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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (46 page)

BOOK: La sexta vía
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—Esa mujer no significa nada para mí… —le susurraba su amante al oído.

Y la francesa se dejó llevar por la pasión mientras sus uñas rascaban la piedra.

Ella nunca lo sabría, pero Kovac la tomó deseando que fuera Anastasia.

133

Poco antes del amanecer los brujos decidieron tomar caminos diferentes. Lord Kovac conduciría él mismo a Anastasia ante la presencia del duque, pues desconfiaba de Ségolène, de sus celos y sus ansias de venganza, y la francesa, entretanto, llevaría la esfera a Darko.

La hija del cardenal Iuliano se vio obligada a ponerse en pie y a caminar a la par que el brujo, que la condujo por escaleras y gélidos pasillos hasta la planta baja del castillo, donde, como si fuera un trofeo de guerra, la entregó al duque Bocanegra, quien revivió al verla.

Su máxima garantía estaba maltrecha, pero viva.

Ségolène, por su parte, se encaminó hacia la segunda planta y bajó la escalera portando el cofre con la reliquia, intacta y lista para ser enviada al cantón suizo. Tras atravesar una galería se dio cuenta del auténtico valor de aquella reliquia y sintió que su vida cobraba sentido tras haberla rescatado de la destrucción y que llegaría a su cénit en el momento, ya próximo, en que se la ofreciera a su maestro. La enorme tarea que no pocos brujos habían llevado a cabo desde el principio había salido adelante solo gracias a ella.

Sonrió. Aún sentía el semen deslizándose entre sus muslos cuando sus ojos percibieron una sombra que le llamo la atención. Se acercó y se detuvo ante ella.

—¿Maestro? —murmuró, y su voz resonó en los muros.

La sombra seguía inmóvil. Solo veía las nubes de vapor que producía su respiración al mezclarse con el aire frío.

—Maestro, la tengo —dijo Ségolène con una sonrisa temerosa, cargada de ansiedad—. Aquí está la esfera, os la he traído.

La sombra avanzó lentamente hasta mostrar su faz a la claridad.

La francesa se quedó paralizada, presa del terror y sin aliento:

—¡¿Tú…?!

Angelo Demetrio DeGrasso emergió de la penumbra. Su camisa maltrecha mostraba por debajo de la capa el tajo en el costado y la sangre reseca que había brotado de la herida. Ségoléne flaqueó y dio un paso hacia atrás. No podía dar crédito a sus ojos: él había muerto en Francia.

Angelo mostró la punta de flecha que le había extirpado Èvola, poniendo en práctica todos los conocimientos rudimentarios de medicina que este había aprendido en su adolescencia como delincuente en las calles de Nápoles. Eso detuvo la hemorragia y le salvó la vida en Vézelay. A fin de cuentas, ambos perseguían el mismo objetivo: no en vano y después de todo eran católicos. Solo unas horas después había insistido en ponerse en pie para volver a la búsqueda cuanto antes, algo a lo que Èvola no podía negarse. La flecha repiqueteó en la piedra con un sonido metálico.

—He venido como inquisidor —fue lo único que indicó.

Ségolène respiró de forma entrecortada y aterrada. Un nudo en la garganta le impidió responder. DeGrasso la había dejado muda con su mirada.

Séptima Parte

RESPLANDOR EN EL CIELO

XXXVI. Melancolía etérea
134

Angelo DeGrasso se acercó sin que pudieran impedírselo. Su rostro aparecía demacrado y pálido, pero la serenidad de sus ojos, cuando se detuvo y la miró hasta el fondo de los suyos, era tan plácida y contemplativa como siempre. Ella, que ni siquiera era capaz de pestañear, tampoco pudo acertar a encontrar palabras.

—¿Buscabas a tu maestro, Ségolène? —le preguntó con tranquilidad.

Ella no fue capaz de ocultar el terror que le provocaba aquella figura inesperada surgida de las sombras del castillo.

