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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (38 page)

BOOK: La sexta vía
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—Venid aquí y traedme la esfera.

Angelo sintió que el brazo se aflojaba del suyo y la presión de su pecho y su vientre desaparecía de su espalda. La francesa dio unos pasos y quedó delante de la reliquia.

—Tomad la esfera y traedla hasta mí —indicó Kovac.

La francesa dobló su cintura, tomó la reliquia y se incorporó con el tesoro. Angelo DeGrasso observaba la escena con atención viendo cómo Ségolène caminaba con cuidada elegancia por la cripta hasta detenerse ante el hombre, que admiró las facciones delicadas de la mujer, el magnetismo de su mirada y el profundo azul de sus ojos. El húngaro la agarró por la nuca acercando su rostro. Ella, entonces, lo besó con lascivia y pasión no contenida. Luego se volvió.

—Vayámonos de aquí —le pidió Ségolène con gesto burlesco.

Angelo se quedó estupefacto ante aquel beso y aquellas palabras, que volaron como dagas afiladas en la penumbra y se le clavaron en el corazón. A Èvola le ocurría lo mismo, pero él se martirizaba por haber menospreciado la inteligencia de la mujer y haber sobrevalorado la suya: los había engañado a los dos…

—¿Qué haremos con ellos? —preguntó la mujer recogiendo la ballesta del suelo.

—Nada. Tenemos lo que queremos. ¿Tú qué pretendes hacer con ellos? —indicó Kovac.

Angelo seguía mirando en silencio a Ségolène, que apartó la vista con rapidez.

—Matémoslos —propuso ella.

—¿Matarlos?

—Así es.

La francesa evitaba mirar el rostro de Angelo, aunque sabía que sus ojos estaban prendidos en ella. Momentos antes, él mismo había cedido la esfera para proteger su vida de la saeta punzante de Èvola. Ahora, esa misma flecha apuntaba directa a su propio pecho.

—No, los dejaremos con vida para que puedan contemplar la magnitud del desastre que no han sabido evitar. Vivirán para ver caer los cimientos de su Iglesia —decidió Kovac.

—Insisto en que los matemos —reclamó ella.

El brujo se paró a observarla y descubrió un fulgor particular en sus ojos. Ségolène recordaba la noche del granero, la suavidad de las palabras del genovés y su protección incondicional, también su aliento, los susurros y la extraña sensación de paz que brotaba de aquella mirada. Alzó los ojos y encontró allí al hombre de sus recuerdos, al mismo que la había puesto intempestivamente entre la espada y el amor.

—Salgamos de aquí —finalizó Ségolène. Después… apretó el gatillo.

La saeta atravesó el aire de la cripta para ir a dar en el pecho de Angelo. El hierro punzante entró en la carne y lo derribó hacia atrás. Apoyó la espalda contra el muro de piedra pero sus piernas flaquearon impotentes y cayó al suelo. Sus ojos revelaron el dolor y la sorpresa. Una pequeña lágrima rodó por su cara antes de que se desplomara por completo. Yació contra la piedra húmeda con la respiración entrecortada.

Èvola bajó la mirada y cerró su único ojo dejando escapar un profundo lamento. Se arrepintió de no haber estrangulado a la mujer cuando pudo hacerlo, de no haberle disparado a pesar de la oposición del inquisidor.

Los brujos desaparecieron al amparo de la noche. En la iglesia, el cántico gregoriano inundaba las bóvedas en el final del gozo mariano del
Magníficat
y la sangre espesa de Angelo brotó y se abrió paso por el suelo.

En la soledad de aquella cripta subterránea, Èvola caminó sobre la sangre de su hermano de fe y se agachó. Contempló el rostro inerte del genovés y halló en él una expresión angustiada, una turbada pesadilla que parecía haber destruido la paz de su descanso final.

—Si hubieseis escuchado… —se lamentó.

Se santiguó y sus labios murmuraron en latín la extremaunción. Cuando terminó, alzó la vista y apretó las mandíbulas, decidido. Juró asesinar a los sicarios de Satanás.

