—¡Disparen! —volvió a ordenar Calvente tras dar un trago a su botella de coñac.
Bocanegra observaba la oleada desbordante de caballería por todos los flancos, contemplaba su desesperante situación en aquella tierra ajena llena de enemigos. Aún faltaban más de dos leguas para el ataque frontal, en tanto los francos de retaguardia estaban a menos de mil pies. El duque miró a Èvola en el frenesí de la situación y este le devolvió su mirada de piedra. Bocanegra estaba desprotegido en la retaguardia, solo con infantes y sin artillería, todo gracias a las exigencias de aquel monje demente.
Las pupilas del noble se inyectaron de ira, pero el benedictino no bajó las suyas.
—¡Nos van a embestir! —gritó Martínez en la cara del duque señalando los quinientos paladines que reunían el condestable y el barón por la retaguardia—. ¡Estamos perdidos!
Bocanegra desenvainó la espada sin dejar de mirar al monje, sabiéndose engañado en la hora de su muerte.
—¿Por qué habéis decidido traerme a esta guerra? —masculló—. ¿Por qué maldita razón decidisteis inmolarme?
Giuglio Battista Èvola sonrió levemente, pero no contestó.
—¡Fuego! —gritó Calvente de nuevo, y sus catorce cañones tronaron despiadados. Luego el humo tapó toda visión y los baqueteros comenzaron con su sucio trabajo. Las bolas llegaron a poco menos de setecientos pasos, desparramando nieve y a cuatro paladines—. ¡Más pólvora! —ordenó Calvente—. ¡Más pólvora en las culebrinas!
—¡Están al límite! —le gritó el oficial artillero. Sudaba y tenía el rostro ennegrecido.
—¡Más pólvora he dicho! ¡Carguen gemelos! ¡De punto en blanco! —indicó, para que pusieran el cañón en posición horizontal, lo que facilitaba que sus tiros fueran tensos.
Alejo Deluca, un diestro marino salido de la escuela de artilleros, sabía que la orden era peligrosa, pero no dudó en obedecer, pues peor lo pasaría en manos de los jinetes que no tardarían en llegar. Así, mandó a los servidores cargar las balas encadenadas, dos bolas unidas por cadenas que en el lenguaje corsario eran conocidas como «gemelos», «ángeles» o simplemente «rompe mástiles». Ordenó limpiar primero las ánimas de los cañones con trapos embebidos en vinagre y colocar los quintales de pólvora necesarios más un extra. Luego se volvió hacia su almirante.
—¡Listos! —gritó.
Calvente lo miró y dio otro trago a su botella.
El condestable de Bonneville giró y lentamente fue desviando a sus paladines a un costado de la escena de combate hasta replegarse a la derecha.
El barón de Argentiére tiró de sus riendas e hizo la misma maniobra pero virando hacia la izquierda. En un santiamén los caballeros de la retaguardia cambiaron de rumbo.
Los confederados mantenían sus picas hacia delante, en un intento inútil de detener la avalancha de caballos. Los oficiales mercenarios de retaguardia se asombraron, pues la daga que debía entrar en la carne pareció volver a su funda.
—¡Se desvían…! —resopló Martínez sacudiendo con fuerza el hombro del duque, que mantenía su espada en la mano en otro intento simbólico de querer frenar la estampida—. ¡Se han desviado! —volvió a reiterar el español.
Bocanegra miró al monje. Èvola estaba allí, ante él, y parecía conocer el interior de su alma. Y disfrutar del miedo del noble a la muerte.
Mustaine cabalgaba encolerizado a quinientos pasos de la línea frontal de su enemigo cuando se dio cuenta del desvío de sus aliados. En ese preciso momento decidió romper el ataque y cambiar también su curso, aunque dentro del alcance de los cañones españoles.
—¡Fuego! —gritó Calvente.
Los cañones sobrealimentados escupieron fuego y chispas, inundándolo todo en una espesa nube de humo blanco. Los gemelos hicieron blanco en la vacilante caballería de Mustaine en el momento en que se daba la vuelta. El saldo fue atroz. Una docena de caballos, junto con sus caballeros, fueron literalmente cercenados, regando la nieve de sangre y miembros mutilados.
—¡Disparad los escorpiones! —siguió el almirante español. Y una lluvia de gruesas flechas encendidas cayó sobre los franceses aturdidos—. ¡Cargad gemelos con más pólvora, apuntad en punto en blanco! ¡Rápido!, ¡que la gloria de nuestra artillería sea escuchada por vuestros hijos! —El maestro artillero alzó su botella y siguió gritando mientras se abría paso a través de la nube de pólvora quemada—. ¡Por la gloria y el recuerdo de nuestro buen rey Felipe, por el honor de la Armada Invencible de nuestro reino!
