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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (12 page)

BOOK: La sexta vía
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—¡Silencio! —bramó Vincenzo.

—¡Mataste a la amada de Angelo! —le gritó a la cara.

Vincenzo Iuliano hizo callar a su hija con una bofetada. El golpe sonó seco. Anastasia se tocó la mejilla mientras el cardenal contemplaba horrorizado su mano alzada y el terrible acto que acababa de cometer. Era la primera vez que la golpeaba, la primera vez en sus veintisiete años de vida.

Rápidamente la abrazó y ella rompió a llorar sobre su hombro.

—Perdóname, no quise hacerlo, hija mía… Sé que no he sido un buen ejemplo como padre, sé que no estuve siempre que lo necesitaste, pero te amo, te amo más que a nadie en este mundo. Desde que murió tu madre prometí a Dios darte todo y creo haberlo hecho. —Levantó la cara dolorida de su hija, le enjugó las lágrimas con su pañuelo y la besó en la frente—. Somos nosotros dos en este mundo, sangre de la misma sangre, no irás a creer que ya no te amo como cuando eras pequeña.

—Ahora somos tres —le corrigió ella con un fino hilo de voz—; Angelo también es de nuestra sangre, es parte de nuestra familia.

Esta vez fue el cardenal quien permaneció callado.

—¿Confías en mí? —preguntó Anastasia.

Vincenzo miró a su hija a los ojos.

—Claro que confío en ti. Nunca he dejado de hacerlo.

Anastasia tomó nuevamente la mano de su padre.

—¿Podré volver a Florencia?

—Te pido que te quedes aquí, conmigo.

—¿Como orden?

—Como necesidad.

—Entonces lo pensaré. —El rostro de Anastasia se iluminó.

El cardenal besó la mano de su hija. Luego dio un paso hacia el borde de la fuente, enigmático, con la vista fija en los peces.

—¿Por qué robaste la esfera del castillo…? ¿Qué clase de vida te he dado para que me pagues con esta moneda? Toda la curia sospecha de ti. Los cardenales desconfían de lo que sabes y podrías contar. ¿Y sabes por qué? Porque yo te hice cómplice de mi vida. Te he entregado todo… incluso mi intimidad. Y ahora pago por ello. Jamás pensé que mis propios ojos me traicionarían.

—Lo siento —confesó ella—, en verdad lo siento. Pero recuerda que yo misma te lo confesé y te dije adonde había llevado la reliquia. —Anastasia trató de contener la emoción, pero su voz sonó angustiada—: ¡Y tú has enviado allí a la Inquisición!

—¿Acaso imaginaste que tu capricho no tendría consecuencias, que la curia no sospecharía de ti? —bufó el Gran Inquisidor—. No me será fácil protegerte de los prelados, créeme, ¿y sabes por qué…? Porque precisamente en ese lugar de Francia se encuentra Angelo DeGrasso. Nadie dejará de relacionar ese detalle. Tú se la has llevado y me has traicionado. ¿Por qué lo has hecho?

Anastasia se enfrentó al rostro de su padre. Sus ojos verdes parecían cargarse lentamente del rocío del alma.

—Por él.

—¿Por Angelo?

—Es tu hijo.

—Tú eres mi única hija —rectificó el Gran Inquisidor.

—¿Serías capaz de atravesarme con un puñal? —preguntó ella.

—¿Qué locura dices? —Iuliano frunció el ceño.

—Sin embargo has querido asesinar a Angelo desde que nació. Y ahora has puesto precio a su cabeza y le has humillado como inquisidor. Le has quitado incluso lo que jamás le diste… la paz. —Anastasia levantó la cabeza en un hermoso gesto desafiante—. Cada vez que intentes asesinar a tu hijo, cada vez que intentes deshacerte de mi hermano, me estarás clavando un puñal. ¡A mí, a Anastasia!

—¡Tú no lo conoces! ¡No has sabido nunca nada de él! ¿Y ahora lo pones por encima de mí, de tu padre? Angelo es un desconocido, es solo un sueño inaccesible… Pero pronto despertarás. No es más que un bastardo, no quiero saber nada de él. ¡No me obligues a saber de él!

—¡Vi las lágrimas correr por tus mejillas cuando casi lo matan obedeciendo tus órdenes en Florencia! Dime por qué lloraste esa mañana. ¿Acaso no soportaste ver a tu hijo agonizando por culpa de las espadas de tus soldados? ¿Puedes mirarme a los ojos y decirme que lo odias o acaso lo ves como a alguien que te roba mi atención?

—¿Sabes qué me ha dicho Èvola?

—¿Èvola? ¿Qué locuras cree ese monje fanático? —Anastasia sabía muy bien de la astucia de ese ser deforme, su sagacidad y su percepción.

—Me ha dicho que estás enamorada de Angelo, que ahora tu corazón late por él. Y yo le creo. —Vincenzo luliano clavó los ojos en ella.

—¿Y a mí me crees?

—No me has contestado. ¿Estás enamorada de Angelo?

—Lo amo como hermano —respondió decidida.

Repentinamente una sombra apareció en los jardines, una figura negra que llamó la atención de Anastasia. Iuliano se volvió hacia su hija y anunció secamente:

—Debo irme.

