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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (36 page)

BOOK: La sexta vía
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Ante sus ojos el tímpano se erguía silencioso, ya no como una magnífica obra de arte sino como la clave final para encontrar el misterio oculto. Angelo sacó el último mensaje encontrado en la catedral de Autun y lo leyó:

—«Nuevamente hallaréis el portal de la luz en su recorrido, fuera de estas tierras. Ahí, donde descansa el misterio final: el
Codex Terrenus
».

—La luz en su recorrido es la elíptica que marca el sol al girar —explicó el inquisidor—, y allí, justo en el recorrido de la luz, está el zodíaco.

—Todo parece terminar aquí —comprendió ella tras un largo silencio.

—Fíjate en el detalle —dijo Angelo sujetándola del brazo y señalando la imagen con el índice—: tanto aquí como en Autun el Cristo glorificado está en el centro porque El es Dios, es Dios revelado: «Él es la imagen de Dios invisible».

—No entiendo lo que sugieres.

—Portal gemelo, zodíaco y Dios revelado… Gemelo, zodíaco y Dios —abrevió— es lo único que coincide en los pórticos. Ese es nuestro código, ¿no te das cuenta?

Fijó su atención en el Cristo Pantocrátor y halló en él una expresión serena, penetrante y triunfal que le hizo recordar la pesadilla de la noche anterior y la expresión del hombre que le miraba desde el castillo.

—Estás sudando —murmuró Ségolène al advertir su rostro desencajado.

El Ángel Negro se tocó la frente y suspiró con preocupación.

—Espero no equivocarme.

—Estoy contigo —dijo apoyando la mano en su hombro—. Te cuidaré ahí dentro. ¿Sabes qué buscar?

—Sí. Ven conmigo.

Juntos traspasaron el pórtico y entraron en la nave enigmática de aquella iglesia desconocida.

108

Dentro de la basílica el arte gótico brotaba en cada columna, en cada capitel. Angelo y Ségolène fueron devorados por la imponente estructura de la nave central, que mostraba arcos altos apoyados en pilares trabajados, y dos naves laterales de menor altura. Los techos abovedados parecían encumbrarse sin límite.

Al igual que en Autun, los capiteles cincelados representaban un vasto repertorio de imágenes de santos y profetas y escenas bíblicas colosales y grotescas del Antiguo y el Nuevo Testamento. Cada símbolo podría esconder la señal o bien confundirla, cada elemento tallado era gema y estorbo. Por ello, el monje comenzó una investigación cuidadosa que le sumió en el más completo silencio.

El tiempo fue pasando lentamente y el anochecer apagó los vitrales; con solo el resplandor de las pesadas lámparas que colgaban de los techos los ojos de Angelo revivieron las alegorías medievales de la muerte de Judas, en las que el traidor pendía de una cuerda con la lengua fuera de la boca. David y Goliat, Daniel y los leones, la tentación de Satanás a san Benito y la muerte de Lázaro desfilaron ante él, que intentaba escrutar cada detalle en un intento de desentrañar aquel laberinto misterioso. Pero los símbolos parecían dispuestos a no revelarse, pues por largo tiempo recorrió las columnas y las paredes sin encontrar nada que pudiera relacionar con el mensaje encriptado.

Angelo caminó con el altar a sus espaldas, rendido, hacia el pórtico, y de pronto reparó en el tercer pilar de la derecha de la nave central. Se acordó del número tres y se detuvo. Acababa de recordar que era el número tres el que le había llevado allí tras mostrarle la manera de leer los pergaminos de la esfera, y nuevamente contó. Elevó la mirada y siguió la armonía de la piedra convertida en la columna, las nervaduras que se alzaban hasta la bóveda y otras, más bajas, que sostenían los arcos de la nave lateral. Allí divisó un capitel de los más bajos y visibles y el aliento se le cortó. Algo realmente enigmático se mostraba a su vista.

Ségolène advirtió en la distancia sus extraños movimientos. Caminó entre las sombras de las columnas hasta emerger en la nave principal, donde quedó prendida del sigilo repentino de Angelo quien, a los pies de una columna, permanecía abstraído en la contemplación de su capitel.

Se acercó a él con prisa contenida, haciendo resonar sus pasos en las bóvedas. Cuando llegó a su lado vio que se hallaba como en trance.

—Angelo —dijo en un suave murmullo.

Pero el genovés no respondió, ella alzó también la vista y pronto lo entendió.

Era el único capitel de la iglesia que mostraba una figura del zodíaco.

—¡Géminis! —exclamó por fin—. Los gemelos… este es su signo: el que ha de buscar aquel que viene tras los portales gemelos. Aquí está el Dios revelado que muestran los portales. En la columna número tres, a la que nos dirige a la esfera —dedujo con seguridad.

—¡Sorprendente! —se oyó una voz que rebotó como un trueno en la iglesia y que no pertenecía ni a Angelo ni a Ségolène.