—¡Bombardas listas! —se oyó entre el caos de voces, nieve y neblina.
No sabía qué había sucedido, y por ello suspendió el ataque en el punto más peligroso. El archiduque Mustaine, bajo el fuego y turbado, tardó lo que tarda un buen noble en darse cuenta de que había sido traicionado. Y no solo traicionado, sino arrastrado a perpetrar un ataque que resultaría letal.
En el horizonte, las figuras borrosas del condestable de Bonneville y del barón de Argentiére se recortaban en la retirada. Una retirada que Bocanegra había predicho.
Mustaine gritó abatido, enfurecido.
—¡Es una traición! —resopló sorprendido Martínez—. ¿Acaso vos la comprasteis?
—Yo no —murmuró Bocanegra encogiéndose de hombros.
—Pues entonces Dios está de nuestro lado —siguió el español.
El italiano asintió en silencio y observó la figura de Èvola mientras este se retiraba.
—¿Qué hacemos, Excelencia?
—Aniquilar a nuestro francés, aplastarlo como a una rata. —Pasquale mostró su primera sonrisa—. ¡Poned todo lo que tenemos en la línea de frente! ¡Ahora! —Sus ojos recobraron el brillo de la codicia—. ¡Yo tengo el poder!
Mustaine se sintió perdido. Sus caballeros morirían ese día, la desdicha de los suyos y sus familias, de su pueblo y sus gentes, estaría marcada por el sello de su error. Y la traición le hirió de muerte y lo dejó a merced del escarnio de sus enemigos.
El archiduque miró por la abertura de su yelmo la línea del invasor, observó las flechas incendiarias que cubrían el cielo, el humo espeso que se elevaba de los cañones a cada salva, a cada detonación que destrozaba y desmembraba a su caballería. En aquel momento, volvió a levantar su espada brillante con vehemencia y orgullo, como señal de la última carga.
Mustaine dirigió su caballería hacia delante, lejos de la puerta fácil de la huida, lejos de la rendición. Bien adentro, hacia las mismas formaciones de su enemigo italiano.
En un acto de furia y honor, el francés ordenó el ataque, y todos aquellos valientes caballeros le siguieron. Directos al suicidio.
Angelo entró en la torre del castillo sabedor de que el tiempo apremiaba. En cuanto cerró la puerta a sus espaldas notó la mirada suspicaz de Tami que, tras la muerte de Xanthopoulos, se había incorporado al grupo. Pero no se detuvo a dar explicaciones. Se apresuró en dar dos vueltas de llave a la cerradura. Sin decir palabra caminó hacia la mesa donde, poco antes, habían ordenado los pergaminos.
—No saldremos de esta torre sin descifrar el Codex —determinó entonces alzando la vista hacia sus compañeros. Sabía que el próximo amanecer sería determinante, pues la suerte del archiduque Mustaine en el campo de batalla marcaría sus destinos. En aquella fortaleza, sin una victoria del francés, ellos y la esfera estarían perdidos.
Ségolène tenía el rostro serio, el cabello recogido y el azul de sus ojos apagado. Relajada, parecía aceptar el destino que estaba por venir. A su lado, sentado y asiendo su brazo, el jesuita Killimet, las vendas sobre su rostro y la barba prolijamente recortada, enfocaba su atención en un nuevo mundo de sensaciones: la oscuridad, las voces y el tacto. Al otro, Tami, el reflexivo jesuita, miraba asombrado el resultado de las pesquisas.
Ya todos sabían que Xanthopoulos había muerto esa mañana, que los ejércitos invasores cerraban sus fauces en el valle y que los brujos parecían afilar sus garras preparados ante los tiempos que estaban por venir.
—Prosigamos. —Angelo miró al jesuita y pidió—: Lee el opúsculo, por favor.
Giorgio Cario Tami tomó la base de oro y comenzó a recitar con voz clara:
—«El nombre de Dios ha sido falseado ante los hombres para confundir y velar el secreto de su significado. Pero en su raíz aflorará como pétalos, regado por el agua invisible, sobre la flor del que murió dos veces. Al cruzar el portal de la luz en su recorrido hallarán la esfera en manos del niño soportando la base del conocimiento. Allí lo pescaréis».
—Nos advierte de que el nombre de Dios ha sido falseado y por ello nos centraremos en las cuatro letras hebreas «YHWH», que son lo único que sabemos del nombre primitivo —explicó DeGrasso—, puesto que Yahvé y Jehová son falsas pistas que confunden y nos alejan del Nombre Original. Ahora seguiremos adelante uniendo los grupos de letras iguales, tal como hicimos en la sesión anterior, y los alinearemos según el orden trino. Después, haremos Uno lo que es Tres siguiendo el orden de comienzo a fin con el Alfa y el Omega.
