Habría jurado que el rostro de aquel osado, casi suicida, era el de Angelo DeGrasso. Sin embargo no podía ser, estaba muerto. Frunció el ceño y, con la atención puesta todavía en la fortaleza, meneó la cabeza queriendo negarse a la evidencia pero, pese a ella, convencido.
—Es él —murmuró para sus adentros.
—¿Sucede algo, Excelencia? —preguntó el oficial al ver su rostro estupefacto.
Iuliano se volvió y le miró con los ojos llenos de ira.
—¡Ha fingido su muerte! ¡Está trabajando por su cuenta!
—No entiendo, Excelencia… ¿De qué habláis?
El General de la Inquisición le miró como si despertara de una pesadilla, pero no dio ninguna explicación. En vez de eso señaló con el índice el castillo de Verrès y ordenó:
—Marchad con vuestros hombres y tomad por asalto la puerta principal y el sendero de acceso. Procurad que nadie escape por los barrancos. Yo iré con una escolta hacia el bosque.
—¿El bosque? Excelencia, es peligroso. No debéis ir solo. Podéis encontrar enemigos.
Iuliano se apartó la capa y posó la mano en la empuñadura de su espada.
—Sé cuidarme —afirmó con autoridad—. No permitáis que salga nadie, ni siquiera religiosos. Esto está plagado de impostores escurridizos.
—Así será —le aseguró su subordinado.
—Dadme tres de vuestros mejores hombres. Vendrán conmigo. Nos dirigiremos al único lugar que vos dejaréis libre para huir. —Se volvió y contempló el pequeño resplandor de la ventana en llamas—. Un lugar por el que solo pasarán las alimañas.
Ségolène terminó de dar las instrucciones precisas al soldado del duque: debían avisar a Darko de que tenía la reliquia en su poder y le esperaría en la bodega. Cuando el militar se hubo marchado por la escalera se permitió suspirar y temblar por el frío. Su rostro mostraba las heridas y el cansancio pero sabía que ese sería un escondrijo acogedor, allí estaría segura.
La bodega era un recinto situado en lo más profundo del castillo al que la francesa llegó tras descender un sinfín de escalones. Al abrir la puerta comprobó que estaba bien iluminada por lámparas de aceite, se dirigió a un rincón acogedor y, sentándose sobre un antiguo baúl, esperó con la reliquia a su lado. El silencio era total y se percibía un fuerte olor a humedad pero, curiosamente, también a perfume. A su alrededor podía ver pesados baúles de algarrobo y gran cantidad de munición. Las más grandes eran bolas de hierro para cañón, pero también había pequeños proyectiles esféricos de piedra; se trataba de balas rompedoras de culebrina. A media altura, en el único descansillo de la escalera, yacían tres botellones de vidrio lacrados.
Se incorporó y caminó por la cripta estudiando cada detalle hasta reparar en una repisa donde encontró una muñeca polvorienta que parecía olvidada. Alargó la mano y la tomó. Se trataba de un juguete que, por su estado, había sido usado en exceso por una niña pequeña y con toda seguridad estaba allí por ser un recuerdo del duque, quizá de algún familiar o de una de sus tantas amantes. Al verla, los ojos azules de la francesa se iluminaron de asombro como si ella misma fuese una niña; aquella muñeca la aisló con su sola visión de la realidad, provocó en su pecho sensaciones que creía olvidadas, le trajo el sabor de su infancia y llenó su memoria de entusiasmo y fantasía. Sopló con cuidado para eliminar el polvillo acumulado y la examinó con una sonrisa que trajo a su rostro magullado todo el esplendor de su belleza mientras su cabeza volvía a sus solitarios otoños y a las vanas esperanzas, ya perdidas, de encontrar a su amado caballero. Lentamente la sonrisa se fue marchitando ante la evocación de su infancia. Recordaba todas aquellas lágrimas derramadas por sus súplicas nunca atendidas, la orilla del arroyo donde miraba el reflejo de su rostro durante horas, debajo del árbol que lo bañaba de hojas secas. Oprimió la muñeca contra sí y volvió a verse como la joven de catorce años que pidió a Dios que calmara su angustia de joven melancólica y desconsolada, que no la abandonara a la espera de los inviernos crudos en su soledad.
