—¿Esto es lo peligroso de la esfera? —se admiró el Vikingo—. ¿Poder demostrar a Dios incluso ante los ateos? ¿Qué hay de malo en ello?
DeGrasso observó al ballestero con aprensión. Tenía ante sí la difícil tarea de explicar sus delicadas abstracciones a un rudimentario elefante de guerra.
—Con la esfera el hombre creerá en Dios sin tener religión —comenzó a aclararle—, creeremos en Él como en un evento natural, no religioso, de la misma forma que los que creen en el sol gracias a la ciencia no necesitan adorarlo para que este salga cada mañana. ¿No ves lo satánico, lo diabólico de encargar la demostración de la existencia de Dios a la ciencia? El hombre no creerá en Dios por fe, sino por razón, por saberlo real, no por sermones de párrocos sino por propia comprobación lógica. Pero si se constatara que Dios es real por rigor científico vendría la confusión, todos seríamos esclavos de esa verdad y el código celestial por el cual el Padre envió a su Hijo a la tierra sería violado y la Redención de Cristo obsoleta.
—Si el hombre llega a Dios por convencimiento racional no necesitará más templos ni iglesias, eucaristías ni vicarios, solo universidades y escuelas de científicos —aseveró Killimet—. Se destruirá el libre albedrío. Dios no será más una intuición ni una opción, sino una realidad irrevocable.
—Es confuso —alegó Xanthopoulos—, pero insisto: ¿en qué me afectaría a mí y al mundo que no es estudioso ni erudito de las ciencias sagradas el descubrir a un Dios tan real como los planetas que no vemos?
Angelo meditó brevemente y respondió con su enorme sentido práctico.
—Si Nicolás Copérnico con su observación y las matemáticas pudo sacar a la Tierra del centro de la creación y someterla al Sol, ¿impugnarías ese postulado con la Biblia?
—Pues no —respondió Nikos tras cavilar un rato—, porque con la Biblia solo me baso en creencias y con ellas no podría rebatir a Copérnico su teoría, ya que él demostraría en la práctica los resultados.
—¿No te das cuenta entonces de los terribles inconvenientes que trae la demostración? ¿No comprendes que la ciencia reclama introducir la mano en el costado para creer? En cuanto a los astros del firmamento que contemplas por las noches, si debieras creer en una de las dos enseñanzas en cuestión… ¿cuál seguirías? ¿La de la Iglesia o la de Copérnico?
El rubio Xanthopoulos meditó.
—La de Copérnico, él puede probar lo que plantea y la Iglesia no.
—Bien, entonces has cambiado las enseñanzas de un papa por las de un científico polaco, y si el
Codex
de la esfera prueba a Dios como existente y verdadero, quien desee encontrarle recurrirá a un científico que se lo explique de la misma forma que tú recurres a Copérnico por las verdades de los astros. Es más —añadió tras una larga pausa—, si yo te jurase que guardo una moneda de oro en mi bolsillo, pero jamás te he dejado verla, ¿me creerías? Tal vez, porque aceptas mi palabra, pero si la vieras con tus ojos sin dudar cambiarías el aval de mi palabra por el de tus ojos y ya no creerías más en mí sino en ti mismo. —Angelo sonrió—. Exactamente lo mismo ocurrirá con la fe en Dios: tras saber de forma fehaciente de su existencia ya no creerás en Él por fe en Cristo sino por la razón de tus ojos. Y tus ojos vencerán, tu fe ya no necesitará de la palabra, y así también será con la esfera: la ciencia del
Codex
sustituirá a la Iglesia.
La esfera brillaba ante la llama y todas las miradas convergieron en su superficie.
—Cristo no dejó una fórmula sobre Dios, solo nos legó el valor más elemental, la fe. Él dijo: «Creed en mí y seréis salvados», «creed en mí y entraréis en el Reino de los Cielos»… Nos enseñó a creer sin academias ni lógica de por medio, y esta es la única mecánica de salvación cristiana, la fe, creer únicamente por intuición en algo de lo que se duda, que incluso podría ser mentira. Pero este
Codex
destruirá todas las dudas, ya que después de él no podremos elegir. Puede que entonces la ciencia lleve al hombre a la perdición por alejarlo de la Iglesia y aniquilar la fe, y sea la falsa religión que confundirá y llevará al hombre a la perdición del Infierno.
—¿Una trampa teológica? —sospechó Tami.
—Una puerta prohibida —rectificó DeGrasso—. Esta esfera contiene un atajo prohibido para llegar a Dios. Creyendo en Dios de esta manera iremos al Infierno.
—¿Quién ha elaborado esta puerta? —sondeó Killimet.
—El Diablo —musitó Xanthopoulos.
—Los brujos —aseguró Tami.
—El hombre —concluyó DeGrasso mirando al trío—. El hombre es el único culpable. Es él quien escucha al Diablo y se deja seducir por el barro blasfemo de la ciencia y por Satanás, que gobiernan los reinos de la tierra.