La iglesia de la abadía benedictina de Vézelay se quedó silenciosa en la oscuridad. Los copos de nieve pululaban por el aire en la noche más oscura y agreste de la historia de la Salvación.

Sexta Parte

SACRAMENTUM MORTIS

XXIX. El estigma de Judas
111

En una estancia lujosa y opulenta, caldeada por vapores y sudores generados por motivos bien diferentes al fuego del hogar de piedra, Ségolène Lacroix engullía apasionada la verga del duque de Aosta. Una y otra vez la francesa lamía el glande inflamado de Bocanegra, devorándolo como si se tratase de un fruto prohibido. El noble yacía desnudo sobre un sillón carmesí, estaba drogado, el opio le había transportado a un mundo de risas y sensaciones tan deleitables como el mismo placer que le proporcionaba aquella mujer que le lamía con mirada de afilada lujuria.

La escena tenía lugar en la sala del trono del castillo de Saint-Pierre, la fortaleza insignia del valle. El duque guardaba allí sus animales disecados, trofeos de caza. La chimenea era majestuosa, amplia y tallada en piedra; los frescos pintados sobre la campana y las paredes eran exquisitos, y compartían las paredes con un sinfín de escudos y muebles oscuros que descansaban sobre un suelo ajedrezado en mármol blanco y negro. La vorágine de las llamas irradiaba calor, pero nada era tan caliente y seductor como la boca de aquella joven francesa.

—¡Trágatela entera! —exclamó el duque con los ojos enrojecidos mirando a Ségolène, a quien lord Kovac penetraba por detrás sujetándola de la cintura. El albino arremetía sudoroso mientras ella se inclinaba hacia delante para succionar el asta dura del noble.

—Qué golosa es la muy puta —hirió Kovac.

Bocanegra asintió en silencio y aspiró profundamente de su pipa, contuvo el aliento y expulsó el humo impregnado de opio. Sonrió y llevó las manos hacia los senos de la bruja, que bailoteaban armónicos a cada embestida que le propinaba el húngaro. Los apretó pellizcándole con fuerza los pezones.

—Ramera —constató, su aliento a opio era suave y penetrante—, mira cómo tengo la verga por ti… Mira cómo me la has puesto… —graznó—. ¡Oh, sí! Niña mala… Hazlo hasta el fondo, ¡sigue, no pares, quiero correrme en tu boca! —Y estalló en una torpe carcajada.

Entrecerró los ojos sintiendo cómo todo su interior entraba en erupción. La saliva de la francesa le goteaba en las piernas y su lengua seguía succionando sin aflojar. Ségolène se anticipó a su colapso y, tomando su pene desde el tronco, le miró con sus ojos azules al tiempo que el latigazo de semen le estallaba en la boca. Pasquale Bocanegra soltó todo el aire de sus pulmones y se encogió, como queriendo desaparecer en el sillón.

A un lado, sobre la mesa, se hallaba la esfera de oro. El noble la contempló. Aquella reliquia era el icono del triunfo y de su próspera riqueza. El objeto que había dado lugar a la guerra y a la anexión de las nuevas tierras estaba ahora en sus manos, segura y protegida, como el baluarte más significativo y vigilado de su valle.

El duque se incorporó y se puso una bata negra. Semidesnudo, contempló el esplendor dorado de aquella pieza de orfebrería; admiró el grabado en griego que la circundaba y el lábaro cristiano que coronaba el cénit. No podía comprender aquel mensaje porque desconocía el griego, pero aun así en ese momento comprendió lo que significaba aquello que nunca le había interesado, lo que le había parecido una estúpida contienda. Ahora se daba cuenta del valor de la esfera, pues si la Iglesia la había cambiado por un archiducado y varios arcones de oro para financiar un ejército mercenario, decididamente debía valer más de lo que él mismo se atrevió a suponer.

Se volvió al oír los incesantes gemidos de Ségolène, que continuaba en el suelo sobre la alfombra de piel. Aún conservaba el semen dentro de su boca mientras Kovac la penetraba.