Estaba oscuro y un sentimiento de terror se apoderó de sus sentidos. De la penumbra de un costado de la iglesia emergió como un fantasma la figura de un monje, su hábito negro le había resguardado de las miradas y la capucha sobre el rostro escondía sus facciones. Un paso más y el rostro de Giuglio Battista Èvola se iluminó bajo la leve claridad de luz que atravesaba las vidrieras. El parche del ojo y el rostro deforme producían un espanto absoluto.

—Èvola… —balbuceó Angelo, que aún no se había recuperado del sobresalto.

El nuevo visitante supo administrar el terror que había provocado. Sus labios dejaron escapar una suerte de voz opaca con la que se dirigió al inquisidor.

—Os negasteis a mis propuestas y optasteis por el camino oscuro. Ahora vengo como verdugo.

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —indagó el genovés cubriendo con su cuerpo a la francesa.

—Perpetrasteis un plan de escape del castillo de Chamonix casi perfecto, a no ser por un detalle. —El benedictino parecía cincelado en la borrosa superficie de la nave, quieto e indescifrable—. No soy un hombre que se conforme con el fracaso, y menos uno de esos que tiene la fe prendida de su lengua y apartada del corazón. Quien tiene el trabajo de Cristo está iluminado por su inspiración constante y quien protege a su Iglesia está amparado por la intuición certera que infunde el Espíritu Santo. Todo el mundo os dio por perdidos, todo el mundo mediocre y secular menos yo, que estoy del lado de Dios. El duque de Aosta y sus mercenarios se conformaron con vuestra huida, pero yo no, yo no conformé mi fe con el abatimiento del mundo corrupto y pecador. —La basílica olía a incienso y sus palabras resonaban como truenos en el techo—. Y decidí inspeccionar los retenes fronterizos, recorrí todos ellos hasta dar con una información peculiar que parecía inservible, aunque no para mí, no para quien busca en los recodos más lúgubres de una mente brillante como la vuestra, hermano Angelo. Es así que el registro de un puesto en las afueras de Chamonix me reveló lo que buscaba: un carromato en dirección a Le Fayet para inhumar varios cadáveres. No habían sido inspeccionados pues supuestamente estaban infectados por la peste.

—Sois muy observador —elogió DeGrasso—. Veo que no es fácil librarse de vos.

—Comprendí que en ese carro ibais ambos. Si lo hubieseis abandonado habría perdido vuestro rastro, pero aún no sé por qué extraña razón cometisteis ese fatal error. Luego no fue difícil seguir vuestros pasos por los pueblos.

—¿Me creeríais si os dijera que estuve a punto de hacerlo? —confesó Angelo.

—Entonces puede que sea el magnetismo de esta mujer lo que os hizo perder vuestro sentido común para escapar —ironizó con un maligno brillo de su único ojo que miraba fijamente el rostro de Ségolène.

—¿A qué habéis venido? —preguntó el inquisidor.

—A cumplir con mi trabajo —reconoció Giuglio Battista Èvola—, el que me ordenó mi Iglesia y que ejecutaré como he prometido.

Angelo se llevó la mano a sus ropas y la posó sobre su puñal.

—Brillante y obediente, como siempre. Pero ¿cómo pensáis controlar vos solo la situación? —preguntó Èvola.

Los techos parecían inalcanzables. Frente a los muros elevados y las cornisas, las columnas y los arcos románicos, los tres parecían insignificantes en aquella construcción que súbitamente había quedado a merced de la oscuridad.

—Haréis lo que os ordene —apostilló Èvola levantando una ballesta que quedó bañada por la luz.

Y Angelo obtuvo su respuesta. Estaba bajo el poder de un arma que podría causarle la muerte.

XXVIII. Crepúsculo
109

Dentro de la iglesia reinaba la incertidumbre, Èvola dio un paso y se mostró ante la luz. Portaba una amenazante ballesta y poseía el control de aquellos últimos pasos en busca del misterio.

—¿Qué se os ofrece? —preguntó Angelo DeGrasso.

—Ya lo sabéis. Lo que habéis venido a buscar.

—Jamás. Antes prefiero morir que entregároslo —apostilló el genovés.

—Es que ya no os resta otra opción, hermano Angelo —anunció sonriendo bajo la capucha y apuntando con su arma al rostro perfecto de la francesa—. Excavad donde tengáis que hacerlo u os aseguro que veréis esta flecha atravesar el ojo de vuestra compañera.

—Asesino… —le increpó ella aterrorizada.

No hacía falta que Ségolène se lo recordara, DeGrasso sabía muy bien la clase de hombre que estaba delante, un monje incorruptible y despojado de humanidad. No había botín que comprara su voluntad ni moneda que le hiciese reflexionar, y su arma más peligrosa no era la ballesta que mostraba sino su propio fanatismo. Conocer esa verdad supuso el final del coraje del Ángel Negro. Su largo silencio dio a entender que no estaba dispuesto a una muerte más, y menos la de ella.

—Comenzad a excavar —sugirió Èvola.

El maestro DeGrasso asintió con la cabeza. Se desprendió de la daga de su cintura con la que escarbar y se acuclilló buscando la señal en el suelo. Allí estaba, a los pies de la tercera columna. Otro
Icthys
, como en la catedral de Autun, marcando el sitio que sería el final del camino.