—Entonces es inevitable que todo ocurra, pues el hombre siempre perseguirá el conocimiento.
Angelo miró con vehemencia a sus cofrades. Solo él era consciente del magma que bullía dentro de su pecho.
—La naturaleza va perdiendo lentamente su carácter teológico por obra de aquellos iluminados que prefieren negar a Dios en sus postulados, esbirros de Satán que no dudaría en mandar a la hoguera… ¡Cómo es posible que no vean a Dios en el cosmos y la Creación! Os juro que alumbraría las noches de Europa con piras de científicos y brujos. —El dominico se quedó mirando las velas y su tono repentinamente decayó—. Pero la realidad me desborda, y por ello asumo mi parte de culpa.
Quedó inexpresivo. Como aquel guardián que ve peligrar a su protegido, pensó en los campesinos devotos y en los niños. Y lamentó que alguna vez diesen con la piedra que les arrebatara la fe.
—¿Has llegado a inspeccionar la esfera? —irrumpió curioso el jesuita Tami.
—Lo hice —dijo el Ángel Negro volviéndose hacia él.
—¿Cómo es el
Codex
? —indagó Killimet cuidadoso.
—Son doce pergaminos y un opúsculo que forman un único acertijo. De saber interpretarlos, podríamos convencer a cualquier ateo de que Dios es real. Pero todos están en blanco. —DeGrasso soltó una risa forzada.
—¿Y qué clase de revelación es esa? —exclamó Xanthopoulos exasperado.
El inquisidor dejó vagar sus ojos por la esfera, sopesándola.
—Habrá que resolver el misterio. Comenzaremos por el opúsculo grabado dentro de la reliquia. —Supo que había llegado el momento. Su mirada se agudizó mientras sus compañeros contenían la respiración expectantes.
Soltó el seguro metálico tirando de la cruz, destapó la esfera.
Todos miraron el interior con suma atención. Allí estaban los doce pergaminos en blanco y un raro texto grabado en el oro. Juntos formaban el misterio del
Codex Terrenus
.
—Este líquido será la garantía de nuestro éxito, el arma definitiva que hará que el triunfo final caiga de nuestro lado.
Giuglio Battista Èvola exhibió la pequeña botella ante fas velas y los ojos intensos de Ségolène quedaron atrapados en el brebaje rojizo. Luego esta se volvió hacia el rostro desfigurado del monje con un interrogante.
—¿Qué es?
—Un ingenioso seguro alquímico obra de un personaje con sorprendente inteligencia que, pese a ello, milita en el bando equivocado. —Lentamente dejó el envase de aquel líquido turbio sobre la mesa—. Sin esto, Angelo DeGrasso jamás descubrirá el misterio…
—La ciencia que esconde la esfera jamás se podrá interpretar sin esto —sentenció.
El benedictino había cavilado día y noche, sin distraerse, solo templado gracias a la oración nocturna y al silencio. Sin duda su estrategia era compleja y en ella, aquella hermosa mujer, que el arrepentimiento había colocado en su camino, desempeñaba un papel clave, no solo respecto a la esfera sino como creadora de cizaña, como portadora de dudas.
Ségolène sonrió ante esa breve confesión.
Y Èvola la contempló, satisfecho.
Angelo Demetrio DeGrasso volvió a mirar la reliquia. Sujetaba la tapa cóncava que lentamente apoyó sobre la mesa. La esfera estaba abierta, y las miradas atónitas de los cofrades eran prueba de ello.
El interior de la reliquia era de oro bruñido al igual que todo su orbe externo. Dentro se amontonaban pequeños rollos de papiro amarillentos y envejecidos que parecían provenir de tiempos remotos, como el papel de los antiguos libros medievales.
Angelo los sacó con cuidado, uno por uno, hasta vaciar la media esfera.
—Doce —contó.
Luego tomó la base de oro. Con cuidado la elevó hasta la luz del candelabro y mostró su interior. Los cofrades pudieron leer con nitidez gracias al resplandor de las velas el opúsculo en latín grabado en el oro del fondo.
Uno tras otro volvieron sus ojos al inquisidor, pero este no les dio oportunidad de hablar y siguió con los pergaminos:
—Son doce —repitió, y tomó uno del montón para desenrollarlo en medio de una tensa expectación. Luego tomó otro pequeño papiro e igualmente lo desenrolló. Y luego otro—. Observad, están todos en blanco. Ninguno dice nada.
—¿Esto es el
Codex Terrenus
? ¿Esto es Dios? —preguntó Killimet confuso.
—Esto es el
Codex
. Pero hay que saber leerlo.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —quiso saber Killimet.
Todos miraron al inquisidor, quien se acarició el mentón, luego tomó la tapa de la reliquia y se vio reflejado en ella: en la barbilla ya le despuntaba una barba rubia.
—Espero que el Maestre de la
Corpus
nos ofrezca una solución —dijo.
—¿El Maestre? —Tami levantó las cejas—. ¿Por qué piensas que él nos ayudará?