¿Cuánto valdría realmente la esfera?, pensó el duque. ¿Qué significaba todo lo que la reliquia arrastraba a su paso? Los ojos del italiano parecían contemplar el nuevo mundo que se abría ante él en tanto que Ségolène clavaba las uñas en la alfombra y jadeaba de placer. El albino no cedía, incansable, como un animal cebado y desbocado y ella gozaba, lúbrica, aspirando aquel olor a sexo como un perfume hipnótico.

Bocanegra supo que había sido afortunado al cruzarse con la rubia, aquella mujer que, sin más, había reaparecido ante él con la esfera en las manos, la misma que sus ejércitos buscaban infructuosamente en la fortaleza del archiduque Mustaine. Y así, lo que parecía un fracaso se había convertido en éxito, el éxito que necesitaba para pagar a la Iglesia por el trato convenido. Ségolène había regalado su cuerpo y la reliquia que le había quitado el sueño.

¿Una esfera y un monje?, volvió a pensar. ¿En verdad valdría eso más que todo lo que se le había ofrecido? El duque tomó espaciosamente un trago de la botella. La codicia comenzó a encender la llama de su imaginación. La esfera que necesitaba la Iglesia estaba ahora en su poder. La francesa que la entregó, desnuda y ardiente, parecía encantada de que la penetraran. ¿No era todo un regalo del Cielo?

En la alfombra, Kovac cayó rendido al fin rodando hacia un costado. Bocanegra contempló a la francesa, que pedía más y buscaba al duque con su mirada angelical. Bajó la vista y vio cómo brotaba una gota de semen de su vulva.

—¿Os importaría terminar lo que empezasteis,
caro
Pasquale?

El noble apoyó la botella en la mesa y caminó hacia la alfombra. La bruja sonrió.

112

El cardenal Iuliano escribía en su despacho, una amplia estancia cedida por el duque Bocanegra en el segundo piso del castillo de Verrés. El General de la Santa Inquisición se concentraba en el trazo uniforme de su pluma mientras transcribía las últimas noticias que le habían proporcionado sus espías franceses. Sabía que la victoria militar de los últimos días sobre el archiduque de Chamonix era una señal inequívoca, sus objetivos estaban cercanos y prontos a cumplirse y su pulso trazaba con letras armoniosas en latín un informe detallado al Santo Padre sobre los pasos a seguir para alcanzar la ansiada realidad.

Dos golpes sonaron al otro lado de la puerta.

—Con su permiso, Excelencia —dijo al entrar el duque de Aosta.

Iuliano quedó sorprendido. Dejó la pluma en el tintero y dobló el escrito.

—Me sorprendéis —confesó—. Imaginé que estaríais en Francia inspeccionando vuestra conquista.

El noble sonrió, cerró la puerta y caminó hacia la ventana, desde donde contempló el esplendor del valle nevado.

—Poseo veintiún castillos en este valle —replicó con suavidad—, un ejército intacto y nuevas tierras de mi otrora vecino francés.

El General de la Inquisición escuchó con atención y terminó por responder:

—Pues bien, ese era el trato de nuestro arreglo. Ya tenéis lo que se os prometió.

—Aún no.

—¿Aún no? —El cardenal se quedó estupefacto.

El duque Pasquale Bocanegra de Aosta se quitó los guantes negros y se llevó una mano a la mandíbula. Una pose que pretendía ser reflexiva.

—Quiero la mano de vuestra sobrina —espetó.

Vincenzo Iuliano se quedó sin aliento y sus ojos mostraron la ira que le producía aquella propuesta.

—¿Qué clase de locura estáis diciendo? —balbuceó.

—Tengo veintiún castillos —reiteró Bocanegra, que parecía hablar en serio—, y he regalado uno a Anastasia… Pero lo ha rechazado. ¿Cuántos he de ofreceros a vos, Excelencia? ¿Qué vale la mano de vuestra sobrina?

