Hubo un silencio. Un profundo silencio.
—¿Qué hay dentro? —indagó el monje de ojo parcheado con impaciencia.
Las manos de Angelo emergieron portando un rollo vetusto y amarillento, un pergamino del tamaño de un puño.
—Solo esto.
Lo posó sobre la lápida y lo desenrolló un primer palmo. Arrimó la vela e iluminó el pergamino. Tanto él como Èvola pudieron leer claramente:
Tomás de Aquino, Sexta Vía
La Vía Dolorosa
Demostración final de la existencia de Dios
Cuestión primera: CODEX TERRENUS
Anno Domine MCCLXXIV
Angelo y Èvola se miraron. Sabían que la fe caminaba por una cornisa angosta sobre el vacío helado de la ciencia y ahora el hombre estaba a punto de ser esclavo de la existencia del Creador, a unos pocos pasos de condenarse eternamente por esa noticia definitiva: Dios existía.
—Santo Tomás escribió una Sexta Vía que descansa aquí desde el año de su muerte. Conocía bien el peligro de sus palabras. Fue muy prudente al ocultar este documento —reconoció con admiración Angelo.
Otro silencio intenso y reflexivo los alcanzó. Èvola observaba el rollo amarillento con aire meditabundo.
—Si esto llegara al conocimiento de los fieles nuestra Iglesia dejaría de existir. Ya no habría más fe —añadió el monje deforme.
—Lo sé.
—Guardadla con mucho cuidado —ordenó el napolitano.
Angelo extrajo de su capa la esfera dorada y posándola sobre el suelo de la basílica destapó la parte superior. Èvola quedó sorprendido al verla. Por primera vez tenía ante él aquella reliquia que se había cobrado un sinnúmero de desgracias y hasta una guerra. Pero la sorpresa para ambos fue al descubrir que la Sexta Vía original enrollada cabía en su interior, como si la reliquia hubiese sido forjada para aquellas medidas exactas.
La Vía Dolorosa de santo Tomás encajó a la perfección y el inquisidor tapó la esfera mientras la contemplaba una vez más. «Una esencia, tres personas», leyó esa inscripción griega en su exterior que le había llevado hasta aquel lugar, hasta ese preciso momento.
—La esfera está lista —sentenció el inquisidor deseando que ahora el Espíritu Santo guiara los ignotos destinos de aquella arma terrible.
—Tenemos a Dios encerrado en esa esfera —aseguró Évola sabiendo el futuro oscuro que podría acontecer ante un mal paso del destino—. Ponte en pie —ordenó apuntándole con su arma.
Angelo tomó la reliquia de oro y se incorporó dejando el puñal sobre el suelo. Èvola mantenía en sus manos el logro más excelso y pleno del razonamiento humano, el cénit del ingenio, la cumbre de toda inteligencia, la demostración racional de la existencia de Dios.
—¿Por qué el signo de Géminis marcando este lugar? —se interesó Èvola.
El genovés le miró con sorpresa. Luego se tomó tiempo para contestar:
—Los Gemelos no son aquí un capricho. ¿Recordáis al gemelo del Evangelio, aquel discípulo que era llamado el dídimo? —preguntó Angelo.
—¿El apóstol Tomás?
—A quien recordamos habitualmente por meter la mano en el costado de Cristo, por ser el único que solo creyó por la comprobación de sus dedos.
—Tomás el incrédulo.
—Vos lo habéis dicho. Los tímpanos del zodíaco y el signo de Géminis aquí nos están gritando su nombre, porque la Sexta Vía es para incrédulos, para aquellos que necesiten saber de Dios mediante el tacto del razonamiento, mediante una comprobación más allá de la fe. Y aquí estamos, con la maquinaria racional capaz de enseñar a Dios al mundo entero y convencer al ateo más obcecado. Aquí está todo lo deducido por el gemelo incrédulo, el que necesitó tocar el costado de Dios. «Dichosos los que no han visto y han creído.» —Èvola repitió las palabras de Cristo cuando Tomás metió sus dedos en la herida, entendiendo por fin el porqué de la señal de Géminis.