—Porque escucha más que nosotros, ve más que nosotros… y su paradero siempre es ignoto para quien desee encontrarlo.
—¿Acaso el Maestre ha contactado contigo? —curioseó cauteloso Xanthopoulos.
—No. —Angelo DeGrasso devolvió lentamente los rollos al interior de la esfera y la tapó. Trabó el seguro mecánico y cubrió la reliquia con la seda perfumada. Luego sopló las velas del candelabro—. Pero él ya sabe que tenemos la reliquia. La noticia del robo ha llegado a oídos de los prelados, ha corrido por la curia romana y los pasillos de las bibliotecas. El Maestre moverá los hilos y nos hará llegar su señal. Confío en ello.
El irlandés Killimet miró las velas humeantes con un gesto de satisfacción.
—Suena sensato. Este es un asunto peligroso… Creo que debemos esperar, será lo más prudente.
—Aguardaremos aquí —afirmó Angelo dándole la razón mientras sus reflexiones se perdieron en los vitrales emplomados—. El archiduque nos dará asilo y protección, esperaremos escondidos a la Inquisición de Iuliano o a las señales que nos envíe el Maestre. Esperaremos observándolo todo. Quizá así hallemos las respuestas donde ni siquiera imaginamos.
En aquella noche fría que arrastraba copos blancos en sus vientos infinitos, DeGrasso abandonó la torre. Todos estaban impacientes, pero su ansiedad debía armarse de templanza.
El carruaje con insignias vaticanas, cubierto de nieve y embarrado, se detuvo ante la puerta principal del castillo de Saint-Pierre, la fortaleza donde residía el duque de Aosta y en la que recibía y alojaba a sus invitados. Tras examinarlo, la guardia nocturna lo dejó pasar.
El duque Bocanegra y su invitado, Giuglio Battista Èvola, estaban cenando en uno de los salones principales junto a Ségolène cuando recibieron la noticia de aquella inesperada visita llegada en medio de la noche. El monje no dio crédito a lo que escuchaba y poco después, al presentarse ante ellos la recién llegada, su semblante pasó de la incredulidad a la cólera silenciosa. La hija del máximo cardenal de la Inquisición, Anastasia Iuliano, había llegado al ducado de Aosta sin previo aviso, sin contar siquiera con el permiso de su padre.
Bocanegra, por su parte, se sumió en un leve desconcierto no exento de agrado: sabía que la joven sobrina del Superior General del Santo Oficio poseía una belleza sin igual y, llevado por su afán de conocerla, en innumerables ocasiones había enviado a su residencia en Volterra mensajeros con las más dispares invitaciones que tenían como fin último comprobar personalmente si su fama era cierta. Cacerías, fiestas, aniversarios y recepciones… Tras cada acto que organizaba el duque se escondía el secreto deseo de contemplar y seducir a la dama más bella y codiciada de Italia, la misma que, hasta ese preciso instante, había hecho oídos sordos a sus requerimientos.
Pero ahora la sobrina del cardenal acababa de entrar en su salón, con paso firme, aunque no exento de cierto cansancio, y extendía con una sonrisa voluptuosa su mano enguantada hacia él. Pensó que aquel era el día más dichoso de su vida: le había sido regalado un complot para vencer a su poderoso vecino y una dama francesa y otra italiana llenaban su fortaleza de aromas de orgías, tesoros y reinas.
Bocanegra observó la esmeralda de un verde profundo que pendía del cuello de aquella mujer y luego se fijó en el verde aún más poderoso de sus ojos, que parecían enturbiar y destronar al de la gema que llevaba colgada sobre su piel.
—Es un placer daros la bienvenida a mi castillo —murmuró mientras besaba su mano.
—El placer es mío, Excelencia. En verdad ansiaba conoceros; por ello, cumplidas mis obligaciones familiares en Roma, me he decidido a visitaros, aunque de forma intempestiva.
—Jamás es mal momento para acudir a mi castillo. —El noble sopesó disimuladamente los pechos que el vestido de la joven resaltaba—. Sabéis de sobra que siempre que llaméis a mi puerta se os abrirá.
Pasquale de Aosta sonrió embelesado, olvidado por completo el recuerdo del hombre que la semana anterior había muerto congelado a su puerta. Aquel desgraciado era un campesino feo y sin escote.
Anastasia alzó el mentón y descubrió, sentado a un extremo de la mesa, la sombra inconfundible de Èvola, al que dirigió una mirada de odio que solo duró un pequeño instante, el que Je llevó al religioso a levantarse, anunciar su retirada y, sin pausa, dirigirse a la escalera, por la que ascendió arrastrando su hábito negro hasta perderse en la oscuridad.
Bocanegra ignoró aquella descortesía e invitó a la joven a sentarse junto a él y su otra invitada, la dama francesa.
—¿Os conocéis? —indagó el duque. Las dos mujeres cruzaron sus miradas.
—No… —respondió Ségolène—. Pero he oído hablar de vos.
—Es un placer. —Anastasia sonrió.
—Igualmente para mí, soy Ségolène Lacroix.