—Ella no está en el trato —concluyó terminante e incrédulo.

—Pues lo reformularemos. Quiero que se quede aquí, conmigo. Que sea mi esposa.

—Vos no conocéis a Anastasia. Es imposible que yo arregle un contrato matrimonial por ella. Es ingobernable.

—Lo sé. Por eso la deseo.

—Estáis loco, cegado de poder —se reafirmó el dominico—. Haríais mejor en disfrutar de lo que habéis conseguido.

—Lo arreglaréis todo para nuestra boda. Se celebrará aquí, en mi valle. —El duque se frotó las manos con optimismo—. Sería bueno que el Sumo Pontífice celebrara nuestro enlace. ¿Qué os parece?

Iuliano no pudo contener una carcajada involuntaria. Aquel hombrecillo era tan insolente como gracioso.

—El Santo Padre jamás saldría de Roma por vuestro antojo. ¿Quién pensáis que sois? Olvidadlo —dijo el dominico, convencido.

—No entraré en detalles. —El duque sonrió—. Quiero a Anastasia y vos sois el único que puede conseguirlo por ley. Una negativa no sería buena para nuestras relaciones.

—Y yo os aconsejo dejar esta charla estéril y que hablemos de nuestro pacto.

Pasquale Bocanegra tomó asiento, al igual que el religioso. El duque había pensado largamente en aquellas palabras durante su viaje de regreso a sus tierras y se había reafirmado en su discurso tras su «agradable» encuentro con Ségolène y lord Kovac.

—Todo salió como debía —comenzó a detallar—. El asedio al archiducado de Mustaine fue un éxito. Mis tropas derrotaron en el campo de batalla a la caballería francesa… A continuación, cayeron sus fortalezas y el gobierno central quedó en mi poder.

—He recibido el informe —dijo Iuliano con tranquilidad— donde se hace mención del soborno para dividir a vuestro enemigo, creo que Èvola se encargó de que todo saliese a vuestro favor. Hay un escrito, también, que os describe como un hombre dubitativo en el campo de batalla y propenso a caer en trampas enemigas…

El noble intentó no cambiar su expresión, que él creía firme.

—Son detalles que nadie recordará. Lo cierto es que la batalla fue una clara victoria.

—Por supuesto. —El Gran Inquisidor suspiró—. ¿Y qué hay de nuestra reliquia?

Bocanegra reposó los brazos en la silla reclinándose hacia atrás.

—El día postrero al combate asaltamos la fortaleza de Mustaine y atrapamos a un par de jesuitas que estaban involucrados en la trama de la reliquia robada.

—¿Atrapasteis a Angelo DeGrasso? —se interesó de inmediato—. La esfera, ¿la confiscasteis?

El duque tomó aire y continuó:

—Ese mismo día vuestro monje escapó llevándose la esfera con él.

El cardenal comenzó a sospechar que todo su plan y la fortuna invertida, sin contar su propia reputación, estaban a punto de zozobrar por aquel imbécil y petulante italiano.

—¿Dejasteis escapar lo único que os pidió la Iglesia? —Había llegado al límite de su paciencia.

—Aún no he acabado, no os adelantéis.

—¡Por el amor de Dios! —El cardenal Iuliano golpeó la mesa encolerizado—. ¡Decid de una maldita vez lo que sucedió en la fortaleza! ¡He movilizado un ejército de mercenarios para vos, he fomentado una guerra y arrastrado a un millar de soldados a una muerte segura para que ahora vengáis con aires de misterio! Os pedí solo un hombre y una reliquia, ¿y ahora queréis que no me impaciente ante vuestro silencio? ¿O creéis que después de escucharos pedir la mano de mi sobrina y solicitar al Pontífice para oficiar vuestra boda no habría de impacientarme? —Sus ojos lanzaron destellos peligrosos—. No juguéis conmigo, ni lo intentéis. Puedo destruiros de la noche a la mañana… puedo quitaros todo… incluso vuestros sueños, y convertirlos en pesadillas.

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