Pasquale Bocanegra no contestó. No se atrevió. Esperó el tiempo necesario hasta que el religioso volvió a sentarse. Su ira había desatado una tormenta en la sala. Con lentitud, el noble continuó:
—Perseguí al monje —afirmó.
—¿Y bien?
—Confisqué la esfera.
—¿Dónde está?
—En mi poder.
Vincenzo Iuliano respiró con alivio.
—¿Y el monje DeGrasso?
—Murió en el encuentro.
Un puño de hierro oprimió el pecho del cardenal. Quedó en profundo silencio. Su mente intentaba valorar la trascendencia de aquellas palabras que se negaba a creer.
—¿Estáis hablando en serio? —balbuceó, atónito.
—Es la pura verdad. Fue alcanzado por una ballesta en la iglesia de Vézelay.
El cardenal se acercó a la ventana. No quería que Bocanegra fuera testigo de sus emociones en aquel momento, evitaba mostrar debilidad en un encuentro en el que se jugaba tanto. Pensó en su hija y en lo que aquello significaría para ella. Y también en sí mismo y en la desconocida emoción que la muerte de su hijo Angelo había despertado, una emoción que era incapaz de comprender y valorar.
—¿Acaso os importa? —preguntó curioso Bocanegra.
—No, creo que era un riesgo previsible… —Sus ojos se apartaron de la ventana y miraron al duque—. Aunque lamento su muerte.
—Hablemos de la esfera —recordó Bocanegra.
—¿De la esfera? ¿Qué os interesa de ella?
—¿Qué contiene?
—Eso no os incumbe.
—Me han dicho que contiene un documento desenterrado de una basílica, la misma donde cayó muerto el monje Angelo DeGrasso.
—¿Quién os ha dicho eso? —Iuliano, con voz gélida, clavó su vista en él.
—No importa. Solo quiero saber qué hay dentro y cuánto vale para vos la esfera.
Iuliano lo miró con reticencia, su voz adoptó un tono seco y tajante.
—Vale lo que ya he pagado, que no es poco.
—No es suficiente. La esfera vale mucho más de lo que hasta ahora se ha pagado por recuperarla —soltó, arriesgándose a pronunciar la frase. Por fin Bocanegra iba a aclarar la razón de su presencia en aquella sala, el motivo que le había hecho renunciar a ir a Chamonix para tomar posesión de su nuevo castillo.
Hubo un silencio tétrico y al cardenal le recorrió una poderosa sensación de inseguridad y de estar siendo chantajeado.
—¿Qué estáis insinuando, duque? Hicimos un trato, vos ya tenéis lo que se os prometió.
—Lamento deciros que venderé la esfera por mi cuenta: su valor supera holgadamente la producción rural del archiducado que me habéis facilitado. —El duque de Aosta se levantó, se colocó los guantes y miró al religioso con astucia.
—Sois un demente —exclamó el cardenal.
—Os informo de que he ordenado liberar al prisionero que manteníais en el castillo del Monte, ese viejo ciego llamado Darko. Nunca imaginé que él me ofrecería un trato más sustancioso que el vuestro.
—¡Esto es alta traición! —se encolerizó el cardenal.
—No, es un negocio. En unos días tendré la protección de los protestantes de la Confederación Helvética. Oficialmente convertiré mi ducado a la fe reformada y seré un duque protestante. Ellos querrán poseer el documento que contiene la esfera.
—¡Es una trampa! —gritó el Gran Inquisidor—. ¡Darko os ha tendido una trampa!
El duque sonrió.
—Un anciano ciego no puede tenderme una trampa, soy más astuto de lo que creéis.
—¿Venderéis vuestra fe por un objeto? ¿Traicionaríais a la Iglesia por unas monedas? —prosiguió el purpurado, ya con pocos argumentos a su favor.
—No es asunto que me quite el sueño abjurar. Inglaterra lo ha hecho y aún sigue siendo una nación… incluso hablan de salvación en sus iglesias. ¿Qué más quiero? Una nueva vida, una fe reformada y la misma salvación.
—No lo toleraré —resopló Iuliano.
—¿No? ¿Y qué haréis para impedirlo?
—Traeré el ejército de la Iglesia a estas tierras. Formaré una liga católica y os destronaré… Sobran motivos para ello. Y os juro que montaré una pira en la plaza principal de vuestra ciudad y os quemaré vivo, e iréis directo a donde Judas, a donde el mismo Satanás.
—No lo haréis, no sois capaz.
—¿Acaso vuestro ejército y el que envíen los protestantes me detendrá? Los aniquilaré a todos. Organizaré una verdadera cruzada y vos os sentiréis como el turco ante el yugo católico. —El cardenal enrojeció de cólera.
—Os digo que no lo haréis —reiteró el duque, sonriente y convencido.
—Dadme una buena razón.
—Tengo a Anastasia prisionera, la encontré en la fortaleza de Mustaine, había acudido al encuentro del monje DeGrasso. —El noble parecía disfrutar de su relato—. Si preparáis una ofensiva no dudaré en asesinarla. Haré que la desollen viva con la mayor lentitud posible.
