegado hasta aquí es gracias a Anastasia.
La joven miraba al inquisidor con detenimiento, como resistiéndose a hacer una pregunta. Finalmente salió de su mutismo y habló de forma pausada y respetuosa.
—¿Qué pasó por vuestra cabeza cuando me sujetasteis el rostro? ¿Me odiabais?
—Confieso que os habría estrangulado —reconoció Angelo—. No soporto que me ataquen… y menos una mujer. Pero también sé disculparme, y ahora os lo ofrezco. Sois valiente, como Juana de Arco.
Ségolène se irguió y declaró con pasión:
—Quiero que sepáis que esta mujer que os hace reproches también es capaz de dar la vida por lo que cree. Soy católica y cofrade, velaré por vos y sacaré las espinas de vuestros pies. Este es un buen momento para que me conozcáis y adquiráis la certeza de que ningún reproche que salga de mi boca será para dañaros sino para ayudaros.
—Lo tendré en cuenta —aceptó el inquisidor con inesperada sorpresa.
La muchacha se levantó de la cama y se dirigió hacia la puerta, él la acompañó.
—Será hasta la noche —dijo ella. Y le miró con sus ojos azules y el monje sintió toda la vehemencia de una mujer decidida.
Angelo Demetrio DeGrasso acercó su rostro al de la francesa, respiró su aliento y observó los rasgos de su felina fisonomía. Ségolène cerró los ojos y alzó la cara notando un inmenso vacío en el estómago. Finalmente, abrió la puerta y se dispuso a salir. Ella abrió los ojos y la llama de su mirada se convirtió en una pregunta.
—Ahora sé que mi espalda está bien protegida —le aseguró Angelo por toda respuesta.
Ségolène asintió con la cabeza. El dominico despidió a la francesa y, cuando tuvo la certeza de que ella no podría oírle, suspiró. Los pasos de la cofrade se perdieron en el pasillo pero sus mentes seguían conectadas en la distancia. Esa tarde, había limado una aspereza y ganado una aliada. Una vez más, se había adentrado en los umbrales prohibidos de la tentación.
La tarde llegó y los nobles mantuvieron su primera reunión. El lugar señalado por Mustaine era una bonita explanada al norte de Les Praz. El archiduque estaba de pie, vestido para la guerra y con su halcón en el brazo. Por detrás tenía a su guardia de tres soldados y ciento cincuenta paladines circundaban aquella explanada en la que se erigían estandartes y banderas. Todo había sido cuidado al detalle, los accesos a la explanada y el valle contiguo estaban vigilados por los exploradores, pues nada se fiaba de su vecino italiano.
El duque Bocanegra de Aosta llegó montando un alazán oscuro, con una fuerte guardia y la compañía del condotiero español. Su capa negra cubría las ancas del caballo y sus bucles cuidadosamente peinados se agitaban a cada paso y cada golpe de viento. Cuando desensilló constató que el francés era un hombre diferente al que había imaginado y recordaba de niño. Sus facciones le hicieron dudar del temperamento que se había imaginado, la melena pelirroja le recordó a la de un cruzado, uno de tantos que había visto en códices y mármoles de monasterios. Y su expresión le hizo perder la tranquilidad, pues aquellos ojos ardían por el odio lógico ante un asalto.
Hubo un silencio durante el cual las miradas de los guardias de ambos nobles se entrecruzaron con desconfianza.
—¿Qué deseáis negociar? —indagó el duque de Aosta.
—Vuestra retirada.
—¿Retirada? Pero si acabo de llegar… —contestó el italiano con ironía.
—¿Qué pretendéis obtener con vuestra invasión? —preguntó Mustaine.
—Un monje y una reliquia —replicó.
—¿Habéis cruzado la montaña solo por eso?
—En verdad me quedaré con vuestra ciudad, exigiré un tributo y os dejaré vivir en paz a vos y a vuestros hombres si me prestáis juramento.
—¿Qué os da derecho a tal usurpación? Jamás os he hecho nada, ni siquiera me interesa la vida que hay al otro lado de las montañas…
—Así es la ley del más fuerte. —Bocanegra sonrió—. Esta es la moneda con la que el mundo compra y vende. Mi ejército me da derecho a usurpar lo que deseo y vos debéis entenderlo. Yo solo trato de ser lo más misericordioso posible ante esta realidad.
Jacques Mustaine bufaba en un silencio contenido. Miró el cuello de Bocanegra y soñó con desenfundar la daga que llevaba en la cintura, pero se contuvo.
—Negociaremos vuestra retirada —habló el francés.
—Os escucho —atendió el duque italiano.
—Volveréis por donde llegasteis y prometo que no os atacaré. Enviaré provisiones para que vuestras tropas vuelvan a cruzar los Alpes y mis exploradores os acompañarán y mostrarán mejores caminos de los que habéis escogido para llegar. Prometo no tomar represalias por vuestro intolerable atrevimiento.
Bocanegra lo miró con total seriedad.
—Habláis como si fueseis piadoso, pero la única verdad es que lo que me ofrecéis es porque no poseéis otro bien que me pueda interesar. Si pudieseis aplastarme en el campo de batalla no pediríais mi retirada, y es por ello que no regresaré con las manos vacías. Ahora escuchad mi trato, que no variaré ni en una coma ante mi ejército al que teméis: entregadme al monje Angelo DeGrasso y la reliquia de oro y todo acabará. Os garantizaré un territorio para vuestro control y, si me juráis lealtad, una pequeña guardia.
—¡Esto es un insulto! ¡Soy archiduque! ¡Jamás juraría lealtad a un duque!
—Pues entonces vuestro título os queda grande, ya que un duque os ha puesto en jaque.
La mirada de Mustaine cortaba como un estilete.
—No hay trato —denegó entre dientes.
—No hagáis el ridículo, entregadnos lo que he pedido y os dejaré vivir entre sedas.