—Angelo… —dijo al fin, casi tartamudeando—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Pero él no contestó. Por toda explicación, se limitó a observar con detalle cada una de las facciones de aquella mujer. Se fijó en sus labios, su cuello, su mentón y la armonía de su mandíbula, y después se detuvo en admirar la frente y el cabello, las formas delicadas de sus orejas y la fina línea de sus hombros, el generoso volumen de sus senos y sus manos, que sujetaban el cofre de madera.

De nuevo volvió a centrarse en sus ojos y fue esa la mirada más lacerante que Ségolène sintió jamás. Lentamente, con un movimiento delicado, llevó su mano hasta su costado y, levantando la capa, mostró a la mujer la camisa manchada y oscurecida por la abundante sangre seca. Señaló el tajo deshilachado y la herida que se vislumbraba claramente a través de la gasa.

—Esto te pertenece —dijo—, aunque debo confesarte que la he hecho mía. Esta cicatriz que no podré borrar nunca me hará recordar el error que cometí al depositar mi confianza en una mujer pecadora y me ayudará a no volver a caer en él.

Una ráfaga de viento frío, glacial, ascendió desde el claustro, y sin embargo su frente brillaba perlada por un leve sudor. La fiebre causada por aquella herida le mantenía todavía caliente, por momentos mareado, pero con la suficiente energía para haber urdido aquella aparición.

Ségolène no pudo sostener su mirada. Sabía que le había traicionado y más de una vez su conciencia se lo había reprochado durante aquellos días.

—No soy quien piensas. —Negó con la cabeza, acercándose tanto al inquisidor que le bastaba alargar un dedo para poder tocarlo. Al andar volvió a sentir cómo una gota del semen de lord Kovac descendía por su pierna y supo en ese preciso momento, con una certeza tan nítida que iluminó en un solo instante toda su existencia, todos los actos impuros o sanos, decentes o malvados que la habían llevado hasta allí, ante ese hombre y en esa situación, que su vida no tenía rumbo ni timón. Se supo errante y solitaria, perdida, traidora y, con los ojos llenos de lágrimas, sabiéndose al borde del abismo, suplicó como nunca lo había hecho, deseando con todos sus sentidos que la creyera—. ¡Juro que no soy una mujer despreciable…! ¡Lo juro!

El Ángel Negro le señaló con un gesto el brillo de sus brazaletes de oro, ambos sabían qué tipo de cicatrices ocultaban, y habló:

—Si no te vieras a ti misma tan despreciable no tendrías esas marcas. Por eso lo eres, una mujer despreciable que no se atreve a contemplar sus propias miserias en el espejo.

Ségolène sintió que su mundo se desmoronaba y, presa por una emoción incontrolable, estalló en un llanto silencioso, un llanto largo tiempo contenido que no fue capaz de detener, que hizo flaquear sus piernas y la obligó a dejarse caer presa de las lágrimas, sobre la piedra, hasta quedar de rodillas. Dejó el cofre en el suelo y agarró con manos temblorosas un pliegue de la capa de Angelo al tiempo que musitaba una y otra vez:

—Perdóname, jamás quise hacer lo que hice, lo juro. Y a pesar de todo debo confesártelo: deseé matarte… Incluso a sabiendas de que eras lo más importante que tenía, que he tenido jamás…

—Mientes —rechazó él—. Nadie intenta matar a quien ama.

—Créeme —imploró—. Por favor… debes creerme.

—¿Cómo puedes afirmar que me disparaste porque yo era lo más importante para ti? —Sonrió irónico, mordaz, pero pronto el cinismo dio paso a la furia—. ¡Te salvé la vida, cubrí tu cuerpo con el mío para evitar que te matara Èvola! ¡Y entregué la esfera para salvarte y a cambio tú… pediste mi muerte! ¿Es que pretendes que ignore lo que vi?