—¡Sois hombre muerto! —farfulló el religioso con una terrible mueca amenazante.
—No hagáis una tragedia de esto: si no atacáis mi ducado yo seré rico y vuestra sobrina vivirá y se casará con alguien que no le dará problemas. Pero si lo hacéis será una terrible pérdida para todos, creedme, jamás se verá otra mujer con la belleza que posee Anastasia.
El cardenal se quedó estupefacto. Aquel hombre desquiciado y su hija como rehén no eran asuntos para tomar a la ligera. Con esas palabras el duque de Aosta abandonó la sala. Casi al unísono, el consejero ducal entró en compañía de tres soldados e informó al cardenal de la Inquisición de que debía abandonar en aquel momento el castillo de Verrés con su séquito y pertenencias a excepción de su detenido, el viejo moldavo, como había anticipado Bocanegra, pues sería liberado y puesto bajo su protección.
Iuliano caviló las posibles opciones que tenía frente a aquel desastre. Había sido traicionado y una mente poderosa lo había preparado todo: Darko.
El cardenal tomó la carta que acababa de escribir de su puño y letra al Pontífice, carta con buenas noticias que ya nunca llegarían a serlo. La arrugó como si fuese el final de todo, como si todo intento fuese insuficiente para recuperar la reliquia. La llama de la Inquisición, ahora, parecía arder para sí misma.
Los ojos blancos y enfermos del anciano seguían los sonidos del cerrojo exterior como si pudieran ver cómo se descorría. El momento más esperado de su plan había llegado y no se equivocaba: la puerta se abrió. Sus brujos lo habían conseguido.
—Eres libre —anunció Martino Parlavicino, el consejero del duque de Aosta.
Darko se aferró al bastón y mostró una escuálida sonrisa.
—¿Qué hay de los inquisidores del Santo Oficio? —preguntó.
—El duque los ha expulsado del castillo y también del valle.
El viejo caminó hasta la puerta y tomó el brazo de Martino, que lo escoltó lentamente hasta el salón central.
El Gran Brujo estaba libre. El final estaba a punto de llegar, como el hacha de un verdugo.
La forma del castillo de Verrés era cúbica, medía lo mismo de largo, de ancho que de alto. Sus paredes grises tenían dos varas de espesor y estaban edificadas con la misma piedra de las montañas del valle. Almenas y chimeneas coronaban aquella impresionante mole enclavada en lo alto de un peñasco.
En una sala del tercer piso, al resguardo de los leños que ardían en la chimenea, Darko y el duque hablaban de sus respectivos beneficios.
—Aquí estaréis a salvo —afirmó el noble—. Desde este castillo podréis dar el próximo paso sin riesgos.
—¿Qué hay de la Inquisición? —volvió a preguntar el anciano.
—Se ha ido, la he expulsado de mi valle. —El astrólogo asintió en silencio mientras Bocanegra agitaba su copa y bebía un trago de su contenido, que lentamente bajaba por su gaznate—. Pero no podré pelear solo contra la Iglesia. La Inquisición volverá.
—¿Habéis tomado las precauciones que os señalé?
—Lo hice —admitió—. Sin embargo ahora dudo que funcionen.
—Anastasia será nuestro aval, mientras tengáis encerrada a la hija de luliano habrá paz en el valle. Esto refrenará su ira.
—Espero que funcione, por vos he dado un paso muy arriesgado.
Darko sonrió, sus ojos quemados parecían percibir el nerviosismo del duque de Aosta. Con parsimonia juntó las manos sobre el bastón y alzó su mirada muerta.
—Tranquilo. Conozco a la Iglesia; me ha perseguido desde siempre, me ha encerrado y torturado y aún sigo en pie. Sé bien cómo manejarla y dónde golpearla. No temáis, estáis con quien os dará la mejor paga e independencia. En cinco días dejaréis entrar a las tropas de los suizos protestantes. Ellos nos protegerán.
—¿Qué hay de mis clérigos?
—Que se conviertan o escapen al exilio. Es su decisión.
—No creo que el obispo de Aosta y la curia de mi ciudad se conviertan a estas alturas —supuso—. Y menos aún mi pueblo.
—Vos abjuraréis del catolicismo. Después no habrá opción, vuestra gente deberá confesar la misma fe —afirmó el brujo—. No habrá ningún caos, os lo aseguro, ocurrirá como en Inglaterra, siempre y cuando hagáis lo mismo que hizo su monarca.
—¿Qué hizo?
A pesar de su sayo harapiento y rasgado, los pómulos huesudos y la nariz aguileña del anciano mostraban una extraña sabiduría: la de quien sabe andar entre lobos.
—Ejecutad al obispo, a los clérigos y a todo aquel que desee mantener la religión del Papa de Roma. Luego regalad a los conversos pan y cebolla y prometedles la Salvación. Confiscad toda documentación apostólica de la catedral y dadla a los nuevos sacerdotes de la Reforma, ellos harán escarnio de los escritos y nuevos templos sobre los anteriores.
—Será un baño de sangre…
—¿Y qué pensáis que hará la Iglesia con vos si os atrapa?