Giuglio Battista Èvola permanecía estático entre las sombras y el cardenal supo que estaba a punto de partir hacia Francia. Anastasia estudió detenidamente al benedictino.

—Tu mastín espera… —comentó—. Parece que aguarda tu bendición para partir hacia el próximo baño de sangre.

—¿Darko te habló del contenido de la esfera? —inquirió el cardenal antes de dejarla.

—No. Te lo juro.

El cardenal se arrimó a su hija y con voz resignada le concedió.

—Puedes volver a Florencia o a Volterra si lo deseas, tan solo mantente lejos de los problemas de la Inquisición. No quiero que te acerques a tu hermano bajo ningún pretexto, Anastasia, puede ser muy peligroso, la paz puede abandonar Chamonix… —Iuliano se detuvo al darse cuenta de que no podía dar más información a su hija o produciría el efecto contrario al deseado, levantó su barbilla y continuó—. Y, sobre todo, hija mía, evita hablar con gente del clero sobre lo que hiciste. Que seas la sobrina del Pontífice no te protegerá por siempre, y que seas mi hija no te hará impune. Cuídate. Bien sabes que te amo. Con toda mi alma.

El General del Santo Oficio besó la frente de su hija y la dejó bajo la protección de los guardias suizos, después se retiró junto al monje Èvola, que lo acompañó en silencio hasta desaparecer en la oscuridad.

Anastasia alzó sus hermosos ojos al cielo de Roma; ya había anochecido. Observó la Estrella Polar y una lágrima se deslizó por su mejilla.

18

La estrella polar brillaba nítida a través del ventanuco de Angelo. Los vientos del anochecer habían limpiado los cielos de Chamonix dejando el valle iluminado por una perfecta luna llena. Desde los senderos nocturnos hasta el sordo venteo de los lobos, todo estaba bañado por la luna, que iluminaba los bosques con tonos azulados.

Dentro de aquel viejo molino que se erguía en el paisaje nevado los ojos de Angelo estaban atrapados en el enigma universal que tenía entre las manos. Contempló la esfera, y con cuidado la depositó sobre la mesa, encima de la seda. Tomó asiento junto al candelabro y deslizó el pulgar por la reliquia hasta topar con el seguro. Lentamente corrió el dispositivo mecánico y escuchó un débil sonido.

Se quedó abstraído un instante y respiró hondo. Sujetó con tres dedos la cruz de la tapa y vaciló. Intuía que la reliquia guardaba en su interior el miedo cerval de los filósofos y religiosos medievales. Dudó, pero arrebatado por un deseo muy humano la destapó.

La esfera estaba abierta.

El inquisidor arrimó el candelabro y observó lo que parecía un sinsentido. Extrajo de su interior una serie de pequeños pergaminos enrollados hasta dejar la reliquia vacía. Después, inspeccionó el interior. Su frente se frunció ante el segundo hallazgo: en la concavidad del fondo había un opúsculo labrado.

Tomó la base de oro bruñida y la arrimó al candelabro; logró descifrar un texto en latín:

El nombre de Dios ha sido falseado ante los hombres para confundir y velar el secreto máximo de su significado. Pero en su raíz aflorará como pétalos, regado por el agua invisible, sobre la flor del que murió dos veces.

Al cruzar el portal de la luz en su recorrido hallarán la esfera en manos del niño soportando la base del conocimiento. Allí lo pescaréis.

Tras leerlo, revisó los pergaminos. Eran doce, pequeños y amarillentos. Angelo desenrolló con rapidez uno de ellos y lo observó con detenimiento hasta quedar totalmente desconcertado. Luego hizo lo mismo con los demás.

Todos estaban en blanco.

VIII. El emisario
19

Días después, el inquisidor Angelo DeGrasso llegaba a Cluny, en Borgoña. El Ángel Negro había recorrido varias leguas a través de la nieve hasta llegar a ese antiguo monasterio francés. Abandonar la protección del archiduque suponía un riesgo que se había animado a correr: continuar en suelo galo y oculto bajo la capucha hacía que se sintiera tranquilo.

Los monjes benedictinos de Cluny habían recopilado innumerables obras literarias griegas y hebreas durante las primeras cruzadas. Su monasterio había sido génesis y referente de las abadías templarías francesas y de aquellos monjes armados que atesoraron botines incalculables en las guerras sacras. Pero lejos estaba ya el clamor de las espadas en aquel claustro y olvidado el fervor bélico hacia Tierra Santa. Ahora sus paredes servían como espacio de lectura y reflexión, de silencio, contemplación y estudio.

Un monje acompañó a Angelo guiándole hasta la biblioteca. El aroma a pergamino añejo invadía las repisas a cada paso y se aspiraba en corpúsculos diminutos que flotaban en el aire. El efluvio seco de los libros parecía incluso amortiguar el sonido de los pasos que resonaban quedamente en los angostos corredores. El bibliotecario se detuvo y señaló un rincón lúgubre junto a los anaqueles del fondo. Angelo se lo agradeció y caminó directo hacia aquel lugar sin extraviar la vista en las estanterías ni prestar atención a las obras de derecho canónico ni a los decretos de la Reforma de Trento. Él buscaba a dos autores medievales, dos autores que eran el centro de su atención.