Ségolène se puso en pie aún aferrada a la capa de Angelo y sin dejar de llorar quiso acercarse a su boca. Intentó responder, pero él la rechazó con violencia. Se hizo el silencio. Ella, temblorosa, se abrazó a sí misma como si el frío o el miedo la hubieran invadido.

—No eres el Angelo que conocí —le acusó—. Pareces una bestia… No te reconozco, es como si te hubieras puesto una coraza, como si nada te importase. Ya no puedo llegar a ti ni leer en tus emociones…

—He venido como inquisidor —repitió DeGrasso con la convicción de un fanático.

—¡Pero yo te amo! —replicó ella con firmeza, aferrándose de nuevo a su capa, como si con sus palabras pudiera demostrar una clara verdad—. ¿No puedes entender que pasé mi vida intentando quitármela? ¿No puedes entender que antes de atentar contra ti lo he hecho cientos de veces contra mí misma? ¿Es que no ves que siempre termino atentando contra todo lo que amo? ¡Lo hice conmigo y también lo hice contigo! Me rechazaste en el cobertizo. Siempre esperé al hombre que me sacara de esto y tú no supiste ver que te necesitaba. —Sus facciones se volvieron agresivas, con una mueca tan bella como desafiante—. ¡Eres capaz de encontrar la herejía en una mujer y quemarla, y tu brillante inteligencia no te deja reconocer la angustia en otra y salvarla por amor! —Repentinamente toda su furia y su angustia se calmaron. Las palabras brotaron serenas y hasta casi se diría que inocentes desde su confuso corazón—. ¿Me sacarías de esta oscuridad con tu amor? ¿Me darías otra oportunidad? Solo te pido piedad —imploró—. Dame otra oportunidad, la última. Tiéndeme la mano y sácame de este pozo. Te lo ruego.

Angelo suspiró, mareado. Miró a Ségolène y la sujetó por los hombros. El inquisidor apretó la mandíbula con fuerza y experimentó un dolor profundo.

—Dame la esfera —exigió.

Ella se inclinó para recoger el cofre del suelo y se lo ofreció con veneración.

—Es tuya.

DeGrasso lo tomó con una de sus manos y se llevó la otra al costado, al lugar donde, bajo su camisa, la venda cubría su herida. Cuando la retiró de allí sus dedos estaban teñidos de rojo.

—Necesitas un médico —imploró Ségolène preocupada.

El posó sus dedos ensangrentados en los labios de la mujer, añadiendo sangre sobre sangre, y la taladró con la furia de sus ojos, antes dulces, ahora encendidos por el odio.

—Juro que te mataría —balbuceó—, lo haría… créeme, si no sintiera nada por ti.

—¿Qué harás? —preguntó ella tensa, expectante, casi sin atreverse a respirar.

—Me iré de este castillo con la esfera.

—¿Se la entregarás al Maestre de la
Corpus Carus
?

—No… ya no es necesario.

—Pero tú dijiste que tu misión era encontrarla para dársela al máximo responsable…

Angelo sonrió con dolor, alumbrado pese a todo su sufrimiento por la fuerza de una convicción y una sabiduría que nunca había visto en su rostro.

—Yo soy el Maestre de la
Corpus Carus
—afirmó.

135

—¿Tú eres el Maestre? —tartamudeó Ségolène confusa, incapaz de asumir las consecuencias de esa revelación—. Entonces lo sabías… Sabías que…

—Sí, desde que entraste en el castillo diciendo que te enviaba el Maestre supe que eras tú la impostora, la bruja infiltrada.

—¿Por qué lo hiciste? —acertó a musitar sin comprender—. ¿Por qué me hablaste en privado en el patio y confiaste en mí?

—Necesitaba averiguar vuestra estrategia. Por eso quise tenerte cerca, para estudiarte, para adelantarme a vuestros pasos, como siempre hice con las brujas, como siempre he hecho con mis enemigos.