En ese instante, provenientes de las puertas, empezaron a oírse sonidos continuos y sigilosos. El rezo de vísperas había llegado.
—Los monjes de la abadía vienen a orar —afirmó Angelo.
—¡Levantad a la mujer y caminad hacia el altar. No hay tiempo que perder! —respondió Èvola con rapidez.
El inquisidor ayudó a Ségolène a incorporarse dejando que se apoyara en su hombro. Ambos caminaron en dirección al ábside en silencio, bajo los arcos de piedra y las pesadas lámparas de metal. Al llegar cerca del altar el monje benedictino corrigió su rumbo.
—Descended por la escalera —indicó—, hacia la cripta.
Esta era un lugar lúgubre, angustioso y frío bajo el piso del altar que se abría entre columnas y techos bajos. Después de descender por aquella escalinata angosta y curva volvieron a quedar a plena merced del monje armado, que no les daba respiro ni ventaja.
—¡Caminad! —ordenó Èvola.
Angelo y Ségolène se adentraron entre las columnas hasta el fondo de la cripta, a unos veinticinco pasos. Allí se dieron la vuelta. Èvola no mostraba expresión alguna, echando por tierra cualquier conjetura.
—Hemos llegado. Entregadme la esfera —ordenó.
—¿Qué harás con nosotros? —suplicó la francesa.
La pregunta no obtuvo respuesta por parte del monje. Su único ojo negro se clavó en Angelo, quien portando el oro pulido de aquella reliquia en sus manos sentía una enorme culpa al tener que entregarla. Su hallazgo se había desviado por una senda que ni siquiera había contemplado. La esfera, con los documentos que contenía, parecía a punto de perderse en un horizonte escabroso, peligroso y confuso.
—Entregadme la esfera. No os lo pediré otra vez —reiteró el benedictino.
—No lo hagas. Nos matará de todas formas —añadió ella mientras su cabeza era apuntada por la ballesta.
—Hermano Angelo, veo que habéis decidido la pronta muerte de esta joven…
El inquisidor Angelo DeGrasso dio un paso al frente, alargó los brazos y apoyó la reliquia en el suelo. La francesa observó ensimismada aquel repentino movimiento.
—Bien hecho —se complació Èvola.
—¡Nooo…! ¡Es un error! —profirió Ségolène—. No la cambies por mi vida, Angelo. ¡Sigue tu destino y no pienses en mí!
DeGrasso se volvió y tomó a Ségolène de los hombros haciéndole dar un paso atrás.
—¡Silencio, mujer! —Angelo parecía abatido y decidido—. Ya no deseo más muertes, no quiero ser el responsable de otra más, y menos de la tuya. Es hora de aceptar la realidad. Ahora solo quiero sacarte de esta cripta para que veas el próximo amanecer.
Ella le miró intensamente, allí, en el instante más difícil de su vida.
—Te amo, Angelo. Lo sabes.
El genovés asintió turbado a la confesión, y no pudo articular palabra, solo un suspiro.
En aquel momento el canto de los monjes benedictinos despedía el día e inundó la iglesia desde el piso superior. Entonaban salmos de alabanza a Dios Todopoderoso y su rezo les llegó como un canto celestial.
—Retroceded —ordenó Èvola entonces—. Dad un último paso hacia atrás.
Esto les hizo toparse con la pared, donde terminaba la cripta. El tuerto napolitano caminó hasta la esfera y contempló la reliquia sobre el suelo en toda su belleza intachable, la perfección exacta del oro pulido y el inquietante grabado en griego. Se agachó y estiró su mano para tomarla.
—Separaos —mandó a continuación.
—¿Para qué…? —preguntó Angelo extrañado.
