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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (25 page)

BOOK: La sexta vía
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—¿Catorce? ¿Acaso no eran diecisiete?

—Perdimos tres en los Alpes, Excelencia —recordó el capitán.

El italiano no respondió mientras observaba la empalizada de estacas afiladas que se extendía a lo largo de más de mil pies.

—Los cañones deberán estar protegidos, defendidos por dos secciones de ballesteros por cada una de arcabuceros. No confío en la pólvora… ni en la lentitud de recarga de los arcabuces. ¿Dónde están nuestras tropas de élite? —indagó Bocanegra.

—Detrás —señaló el español—. Mis hombres son los mejores, cuatrocientos soldados expertos en pólvora, espada y arquería.

—Espero que resistan la embestida de los caballeros franceses —ironizó Bocanegra—, nos enfrentaremos a quinientos paladines que llegarán furiosos, y vos bien sabéis cuánto lastiman esos caballos acorazados…

—Contamos con quince escorpiones en la defensa —respondió el mercenario—. Estas pesadas ballestas móviles disparan flechas de siete pies, horizontales, a más de seiscientos setenta y cinco pies… —Sonrió—. Será una buena bienvenida para los caballeros.

En ese instante el semental del duque frenó y dio la vuelta. Bocanegra llevaba una cota de malla que le cubría hasta el cuello y, sobre ella, un peto reluciente cubierto a su espalda por la capa negra que caía desde sus hombros. Con ojos calculadores escudriñó el terreno.

El duque invasor volvió la vista a sus soldados y habló con tono trascendente:

—Ya no importa el dinero. Ya no importa la suma que os pueda pagar, ni los terrenos que anexionaré a mi ducado… Ahora solo importa sobrevivir, y para ello debemos ser los mejores. Morir no es un negocio. No he venido hasta aquí para derramar mi sangre en la nieve. —Pasquale mostró la línea del horizonte, en dirección a Chamonix—. Al mediodía todo aquello estará plagado de franceses… Espero que tengamos para entonces cada cañón con sus sirvientes, cada bala con su amunicionador, cada barril de pólvora con su soldado, cada arquero con su flecha, cada oficial con su tropa y cada hombre con su coraje. Si no hay disciplina y orden, si no hay unidad y fervor, no os preocupéis por vuestras pagas, pues esta misma tarde estaremos todos muertos.

Dando un espuelazo cabalgó al galope hacia la carpa de mando mientras las primeras luces despuntaban a sus espaldas. Sería su primera conquista, o la última de su vida.

65

El extraño mensaje tendría que esperar. Tami golpeaba desde fuera la puerta con furia:

—¡Por Dios santo, abridme! Ha ocurrido algo terrible.

Angelo DeGrasso corrió a abrir para encontrarse con el italiano, completamente descompuesto.

—Bajad al patio. Nikos…

En el patio de armas el semental de Xanthopoulos se había detenido junto a las caballerizas. Angelo dio unos pasos en el empedrado para luego detenerse y miró a su amigo que yacía atado, atravesado en la montura e inerte.

El Ángel Negro se apresuró a sujetar al animal y, al hacerlo, reparó en la espesa sangre que cubría las ropas de Xanthopoulos y el color pálido de su rostro congelado.

—Dios mío… —jadeó—. ¿Qué ha ocurrido?

Desató al cazador y tiró hacia abajo para desmontarlo, luego lo apoyó en su hombro y lo dejó sobre la nieve. Tenía las manos frías y duras como cantos. Ségolène se acuclilló a un lado y al verlo de cerca quedó paralizada. Se tapó el rostro con las manos mientras las lágrimas resbalaban silenciosas de sus mejillas.

Angelo comprobó su estado: no respiraba y su boca estaba cosida con hilo negro.

—¡Está muerto! —gritó la francesa. Se santiguó y tocó el hombro del cadáver, como si no creyera lo que veía.

