—No tendría que revelaros este dato pero las circunstancias me obligan a hacerlo: estamos esperando un gran ejército que llegará desde Suiza. Está a un día de camino. Si resistís en esta fortaleza tan solo un día, daréis tiempo a que el contingente llegue y empuje a los franceses nuevamente detrás de las montañas.
—De acuerdo —asintió el español con su rostro rasguñado y sucio de pólvora—. Enviad al duque el parte de nuestra situación y decidle que combatiremos. Pero será de vital importancia que llegue ese contingente en no más de un día —le recordó.
El consejero, sin más que decir, abandonó la sala.
En cuanto Martínez informó a sus hombres, la ira se desató sin freno y se contagió de soldado a soldado como un reguero de pólvora mal apagado.
—¡Maldigo el día en que llegamos a este valle! —despotricó el almirante Calvente—. ¡Decidme qué demonios puede hacer un capitán de galeón como yo en este castillo al pie de las montañas!
Martínez dio unos pasos hasta la mesa, llevando tras de sí su capa rota y chamuscada. Luego señaló un mapa del valle.
—Sé que esto no es parecido al mar, pero vos sois el maestro artillero. Deberéis montar una defensa aquí con los cañones que tengamos —dijo a su compatriota señalándole la posición en un mapa del valle.
—¿Es que no lo entendéis? —Hacía dos días que León Calvente no dormía y sus ojos delataban su cansancio y su sorpresa—. ¡Los cañones son armas navales y no sirven en tierra! Una cosa es apuntar a un galeón que se mueve torpe y predecible y otra cosa muy distinta tratar de embocar una bola de hierro en un caballo veloz o tratar de hacer blanco a ochocientos pasos en un puñado de infantes que corren y saltan como pulgas.
—Pues decídselo a nuestro rey, porque ni yo os envié a este lugar ni tampoco quise venir para estar ahora en este castillo —respondió Martínez—. Sin embargo aquí estamos y debemos afrontar lo que venga porque nuestras vidas dependen de ello. Solo dadme un día, un único día de defensa.
Calvente resopló resignado y apoyó las manos en la mesa. Tenía la chaqueta desabotonada y las medallas torcidas.
—¿Cuántos cañones tenemos?
Martínez interrogó con la mirada al artillero Deluca, con el rostro también sucio de pólvora y una costra de sangre reseca en la oreja.
—Tres bombardas y cuatro culebrinas.
—¡Por Dios santo, eso no es nada! —gritó Calvente.
—No olvidéis que nos protegen los muros de esta fortaleza. Estaremos guarecidos. Tan solo debemos mantener a raya a los invasores en la distancia por un día, solo un maldito día. ¡Dadme una feroz jornada de artillería y os juro que volveremos a ver a nuestras esposas y tomaremos todo el vino del Reino de España! —prometió el capitán a sus hombres con fingido entusiasmo, pero la frase sonó demasiado bonita en, aquella mañana plomiza.
Todos sabían que antes del crepúsculo entrarían en reñido combate y que aquel día parecía estar destinado a convertirse en el último de sus vidas.
La puerta sonó tres veces y dejó paso a Ségolène, que caminó hacia el duque de Aosta con una misteriosa sonrisa en su rostro sereno y delicado.
—Excelencia, la hija del cardenal ha despertado hace menos de una hora. Se muestra confundida, aunque los sedantes la mantienen tranquila.
—¿Ha dicho algo? —se interesó.
La francesa se acercó aún más al noble y le habló con tono confidencial.
—Desea yacer en el lecho con vos. —Sus ojos brillaron lascivos—. Parece que el brebaje, además de sedarla, ha estimulado su deseo…
Bocanegra respiró despacio, parecía que, de pronto, le faltaba el aire.
—Por el amor de Dios… ¿Anastasia ha dicho eso?
—Sí. Quiere estar con vos y conmigo esta misma noche —susurró y clavó sus enigmáticos ojos azules en el noble—. Yo estoy dispuesta, ¿y vos?
El duque sintió el abrupto despertar del déspota más tirano que el mundo conociera jamás: su verga. Lentamente se fue hinchando dentro de su pantalón al punto que debió encorvarse sutilmente para disimular. Ségolène concentraba su atención en aquella mueca de placer.
—¡Desde luego que sí! —casi gritó temblando de emoción. Luego, agitado, se pasó la mano por la mandíbula y ordenó—: Organizad todo para esta misma noche, después de la cena. Preparad a Anastasia… Preparadla para mi placer.
La francesa se volvió y se alejó por el pasillo dejando a Pasquale Bocanegra a punto de estallar de gozo. Lo tenía todo: era rico y estaba rodeado de mujeres hermosas. Era el hombre más poderoso en la viña de los incrédulos.
La bola de hierro incandescente entró por la ventana más alta de la fachada. Aquel impacto marcaba, sin lugar a dudas, el comienzo del asedio, e indicó al capitán Martínez que la guerra había llegado más pronto de lo que imaginaba y que el cerrojo de castillos de la frontera ya había caído. Pronto el clamor de los escombros y hierros retorcidos se propagó por todo Aymavilles, y las esquirlas de madera se dispersaron en un estallido como dagas en el aire y el polvo flotó sobre los hombres como un manto de muerte. Después sobrevino el silencio, cínico, como promesa de la carnicería venidera.