Recorrió con la vista, en silencio, los lomos de cuero. Leyó los títulos estampados en latín y tomó tres volúmenes viejos más un diccionario. Sopló el polvillo que los cubría y los volvió a revisar para asegurarse: eran los que buscaba.

Se sentó bajo el vitral. Con cautela abrió el primer volumen. Su índice comenzó a recorrerlo y con suma atención leyó mientras a duras penas lograba contener la ansiedad. Recordó sus años de vida ascética, sus labores de traductor y copista en el convento, cuando pasaba inviernos y veranos enteros leyendo el hebreo bíblico. Ahora todo era diferente, no se trataba de una labor metódica bajo la mirada atenta de un superior. Estaba solo.

Y así, en soledad, comenzó a desentrañar el misterio tras leer una y otra vez el significado del Tetragrama hebreo de Dios, las cuatro letras impronunciables que componían el nombre propio del Altísimo.

—«YHWH»… —rezaron los labios de Angelo. Nuevamente se acarició la barbilla y se sumergió en el estudio de su significado.

Pasó las dos horas siguientes comparando el
Monologiun
de san Anselmo de Canterbury que, escrito en el año 1077, versaba sobre las pruebas metafísicas de Dios, con la
Summa Theologiae
redactada en 1273 por santo Tomás de Aquino donde formulaba las Cinco Vías para demostrar la existencia de Dios. Por último, tomó la Biblia de los Setenta.

Cerró los libros. Paulatinamente las ideas comenzaron a encajar en su mente. Un pequeño atisbo de luz parecía marcarle el camino directo hacia aquel concepto tan difícil de formular.

Esa fría mañana de invierno Angelo no leyó nada más en la biblioteca ni tampoco en el salón contiguo de la chimenea, solo se dedicó a organizar sus notas para poder regresar lo antes posible al molino helado.

20

Angelo recorrió los pasillos angostos del monasterio atravesando con rapidez el corazón del claustro. Debía volver para revisar la esfera. Estaba seguro de haber descifrado el contenido de aquella reliquia.

Sin embargo, algo hizo que se detuviera abruptamente en la oscuridad: sus ojos vacilaron. Había una sombra extraña en la zona más oscura, por debajo de la cúpula. No era solo una sensación, pues observó movimiento.

—¿Hermano Philippe? —preguntó, invocando el nombre del anciano bibliotecario.

De la negrura emergió una figura humana que le horrorizó.

El miedo le dejó paralizado.

La cúpula abovedada transmitía al suelo haces intensos de luz que iban descubriendo poco a poco la silueta. Los vitrales mostraron a un benedictino de escasa estatura y aspecto horrible vestido con un hábito largo, harapiento y pardo.

Giuglio Battista Èvola, con su único ojo, brillante y negro como el de un cuervo salido de los abismos, se materializó ante DeGrasso.

El emisario de la Santa Inquisición había llegado. Tan estricto e imprevisible como la muerte. Tan exacto como los tiempos de Roma.

—Veo que habéis sabido encontrarme —balbuceó Angelo palpando el peligro y aún perturbado. Èvola no contestó, permaneció erguido e inexpresivo—. ¿Qué deseáis de mí?

Su oponente alzó apenas el mentón, su voz fue clara y lúcida.

—Percibo el olor de vuestra sangre, hermano DeGrasso, la sangre espesa de vuestras arterias que ha manchado mi daga y clama por ser derramada. No temáis, estoy solo. Si hoy hubiese sido el día designado para vuestra muerte no habríais sentido más que el dolor y la angustia en vez de mi voz. No es así porque he decidido no mataros hoy. Vengo cargado de buenas intenciones y una última oportunidad para vos.

Los vitrales de la cúpula ardían por el brillo del sol matutino, pero abajo todo era oscuro y difuso, la luz caía sobre Évola en una suerte de iluminación providencial y divina. Pero Angelo sabía perfectamente la clase de asesino que tenía ante sí, un monje benedictino adicto al servicio de la curia, incorruptible, que no dudaba en interpretar los evangelios con el rigor de un fanático de la fe. El pequeño napolitano era un hombre temible, sin escrúpulos, pero con un sentido muy estricto y particular de la ética y la palabra dada, que en un pasado no muy remoto, siguiendo las órdenes de su superior, el cardenal Iuliano, había atravesado la clavícula de Angelo con una daga arriesgándose a recibir una estocada fatal.

Èvola bajó la vista. Su único ojo recorrió la figura del inquisidor y habló de nuevo:

—Deduzco que algún raro interés os ha traído a esta antigua biblioteca. ¿Acaso no hay suficientes libros en la fortaleza del archiduque donde os refugiáis? —Señaló los libros que cargaba Angelo—. ¿Por qué no lleváis algo de Lutero o Zwinglio, no preferís algo más ameno y transgresor en vuestro exilio? Me pregunto por qué el Ángel Negro de Génova ha venido hasta aquí solo para leer a los maestros de la escolástica.

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