—Dadme un puñal —ordenó el archiduque a uno de sus guardias.

El que estaba a menos distancia lo sacó de su cintura y se lo ofreció, Angelo lo tomó y se arrodilló delante del difunto, agarró con fuerza su barbilla amoratada y comenzó a cortar los hilos que mantenían cosidos aquellos labios. Luego le abrió lentamente la boca, ya rígida, arrugó el ceño ante el descubrimiento a pesar de que lo había sospechado e introdujo dos dedos en ella para extraer un rosario. El rosario de Nikos.

—Un brujo lo ha asesinado —constató.

Los guardias del archiduque se santiguaron aterrorizados y retrocedieron en la nieve hasta desaparecer dentro del castillo.

—¡Vos sois el culpable! —acusó Ségolène.

Angelo la miró. Se puso en pie sin dejar de hacerlo. Su mano soltó el puñal.

—¿Qué decís?

—Si los brujos no nos alcanzan lo hará la Inquisición, ella nos venderá. ¡Moriremos uno a uno! —exclamó como una leona enfurecida—. Jugaremos al juego de los brujos por vuestra complacencia. ¿Por qué no permitís que se lleven la reliquia? Vos y yo sabemos quién está detrás de todo esto… Ahora solo ruego que esa mujer no siga confundiendo vuestro instinto y cegándoos, seduciéndoos para que la protejáis.

—¡No inmiscuyáis a Anastasia en esto! —gruñó Angelo.

—¿Os habéis acostado con ella? Decidme. Estáis bajo su hechizo, os ha seducido —afirmó Ségolène.

El Ángel Negro se detuvo y desanduvo sus pasos hasta llegar junto a ella.

—¿Qué clase de locura decís? Es mi hermana, compartimos para nuestra desgracia el mismo padre.

—Entonces, solo es vuestra medio hermana —le corrigió—. Una medio hermana que apareció en vuestra vida cuando ya erais un hombre, que jamás supisteis que existiera y que bien podría arrastraros a sus planes con su sensualidad, por la tentación que sugiere mezclar vuestro vínculo sanguíneo en el lecho…

—¡Callad, mujer! Os lo estoy advirtiendo —amenazó tajante.

—¿Por eso la protegéis? ¡Esa ramera os ha embrujado! —continuó colérica.

Angelo no divagó y cumplió su amenaza, propinándole una sonora bofetada.

—¡Cómo os atrevéis a hablarme de esta forma!

Ségolène cayó de rodillas y allí quedó, aturdida. Se llevó las manos al rostro y lloró nuevamente, desconsolada, mientras escuchaba los pasos del inquisidor, que se alejaban.

66

Cerca del mediodía el ejército francés se dejó ver en la distancia. La explanada mostraba medio millar de jinetes acorazados en línea, con caballeros de armaduras relucientes en un mosaico perfecto y colorido de plumas, estandartes y lanzas abanderadas. Sus monturas expelían humeantes vapores por el hocico y tras ellas se podía distinguir la marea impactante de un millar de soldados de a pie.

Anunciados por redobles que sonaban en la distancia marcando el paso, la infantería marchó en dos columnas, una a cada lado de la caballería central. Luego todo quedó inmóvil excepto por el movimiento de algunos oficiales que recorrían las filas a caballo en un vaivén continuo.

Tras bajar el catalejo, Pasquale de Aosta cuestionó:

—Tienen ocho cañones… cuatro por cada lado.

—Son defensivos —arriesgó el capitán Martínez—. Jamás dispararían teniendo una carga propia de caballería en el centro, se alcanzarían ellos mismos. Parece que se han formado para que nosotros avancemos.

—Pero ¿quién se cree ese estúpido? —bramó el duque con fastidio—. ¿ Piensa que es Alejandro Magno contra los persas? ¿Y ese francés se dice inteligente? ¡Dios mío!

—Es raro… —El español volvió a mirar—. Parece convencido de que iremos hacia él.