Por un buen rato solo se oyó el rascar del puñal entre las juntas mientras Èvola controlaba la situación con la ballesta. Las manos del inquisidor temblaban con frenesí en la penumbra cuando la losa cedió y comenzó a moverse. El misterio de la esfera ya estaba al alcance de la mano.

110

La mirada suspicaz de Èvola siguió a la francesa mientras esta llevaba una vela del altar y la entregaba a Angelo para que él, aún encorvado, iluminara el interior del escondite.

—Hay una oquedad. Es una pequeña cripta de mármol con una inscripción. —Pasó el guante por la piedra y retiró el polvo que la cubría.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó Èvola, apuntando con más firmeza a Ségolène con la ballesta.

Angelo acercó la vela derramando un poco de cera y la luz despejó la oscuridad:

CODEX OMNIPOTENS, PETRI APOSTOLICI

SUCCESORIS POTESTAS

—«Código omnipotente, potestad de los sucesores apostólicos de Pedro» —leyó el inquisidor traduciendo directamente del latín aquella frase clara y disuasoria.

—Valiosa exhortación —reconoció el monje deforme y de un solo ojo—. ¿Seguís creyendo ahora que el misterio que ahí reposa os pertenece?

—Nunca dije que me perteneciera —resopló el genovés con la vela en mano—, solo os indiqué que se lo entregaría únicamente al Santo Padre y en persona. No quería que hubiese intermediarios.

—¿Y por ello habéis organizado esta cruzada personal hasta llegar aquí? —Èvola rió con sarcasmo—. Pues a tiempo he llegado porque con vuestro plan utópico habríais terminado cayendo en una trampa de brujos que habría facilitado el veneno a los que conjuran contra nuestra Iglesia. —Miró a Ségolène y palideció.

—También vos podríais ser un brujo —replicó el inquisidor—. ¿Acaso tenéis la potestad de abrir esta cripta? ¿Sois tal vez el vicario de Cristo?

—Soy su emisario. —La voz de Èvola resonó en la basílica—. Un siervo de Cristo y ayudante fiel de su vicario en la tierra.

—O un brujo de labia venenosa a punto de lograr su objetivo —apostilló Angelo.

—Pensad lo que queráis; de todas formas soy yo el que conserva la ballesta, por lo que haréis lo que os diga.

Fue entonces cuando Ségolène dio un paso hacia delante y habló con soltura.

—Vos solo tenéis una flecha, Angelo sostiene una daga en su mano y nosotros somos dos —dijo convencida—. Estáis equivocando vuestra superioridad. No podréis someternos.

—¿Lo creéis así? ¿Y qué pensáis hacerme después de que mate a este hombre?

—Os mataré —contestó ella—. Si tocáis a este hombre juro que os mataré.

El rostro de Èvola se convirtió en un mosaico grotesco de sensaciones.

—¿Me amenazáis? ¿Creéis que temo a la propia muerte? —Parecía bullir de pasión.

—Vos no querréis morir —respondió Ségolène, tratando de convencer al benedictino.

Èvola alargó la mano libre y la agarró del cuello, la zarandeó y la acorraló contra la columna de piedra mientras con la otra apuntaba con la ballesta a Angelo a fin de detener cualquier acción heroica innecesaria. Mientras oprimía su tráquea con fuerza, asfixiándola, acercó a la francesa su rostro deforme.

—¿Morir? ¿Qué os hace pensar que la muerte me quitaría algo?, ¿esta vida tal vez? —Ségolène escuchaba impotente el bisbiseo de su voz exaltada—. Resucitaré en Cristo… La muerte con la que me amenazáis me llena de gozo y esperanza. Vos sí teméis a la muerte, ¿verdad? —Sintió que la vida de la mujer, que temblaba entre ahogos y lágrimas, se iba apagando.

El benedictino golpeó dos veces la cabeza de la francesa contra la columna y luego la tiró al suelo. Cayó desarticulada bajo el techado de la nave central, agarrándose el cuello y aspirando todo el aire que sus pulmones demandaban. Sus lágrimas caían sobre el suelo de la basílica mientras se maldecía en silencio por haber intentado intimidar al sicario de Roma.

—Maestro DeGrasso… —dijo Èvola, ahora con suavidad y mesura—. No me hagáis esperar más. Abrid la cripta y tomad lo que allí contenga. —Y su arma apuntó hacia el lugar donde ella yacía derrumbada.

Angelo aferró el estilete y comenzó a escarbar en la junta de la piedra empotrada en el nicho de mármol. Dentro de la iglesia la oscuridad dominaba los corredores y el silencio era quebrado solamente por las quejas de Ségolène, que aún yacía dolorida y abatida. A su vez, Èvola seguía con detenimiento el trabajo hasta que por fin el nicho cedió.

El inquisidor retiró la lápida escrita en latín escudriñando el interior como quien espera la visión más trascendental de su vida, la que bien valdría una ceguera o, incluso, la muerte inmediata.

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