Durante la mañana, el archiduque Mustaine había asediado, sometido y aplastado cinco fortalezas, los castillos de Le Châtelard, Avise, La Motte, Introd y el mismo Saint-Pierre, y Martínez supo con una cruel certeza que Aymavilles caería en menos de dos horas. Esta era una construcción con cuatro torres almenadas en sus extremos y un talud perimetral de roca sólida. Cada uno de sus flancos estaba vigilado, pero la potencia artillera de los españoles ahora se dirigía hacia el corazón mismo del valle, lugar donde apareció el enemigo francés. Otro estampido y una nueva bombarda golpeó el muro.
—¡Están todos ahí fuera! —chilló el artillero Deluca, que salió de una habitación contigua—. Capitán, los infantes esperan vuestras órdenes.
Martínez, con su trabuco en alto, corrió frenético por los pasillos húmedos, escuchando ahora los estruendos provenientes de las torres, donde el almirante Calvente había dispuesto la artillería. En cuanto llegó junto a él pudo contemplar desde las alturas un enjambre de hombres y caballos que avanzaban por la nieve dispuestos a masacrar todo cuanto se les resistiera.
—¡Fuego! —gritaba León Calvente, y los únicos tres cañones que había dejado el duque Bocanegra tronaron como relámpagos liberando chispas y una espesa nube de humo.
—¡Fuego! —repitió Deluca, y algo más de doscientos mosquetes descargaron sus plomos, a todas luces insuficientes e ineficaces contra aquel tapiz de enemigos.
Diez bombardas sonaron en las líneas del archiduque francés y no tardaron en adivinar que habían dado en el blanco: no era difícil acertar a dar a una fortaleza. Mientras, los españoles apuntaban a un rosario de puntos negros en movimiento.
Tras la descarga de la artillería el capitán Martínez se volvió para contemplar la desolación: la torre izquierda quedó destruida casi de inmediato. Ni un solo español seguía en pie en ese puesto. Sin apenas una pausa, una descarga de flechas prendidas en aceite se clavaron en los techos y en los cubos de heno para los caballos y al poco un humo espeso señaló el principio del incendio.
Calvente ordenó una segunda descarga justo cuando una docena de bolas enemigas alcanzaba esa misma torre y, súbitamente, todo fue confusión. Deluca cayó con la espalda ardiendo y un grito visceral se escuchó entre el polvo y la confusión. Detrás de él, Martínez pudo divisar a Calvente, que caminaba errático, con el uniforme roto y sujetándose una herida del muslo producida por una esquirla. Sus medallas ya no lucían en el pecho y su confusa mente naufragaba en algún lugar distante, lejos de los cañones.
La torre había sido arrasada, pero el asedio no se detuvo. La infantería enemiga comenzó a violentar el portón principal y los pocos supervivientes supieron que en poco tiempo comenzaría el combate más temido y descarnado, el de cuerpo contra cuerpo, entre las paredes de piedra de aquel castillo que estaba siendo destruido con inusitada rapidez.
Bastaron un par de sacudidas para que Calvente volviese en sí. El capitán Martínez sangraba por la nariz y su cara mostraba una firme determinación.
—Es imposible esperar un día —gritó—. No creo que aguantemos ni una hora. ¡Larguémonos de aquí!
León Calvente se pasó la mano por los labios. Sin decir una palabra extrajo una petaca de su chaqueta y bebió de ella con desesperación.
—Bocanegra es un hijo de mil putas —maldijo con tufo alcohólico—, mirad cómo estamos… ¡Soy un respetable almirante español y ahora parezco un pordiosero!
El artillero Deluca se levantó tosiendo; ya no tenía cejas, tan solo unas escuálidas líneas chamuscadas.
—Reunidlos a todos —le ordenó Martínez— y preparad el repliegue por la torre trasera. La capital de Aosta caerá esta misma noche, es inevitable. Nosotros trataremos de salir vivos de este infierno.
El duque movía su copa lentamente mientras contemplaba a las dos mujeres. Solo el crepitar de la chimenea dotaba de sonido la escena. Tanto Ségolène como Anastasia estaban tumbadas en el lecho de hierro, en silencio. Bocanegra, que había ordenado que no se le molestara esa noche, se volvió para cerrar el cuarto con llave y aquel gesto fue para las damas una promesa de placer esclavo.
Anastasia seguía los movimientos del noble con aquella mirada esmeralda y seductora. Sus labios permanecían semiabiertos y tenía el cabello recogido.
—Vos sois el motivo de todo mi deseo —dijo el hombre dirigiéndose a ella—. Me sois tan preciada que lo daría todo por vuestra voluntad.
Anastasia alzó el mentón y sonrió.
—¿Os atraigo porque sabéis que no os amo? —Suspiró.
El duque bebió de su copa y sonrió.