—¿Cómo convertiremos en uno tres pergaminos? —inquirió Tami frunciendo el ceño.
—Superponiendo las tres «Y» que tenemos para hacerlas una —respondió Killimet.
Angelo sonrió y le miró sorprendido de que el ciego pensara lo mismo que él. Decididamente, iban por el camino correcto. Manipuló los pergaminos con la «Y» sobre la mesa y murmuró satisfecho:
—Lo tenemos, esto es Uno y Tres y va del Alfa al Omega.
Ségolène observaba con detenimiento aquella forma, igual que el jesuita italiano.
—Se abre como un pétalo —comentó.
—Exacto —dijo Angelo satisfecho—. Y en el opúsculo, el texto sigue: «Pero en su raíz aflorará como pétalos, regado por el agua invisible, sobre la flor del que murió dos veces». Como veis, aquí tenemos un pétalo que ya ha sido regado por el agua que causa ceguera.
—Entonces… —dijo Ségolène, que comenzaba a vislumbrar el proceso encriptado en aquel extraño enigma— los pétalos pertenecen a una flor de cuatro pétalos compuesta en base al tetragrama hebreo… Pero ¿quién es el que murió dos veces? —siguió la francesa.
—No lo sé —confesó Angelo—. Pero cuando terminemos de armar la flor lo veremos. —Con determinación, pericia y pulso firme, igual que cuando firmaba la quema de sus herejes, manipuló los pergaminos para ordenar los pétalos según el orden del tetragrama.
Repentinamente ante ellos se armó una flor, y aquello que estaba oculto apareció.
—¡Disparen! —ordenó Calvente. Y otra descarga de bombardas y culebrinas resonó sobre la nieve ensordeciendo y lanzando bolas de hierro candentes sobre los franceses.
—¡Vienen hacia nosotros! —gritó el duque Bocanegra, mirando por el catalejo—. ¡Quinientos pasos! ¡Los paladines han reanudado la ofensiva! ¡Ese archiduque está demente!
Martínez corrió por detrás de la artillería gritando a sus infantes. Setenta arcabuceros tomaron posición en la primera línea, justo a los costados de las piezas.
—¡Fuego! —gruñó el maestro artillero.
Y otra oleada de estruendo sacudió la tierra. Esta vez el duque Bocanegra contempló a una docena de hombres volar por los aires y no precisamente franceses sino artilleros de sus propias líneas. Una bombarda pesada había estallado en su carromato, fatigada y sobrealimentada, despidiendo astillas de fresno y esquirlas de hierro candente. El saldo fue atroz: cuatro muertos y quince heridos.
—¡Cirujanos, llamad a los cirujanos! —gritó León Calven te. Luego señaló a Deluca y le repitió la misma receta de carga para sus cañones. Sus ojos brillaban de alcohol y frenesí.
Fueron dos últimas ruedas de salvas disparejas y a ciegas, pues el humo había formado una muralla ante ellos. Entonces se recortaron los primeros caballos en la niebla, aparecieron a galope furioso y por sorpresa: Mustaine estaba a cincuenta pasos de la artillería.
—¡Fuego! —gritó Martínez esta vez, y sus arcabuceros prendieron sus mechas.
La primera y última descarga llenó de plomo a los primeros paladines, pero ya no tuvieron tiempo de recargar, pues la caballería arremetió como un rayo.
Cuatrocientos caballos acorazados chocaron contra las filas mercenarias, la mayoría evitó la empalizada y piqueros, entrando por el frente más blando, el de los cañones.
Jacques David Mustaine descargó un mandoble en la cabeza de un arcabucero que inútilmente intentaba recargar su arma, luego estrelló su corcel en la carpa de vigías llevándose consigo las telas, instrumentos, mapas y lacayos del duque. Tras él, los lanceros montados no dudaron en atravesar a cuanto español, confederado o italiano se les cruzase, sembrando de terror la niebla espesa, cobijados por ella y guiados por el coraje de su señor.
Bocanegra procuró correr detrás de los ballesteros, que disparaban frenéticos, ensartando caballos, caballeros y soldados propios. El caos era sublime, una sinfonía de gritos lacerantes, de mazos que volaban sobre nucas y espaldas, de hierro calando la carne y lanzas que traspasaban los petos. Todo golpe era acelerado por la masa poderosa del caballo de guerra, todo azote era terrible y sucumbía bajo las herraduras y las pisadas. Martínez recibió una saeta de uno de sus ballesteros, que disparó en la revuelta, entre el humo y la pólvora, y le clavó su flecha en el muslo. Cuando cayó lo topeteó un franco que lo arrojó al foso de la bombarda explotada.
Mustaine distinguió un galón de rango, reconoció la vestimenta de un oficial y espoleó a su alazán hasta que lo tuvo por debajo.