El noble caviló. En el juego de las traiciones no había moneda de cambio más valiosa que la sangre derramada. El solo debía cuidarse de que esa sangre no fuera la suya. Bocanegra se irguió para dirigirse a un robusto armario confeccionado en roble. Giró la cerradura con una llave, abrió las pesadas puertas y extrajo un cofre. Dio unos pasos y lo depositó sobre las rodillas del moldavo.
—Aquí está, como pedisteis.
Los dedos largos y huesudos del ciego recorrieron el pequeño cofre de madera reforzado con láminas y remaches de bronce. Sus dedos intentaban saciar su ansia de ver. El brujo lo acarició con avaricia: allí dentro se atesoraba la razón de su vida. La punta más afilada de la historia, más que el gladio romano, más aún que los clavos de la cruz. La esfera contenía el documento que heriría de muerte a la divinidad, una lanza que no derramaría sangre del costado sino un océano negro de perdición.
El anciano sonrió satisfecho. Sabía que la era de la fe había llegado a su fin.
Anastasia Iuliano yacía sobre un lecho bellamente ornamentado en una lujosa habitación del castillo de Verrés. Se encontraba parcialmente sedada. Los bebedizos que le había suministrado el boticario ducal habían conseguido relajarla, pues durante todo su viaje desde Chamonix casi había sufrido un colapso por la desazón ante los reiterados rumores de la muerte de su hermano. El clima en la alcoba era confortable, cebado por la chimenea encendida perfumada con incienso.
—Lo lamento —murmuró una voz.
Abrió los ojos y descubrió el rostro de Ségolène Lacroix.
—¿Qué hacéis vos aquí?
—Cuidaros.
Hubo una pequeña pausa. Anastasia observó la habitación, luego a la mujer.
—¿A vos también os ha secuestrado el duque? —indagó, mientras se percataba de lo relajada y somnolienta que se sentía.
—Así es.
Intentó incorporarse, pero se sentía débil. Entonces posó la cabeza en la almohada y contempló el escote de su camisola. Estaba desatado y la prenda apenas cubría sus senos.
—No os preocupéis —la tranquilizó Ségolène—, estamos solas, no hay hombres. Nos encontramos en el castillo de Verrés, en el valle de Aosta. Ya lo conocéis.
—Mi tío… ¿el cardenal Iuliano está aquí? —balbuceó Anastasia.
—Partió esta mañana con destino a Roma. —La francesa la miró entristecida—. Ya no podremos esperar nada de él ni tampoco de la Iglesia.
—¿Y los jesuitas? —siguió Anastasia—. ¿Dónde están?
—¿Qué jesuitas?
—Los que fueron detenidos conmigo en el castillo de Mustaine —explicó—. Los pusieron en carruajes diferentes… Solo Dios sabe con qué rumbos.
—También están aquí —tranquilizó Ségolène—, aunque no corren la misma suerte que vos. Estarán encerrados en las mazmorras por largo tiempo, quizá de por vida.
—¿Por qué motivo? —exclamó.
—Por decisión del duque. Parece que quiere silenciar a cuantos conocen la existencia de la esfera. Y ellos la han visto.
La florentina comenzó a entender la magnitud de aquella persecución que parecía obedecer a un plan premeditado, no a la casualidad. Todo el que se relacionaba de algún modo con la reliquia comenzaba a pagar un alto precio.
—Angelo… —Suspiró aferrándose a la francesa—. Habéis estado con él, ¿qué le ha sucedido?
La francesa bajó la cabeza. Sus labios parecían congelados, como resistiéndose a una noticia que no quería florecer, aunque no lo quedó más remedio que confesar:
—Está muerto desde hace cinco días —soltó Ségolène.
Los ojos color esmeralda de Anastasia brillaron con un llanto silencioso, un torrente de lágrimas surcó sus pómulos ahogándola e impidiéndole hablar. Sus manos estrujaban el vestido mientras un amargo dolor se abría paso hasta el centro de su corazón.
—Era un buen hombre… —Ségolène la consoló acariciando los cabellos de Anastasia con la misma mano que había disparado la ballesta—. Estuve con él las últimas horas de su vida y pude compartir sus angustias, sus deseos y sus últimos pensamientos.
La joven Iuliano trataba de resistirse a la realidad, todos sus sentidos trataban de combatirla. Sentía el mundo cubierto por la devastadora mortaja de la muerte.
—Lo amo. ¡No puede estar muerto! —gritó de forma desgarradora mientras negaba con la cabeza que no podía ser posible.
—Él no merece vuestras lágrimas, creedme. Os aborrecía, no quería saber de vuestra familia ni de vuestro tío —replicó Ségolène.
Anastasia negó en silencio ante la mirada de aquella que pasó junto a su hermano sus últimas horas. Aquellas palabras cayeron como una espada en el cuello frágil y sensible de una mujer enamorada.
—Me lo confesó la última noche, había soñado con vos, un sueño tempestuoso en el cual erais una tentación que le llevaba al abismo de la oscuridad y la condenación. Vio en vos el rostro de Satanás y comprendió que erais la causante de todos sus males.