—¿Están a distancia de nuestros cañones? —quiso saber Bocanegra.

—No por el momento.

—Bien, esperaremos a ver con qué desquiciada maniobra nos sorprende. Lo aplastaré por insolente. —Sonrió colérico.

—Está defendiendo sus propias tierras, señor —recordó Martínez.

—¡Es un insolente! —gritó el noble—. Debería haber claudicado sin combatir y por eso lo ejecutaré. Nadie me desafía ni rechaza mis ofertas. ¡Yo sé más de combate que él y sus asesores y los aniquilaré a todos! Esta tarde colgaré su cadáver de una pica, lo juro.

El duque de Aosta estaba ya inmerso en la guerra. Era una sinfonía macabra que pronto sonaría para ellos. Pero nadie lo sabía, desconocía aún el terror que le esperaba.

67

Angelo DeGrasso entró como una tromba en una de las alcobas más suntuosas del castillo ávido de respuestas. Ségolène, con su insistencia, había sembrado la duda: ¿y si Anastasia era un peón turbio en todo aquel juego?

—¡Angelo! —exclamó su hermana al verlo, aliviada de la pesada ansiedad del encierro.

—Anastasia, ¿qué crees que estás haciendo aquí? —le preguntó con aspereza.

—Estoy recluida esperándote sin saber cuándo vas a atravesar esa puerta —reconoció encogiéndose de hombros.

—No hablo de esta alcoba sino de tu inesperada visita.

—No tengo adonde ir…

—¡No juegues conmigo! —La agarró de la muñeca, sus ojos ardían de furia.

Ella intentó zafarse pero no pudo, aquel puño la apretaba tan fuerte como un grillete.

—¡Suéltame o te arrepentirás, no olvides quién es nuestro padre! —le gritó desafiante.

Angelo tomó con la otra mano su rostro agresivo y caprichoso y la empujó hasta la pared, donde oprimió su cabeza.

—Hay gente que está muriendo por esto —exclamó— y vidas que se sacrifican por la reliquia, y tú, sangre de mi sangre, conspiras contra mí…

Anastasia respiraba entrecortadamente, su pecho oprimido por el de Angelo y sus piernas atenazadas sin poder escapar. La mano del monje bajó hasta su cuello y lo apretó.

—¿Te ha enviado Ségolène, hermano? —maldijo asfixiada—. Te está confundiendo, la impostora es ella. Debes confiar en tu corazón. Tú me conoces…

Las pupilas de su hermano se clavaron en las suyas. El inquisidor observó sus labios y su nariz, sus cejas y sus pómulos y apretó con más fuerza, cebado por la repulsa que le provocaría una posible traición. Anastasia lloraba y soltó un quejido. Su asfixia era tan real como el reflejo de la muerte en la mirada de él.

—Me ahogo —silbó en un hilo de voz. Pero aquella mano seguía apretando y la estrangulaba lentamente.

El inquisidor aspiró el aliento entrecortado que salía de aquella boca carmesí y bajó los párpados. Su mente repasó sus peores recuerdos: el de su madre asesinada por el poder de los Iuliano y la última sonrisa de su amada, Raffaella, antes de morir en la hoguera a causa también de sus órdenes; recordó a su maestro capuchino, Piero del Grande, ajusticiado a manos de Èvola, que de nuevo obedecía el mandato del cardenal, y sintió por último el dolor del exilio, el de su propia persecución.

Regresó entonces a la realidad que ceñían sus manos y reparó en lo último que le quedaba, aquella hermosa mujer que se desvanecía ante él.

—¡Te odio! —le gritó Angelo. Luego tomó aire embelesado, fascinado por aquellos ojos llenos de lágrimas. Sus manos se aflojaron y se deslizaron por la piel de la mujer hasta abrazarla. Toda la pasión de su sangre italiana se derramó en un grito desgarrador, sincero y desolado—: ¡Y a la vez te amo! ¡Por el amor de Dios, también te amo, Anastasia!