—Me atraéis porque es imposible que ignore la belleza en estado puro. Pero ahora sé que Dios se equivocó al poner tanta perfección en un alma voluble y caprichosa como la vuestra.
La hija del cardenal le miró con fijeza. Sus ojos brillaron con pensamientos tan íntimos como peligrosos. Aunque el italiano era bien parecido, su avaricia, charlatanería y materialismo le impregnaban de un hedor irrespirable para la florentina. Un hedor que intentaba disimular.
—Yo pedí que vinierais esta noche —respondió.
—Lo sé —dijo Bocanegra con una sonrisa terrible y déspota.
Ségolène acercó una mano al vestido de seda de Anastasia y dejó libre uno de sus senos. Manoseó el otro pecho por encima de la tela y observó el efecto que aquello producía en el duque. Con gestos felinos, la francesa unió sus labios a los de Anastasia besándola y mordiéndola con devoción y forzó a la italiana hasta que aquel beso, en principio delicado, terminó convirtiéndose en un roce voluptuoso de lenguas y saliva.
Anastasia miró al duque con descaro.
—¿Esto es lo que os excita? —jadeó. Su boca había sido allanada y su cuerpo desvestido. Su resistencia inicial había parecido desaparecer y sus ojos delataban deseo y confusión.
La francesa volvió a manosear los senos carnosos de Anastasia, que colmaban sus manos. Sus pezones poco a poco se endurecían como si aquellas caricias cebaran el fuego de una pira prohibida. La alcoba comenzó a llenarse de sonidos, de gemidos y suspiros, al tiempo que sus dedos se deslizaban en los pliegues más íntimos, tanteando y explorando su vulva húmeda de excitación.
Bocanegra se colocó lentamente la pipa en la boca y prendió el opio. Aspiró profundamente y continuó contemplando aquellas mujeres en el lecho. Luego se abrió la bata y dejó asomar su pene erecto.
—Tengo cuanto podáis desear… —detalló mirando a Anastasia al tiempo que se acercaba a ellas—. Solo dejaos seducir y tendréis todo a vuestros pies.
Ella le miró y afiló su expresión.
—¿Qué me daríais por encajar vuestra verga entre mis pechos? —propuso lasciva.
Anastasia no podía hacer más que dejarse llevar, su fiebre de emociones le había conducido a una extraña y placentera relajación. Ségolène metió su cabeza entre las piernas de su nueva amante, abriéndolas con cuidado y por completo, como si se tratase de un libro de placeres. El roce de su lengua comenzó a encender una hoguera que pincelaba con saliva aquellos labios mudos, lentamente, hasta conseguir una llama viva de placer. Ambas mujeres comenzaron a sudar. Las piernas largas y torneadas de Anastasia temblaron como hojas secas y de pronto el calor de su interior se tornó ingobernable. Sus labios dejaron escapar un hálito evanescente que debió repetir varias veces para transformar en palabras:
—¿Os gusta verme así, entregada y en vuestra cama?
El duque de Aosta no podía despegar la vista de la italiana, que respondía mansamente a los embates de la francesa, a cada roce y cada beso, a cada sonrisa y cada susurro. El noble aspiró profundamente el opio y derramó con torpeza su copa de licor en la alfombra al dirigirse al tálamo donde la francesa lo reclamaba invitándole a compartir con ellas el calor de las sábanas.
Bocanegra se echó en los brazos de Anastasia, que le recibió con un beso en la boca mientras Ségolène, desbocada, devoró su verga como si su vida misma se alimentase de ese néctar.
El frío exterior no existía allí dentro ni se escuchaban los clamores del viento. La nieve y los bosques fueron testigos silenciosos de esa luz en la ventana del castillo en aquella noche de abismos, tan oscura como tentadora.
La chimenea había apaciguado su clamor nocturno y ahora solo era un continuo chisporroteo casi apagado en el silencio de la gran alcoba en cuyo lecho dormían dos jóvenes desnudas unidas en un seductor abrazo. Bocanegra yacía junto a ellas, boca abajo, con uno de los brazos caídos fuera de la cama rozando la alfombra. Su mano, inerte, había dejado caer sobre ella una botella que derramó todo su contenido.
Una de las mujeres abrió los ojos. Había fingido tragar el humo del opio sin aspirarlo realmente y posado sus labios en muchas copas, pero no había bebido una sola gota. Todo ese tiempo permaneció alerta, aguardando su momento.
Alzó la cabeza con cuidado y comprobó que sus dos lujuriosos compañeros estaban dormidos. Mucho había tenido que soportar Anastasia Iuliano para alcanzar su objetivo que ahora, por fin, se cumplía tal y como predijo desde que planeara aquella orgía.
Sus hombros delicados se irguieron tras apoyar los codos en el colchón, luego, con delicadeza, sin que la francesa lo notase, apartó sus manos del cuerpo tibio de esta y, sentándose, observó en silencio a sus compañeros de lecho: el duque roncaba como un oso y Ségolène, por su parte, respiraba armónicamente, con la curva de su cintura desnuda aflorando entre las sábanas mientras sus cabellos sueltos caían sobre la almohada como trigo recién segado.