—Mataré a la mujer —amenazó el monje con frialdad.
—¡Ya tenéis lo que queréis! ¡Marchaos y respetad su vida! —gritó el inquisidor.
El rostro de Èvola se deformó en rasgos tenebrosos y la francesa se agarró al brazo de Angelo, aterrorizada por aquel monje asesino.
—Abrid los ojos, hermano. Me temo que aún no sois consciente de una realidad que os seduce y os confunde.
—¿A qué os referís? Ella no tiene nada que ver con esto. —Las cejas del genovés se elevaron sorprendidas.
Ségolène escuchaba muy quieta, resguardada tras la espalda de Angelo, con todos sus sentidos en alerta.
—Creéis que estáis haciendo lo correcto, hermano, pero en verdad sois víctima de un engaño por el que os habéis convertido en peón de Satanás —argumentó con una sonrisa que sobresalía lacónica de su capucha.
—¡Medid vuestra lengua! —DeGrasso se estaba encolerizando.
—Ségolène es una impostora. No es quien dice ser —desveló Èvola y Angelo quedó sumido en un profundo silencio. Su corazón latía a gran velocidad.
—¡Sois un maldito embustero! —chilló ella mientras sus ojos azules cobraban la bravura de una mujer difamada—. ¡El demonio sois vos! No le escuches, pretende quedarse con todo y confundirnos mientras huye —repetía ciega de rabia.
El puso su mano sobre la de ella para refrenar aquella explosión de improperios y maldiciones.
—Hermano Angelo, siempre caéis en las mismas trampas: esta mujer que ha renegado de vuestra cofradía para regresar al seno de la verdadera Iglesia a cambio de su vida fue mi instrumento para que la solución alquímica llegara a vuestras manos. Trabajaba para mí, ni siquiera Lacroix es su verdadero apellido, y no dudasteis de ella, os tragasteis todo el anzuelo. Supuse que lograríais sacar la esfera del castillo de Mustaine y, como veis, aquí estáis, junto a ella.
—Soy un siervo de Cristo —replicó el monje dominico—, y siempre permanezco en el mismo bando, pero ya veo que dudáis y parecéis renegar de nuestro trato. Os aseguro que vais a pagar caro vuestro atrevimiento.
—¡Quiere matarme! ¡Es un asesino! —continuaba gritando Ségolène.
—No lo permitiré. —Angelo se interpuso entre la ballesta y la muchacha y lanzó una mirada retadora a Èvola—. ¡Pasaréis por encima de mi cadáver!
El tuerto le miró desconcertado.
—No puedo creer que os dejéis engañar por esta mujer. La defendéis como si mereciera respeto —se admiró, intrigado por la reacción del inquisidor y frunció el entrecejo—. ¿Os habéis enamorado? ¿Acaso os habéis acostado con ella? —Como el dominico no contestaba y se limitaba a sostener su mirada con las pupilas incendiadas por la rabia, prosiguió—: Sabéis bien que siempre os he respetado y admiré vuestra templanza y justicia. Pero aquel hombre que perseguía a los sacrílegos, que los interrogaba, torturaba y quemaba… ahora parece haber claudicado y prefiere acostarse con herejes y dejar a la Iglesia las llamas de la hoguera.
—¡No tolero que habléis así a un inquisidor! —gritó Angelo fuera de sí.
—¡Dejadlo en paz! —gritó también Ségolène.
—¡Cerrad la boca! No agotéis la poca paciencia que tengo… Mi dedo está deseoso de apretar el gatillo. ¡No pretendáis entrometeros en discusiones de religiosos! Y menos vos, porque de vuestra boca solo pueden salir cizañas y semen.
Ségolène calló al comprender que Èvola estaba dispuesto a dispararle. Se hizo un espeso silencio durante el cual solo se oyó la melodía de la antífona, el canto de los monjes que sepultaba cualquier otro ruido del templo. Èvola, sin dudar, decidió terminar su trabajo.