Ese hombre destrozado, terriblemente solo, pasó de la asfixia al abrazo, del odio al amor, en una unión que buscaba un sentido, una razón de ser necesaria para ambos. Anastasia resopló agitada mientras sus lágrimas se derramaban.

—¿Qué te sucede? —le preguntó, aún llorando, presa por ese abrazo que había florecido en los umbrales de la muerte.

—No quiero odiarte… —confesó Angelo—. Ni siquiera quiero amarte.

Anastasia acarició su rostro con delicadeza.

—Sé que tu corazón podrá lidiar con todo esto —musitó, con su mirada humedecida por el rocío del alma.

—¿Por qué me hiciste llegar la esfera? —preguntó.

—Porque sé que en tus manos está a salvo de brujos e inquisidores y… porque también te amo —reconoció con humildad a la vez que acariciaba su mejilla.

—Yo también. Créeme que también te amo —reconoció mientras posó sus labios sobre la sien de Anastasia y una sonrisa amaneció entre sus lágrimas.

—Nunca te haré daño, hermano. Nunca te traicionaré.

El inquisidor asintió. Se sentía desbordado por un cúmulo de sensaciones, pero a pesar de ellas cumplió con su deber.

—He venido con unos guardias, están en el pasillo. Te escoltarán hasta una mazmorra.

—¿Me encierras? —Su voz perpleja se entrecortaba sin aliento a causa de la sorpresa—. Pero Angelo… ¿Es que no confías en mí? Yo robé la esfera para ti y me encierras como a una delincuente. Yo, que te salvé de la hoguera en Florencia y escapé de mi padre por ti.

La puerta se abrió y seis hombres entraron en compañía de Ségolène, que entendió el pesado silencio de ambos y decidió esperar.

Anastasia contempló a la francesa y a continuación miró a su medio hermano.

—¡Ahora entiendo! ¡Ella te engaña, no es quien dice ser y prefieres creerla antes que a mí!

—Encerradla —ordenó el inquisidor DeGrasso a los guardias—. Es una orden.

68

Jacques David Mustaine de Chamonix montaba su corcel protegido por una gruesa armadura y su larga capa aterciopelada sobre los hombros. Sus puntiagudas botas forjadas en hierro asomaban de los estribos y su melena, larga y pelirroja, era batida por el viento. Mustaine sabía desde que observó a su enemigo con las primeras claridades: Bocanegra poseía una estructura rígida de defensa, como si el italiano desease combatir desde la quietud y el alcance de sus cañones.

El archiduque francés volvió a recorrer con su catalejo la presencia del invasor en el horizonte. Sus caballeros jamás caerían en la trampa de la artillería enemiga. Por segunda vez en la mañana, pasó el guante de hierro por las plumas de su halcón, que mantenía erguido en el antebrazo. Ese sería un día diferente, pues se había jurado que su mascota no comería carne de roedor ni de paloma; no, comería carne italiana, carne con sabor a duque impertinente.

Estiró el brazo y entregó el ave a su sirviente, que la llevó hasta la jaula.

—¿Cómo haremos, Excelencia, para mover al enemigo de su posición? —preguntó uno de sus oficiales.

El pelirrojo se giró y lo miró con frialdad.

—Se moverán.

—No creo que lo hagan, están bien protegidos donde están.

—Se moverán —insistió el archiduque.

Nuevamente centró su atención en la línea de batalla, que se fundía con el tempestuoso cielo plomizo. Y allí quedó prendido, extasiado por una venganza que comenzaba a saborear en el cielo del paladar.

69

—No vendrán hacia nosotros —dijo el capitán Martínez retirando el catalejo—. Se quedarán donde están.

—Pues esperaremos —respondió Bocanegra—. No caeré en la trampa del francés. Vendrá sobre nosotros y le atacaremos con todo lo que tenemos.

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