—Pero me dejaste ir a los lugares sagrados contigo, y te sorprendiste cuando te traicioné…

Angelo respiró con lentitud, bajó sus ojos cobrizos y rumoreó:

—Tras aquella noche en el granero pensé que habías abandonado tu causa. Juro que observé en tus ojos el destello limpio de la verdad. Pensé que mi mayor conquista no había sido descifrar el misterio de la reliquia sino haber purificado a una bruja sin necesidad de la hoguera. Por eso no te dije nada, estaba convencido de que tu corazón había cambiado aquella noche.

—Y así fue. Después de aquella noche ya no quise seguir con los planes de Darko. Leíste bien en mis ojos.

—Eras otra, y eras importante para mí. Esa fue la causa de que me sorprendiera en la iglesia tu traición.

DeGrasso contempló el final del pasillo, luego se volvió y miró por encima de la balaustrada el patio interior cubierto de nieve. Justo en ese momento dos hombres armados miembros de la guardia del duque lo cruzaban presurosos.

—Es hora de irme —susurró Angelo.

—¡Espera! ¡No me dejes aquí…!

—¿Por qué habría de llevarte conmigo? —preguntó intrigado.

—Porque te necesito —afirmó llevada por un sentimiento limpio y nuevo con el que entregaba su corazón, toda su ansiedad y su terror frente a la soledad absoluta reflejados en su cara y su voz.

Angelo la contempló, respiró lentamente y pensó. Era la misma mujer que lo había traicionado, con sus mismos ojos azules y ese rostro angelical y necesitado.

—Ayúdame a salir de aquí.

—Te sacaré por el establo —afirmó Ségolène con una sonrisa que parecía devolverla a la vida—. Solo tenemos que llegar allí, después tomaremos un carruaje y estarás fuera del castillo.

—¿Y si me engañas?

—Jamás podrías salir de aquí sin mi ayuda —dijo convencida tras un corto silencio—. Si quisiera entregarte me bastaría con ponerme a gritar ahora o incluso en el momento en que apareciste. Todo habría acabado para ti hace un rato si hubiera querido.

El genovés la miró a los ojos.

—Entonces correré el riesgo.

La francesa observó a los guardias en el patio y calculó el camino a seguir. Sabía perfectamente cómo llegar al establo sin que nadie les saliera al paso.

—Sígueme —ordenó decidida, y comenzó a caminar por pasajes y escaleras.

Angelo dejó que se adelantara unos pasos. Al poco, con reticencia, la siguió.

Un lúgubre camino se abría ante ellos, como sus destinos.

136

Sigilosos, se dirigieron entre las sombras hacia la escalera, debían descender hasta la planta baja para evitar a los guardias. Repentinamente, Angelo la agarró con fuerza por el brazo forzándola a detenerse. De un tirón la empujó contra la pared y allí la sostuvo contra su cuerpo, amparados por las sombras, mientras le señalaba a una nueva guardia que recorría el primer piso. Con el aliento del Ángel Negro en su rostro, Ségoléne volvió los ojos de los soldados hasta posarlos en él, lo contempló con arrobo hasta que sus miradas se encontraron.

—Debes ser más cuidadosa —dijo él en un murmullo convencido y, al advertir aquella expresión de Ségolène, añadió—: Sí… Ahora confío en ti.

Ella, absorta en sus labios, pensó en besarlo. Su corazón latía con desenfreno, con una extraña ansiedad nacida de su deseo que le provocaba cosquillas en el estómago, pero DeGrasso tiró nuevamente de ella sacándola de su trance y obligándola a continuar.

Mientras descendía a su lado, los dos en silencio, la bruja sentía que a cada escalón que pisaba se hundía más en sus emociones. Y supo que debía renunciar a todo lo pasado, que debía entregarse al amor y a los consejos del monje. Ahora sabía que junto a él se sentía libre de su parte más oscura, de los otoños vacíos, de las esperanzas inciertas. En plenitud. La mujer de Armagnac sonrió convencida, decidida a seguir el dictamen de su corazón.

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