—Idos al Infierno, mujer —y apuntó la ballesta decidido a disparar a su garganta.
—¡Bajad el arma! —Una nueva voz gutural sonó en la penumbra de aquella cripta oscura rebotando por los techos bajos. Èvola se volvió y recorrió con la vista el rosario de columnas bajas, pues la oscuridad que envolvía aquel espacio debajo del altar principal era inescrutable—. ¡Soltad la ballesta os dije! No lo repetiré otra vez —reiteró la voz.
Angelo y Ségolène seguían inquietos el rumbo de los acontecimientos. La francesa era consciente de que por un momento acababa de salvar su vida de milagro. Las sombras abrieron paso al desconocido, que se hizo visible por detrás del napolitano.
El sujeto parecía un hombre joven, aunque su pelo era totalmente blanco, de un blanco amarillento que también destacaba sobre su rostro, pues era el mismo color de sus cejas y pestañas. Su capa, abierta, dejaba entrever una aparatosa herida mal vendada en el muslo. Llevaba un arma de fuego en cada mano. Montó con sus pulgares los martillos labrados y aquel sonido mecánico otorgó a sus armas una autoridad indiscutida en aquella estancia.
—Dejad la ballesta en el suelo —exigió sin miramientos.
—¿Quién sois? —interpeló el monje deforme dejando la ballesta sobre las baldosas.
—Lord Kovac —se presentó con una mueca irónica—. Un brujo que ha sabido escapar de la Santa Inquisición.
—¿Cómo habéis conseguido…?
—Seguí el rastro que me dejaron, como las hienas, que solo se acercan a las presas ajenas cuando están heridas de muerte.
El inquisidor genovés lo contempló con detenimiento y aseveró:
—Sois discípulo de Darko.
—Y vos Angelo DeGrasso, el Gran Inquisidor de Liguria, el Ángel Negro de la Inquisición —lo reconoció conforme lo escudriñaba—. Creedme si os digo que es una sensación extraña el teneros delante.
—¿Me conocéis?
El albino dio unos pasos y se detuvo a poca distancia para contemplar su rostro.
—¿Cómo no habría de conoceros? Os encargasteis de quemar y diezmar a la mayoría de mi secta —le acusó con una ironía que resultaba siniestra—. Vos no solo aniquilasteis a todos mis condiscípulos, también torturasteis y desmembrasteis a Eros Gianmaria… ¿Lo recordáis? Lo quemasteis en la pira junto al cadáver de la bruja Spaziani.
—Lo recuerdo.
—Juzgasteis y condenasteis a Isabella Spaziani cuando llevaba meses muerta. La sentenciasteis y exhumasteis su cadáver para llevarlo a la hoguera. ¡Y la quemasteis, maldita sea! ¡Quemasteis a una bruja muerta! —El húngaro se echó a reír, se llevó el cañón del arma a la cabeza y se rascó la sien con él—. ¡Sois un maldito loco que ha matado a todo cuanto brujo conocí! Cómo no habría de conoceros, venerable Angelo DeGrasso, si yo estuve en cada uno de eso autos de fe viendo arder los cuerpos torturados de mis condiscípulos.
—Lo siento —respondió Angelo.
—¿Lo sentís? ¿Qué sentís? —preguntó extrañado Darko.
—Siento no haberos reconocido en esas quemas —confesó con una penetrante mirada, guerrera y firme, la mirada del católico depurador que prendía fuego a las piras—, pues habría agregado otra hoguera para vos junto a las suyas.
Kovac nuevamente mostró una sonrisa sarcástica.
—Excelencia —anunció—, será un placer llevarme la esfera delante de vuestros ojos. Y creedme, será este un recuerdo que no olvidaré hasta el día de mi muerte.
Ségolène permanecía aferrada al hombro del monje, alerta y pendiente del devenir de los acontecimientos. El brujo desvió la mirada y se encontró con la de ella.