Ségolène volvió la cabeza y reparó en aquellos botellones lacrados. Con la muñeca aferrada a su pecho caminó hacia el descansillo de la escalera donde reposaban, se arrodilló junto los recipientes y se dispuso a curiosear hasta averiguar cuál era su contenido. Las tres botellas tenían en las bocas los hilos lacrados con los certificados de origen del preciado tesoro que guardaban: el mejor perfume francés. No tardó en levantar la cera que protegía el tapón. Una vez retirado comenzó a percibir los efluvios que manaban de ellas. Casi con temor acercó la nariz y, cerrando los ojos, aspiró.
Al comienzo, el aroma, concentrado y volátil, la golpeó inesperadamente con su intensidad, pero pronto devino en una exquisita fragancia floral en la que predominaba el olor a jazmín, a flores regadas de rocío, dulces pero no empalagosas. Aún con los ojos cerrados se sentó en la piedra y se apoyó en el muro. La fragancia persistía. Ahora sentía las cascaras de naranja, en un efluvio que lentamente perdía intensidad hasta terminar extinguiéndose dejando un leve olor a nuez moscada. Abrió los ojos. Era una fragancia excelsa que había tocado su fibra más sensible hasta hacerla llorar. Tomó la muñeca del suelo y la apretó contra ella. De nuevo volvió a recordar aquellos pasillos angostos que se abrían en el bosque, cada una de las hojas caídas y las ramas secas de los arbustos que tocaban el arroyo. Todas las tardes iba a aquel lugar, su refugio secreto en un recodo junto al puente abandonado. Desde esa orilla la niña francesa de cabellos lacios había pedido a Dios el fin de su soledad.
Cuando Ségolène volvió la cabeza reparó en aquel hombre que había llegado con sigilo y la observaba con suma atención. Quiso hablarle pero no le dio tiempo. Se abalanzó sobre ella y le golpeó la cabeza con un tronco haciéndola caer, como las ramas secas, al borde del arroyo. Al volver en sí estaba siendo violada por ese ser envilecido que, como una fiera desbocada, la penetraba con violencia. Durante la abominación de aquel primer coito, la niña que fue Ségolène no pudo hacer otra cosa más que contemplar las copas abovedadas de los árboles, oír el susurro del arroyo y sentir el rosario que aún pendía enrollado en su muñeca.
Más tarde, tras las vejaciones, los golpes y el dolor, fue abandonada sobre el mismo puente que tantas veces había contemplado. Allí quedó entumecida y temblorosa hasta que anocheció. De entre sus piernas brotaba el semen de un hombre que conocía muy bien, un familiar de visita en su casa que la deseaba enfermizamente desde hacía tiempo y, tras seguirla hasta el bosque y satisfacer su abyecto deseo, la había dejado en el fondo de un abismo que nunca, en todos sus sueños, había llegado a imaginar. Un abismo donde se hundió y del que nunca logró salir.
Ségolène, sentada ahora en el descansillo de la escalera, hundió el rostro entre las manos y gimió de dolor lamentándose por todo lo que había hecho en su vida. Su conciencia estaba despertando y se veía en el espejo de su propia persona con vergüenza. Ya nadie la comprendería jamás ni entendería la amargura que engendraban en su alma los recuerdos de aquella vejación.
Cerró los ojos y se apoyó contra el muro. Su mente voló en compañía de esa fragancia a la época que la memoria siempre le censuraba: cada vez que llegaba el otoño a su casa, a su bosque, Ségolène se cortaba las venas. Desde los catorce años, cada otoño lo intentaba. Luchaba desesperadamente para escapar de sí misma, de la repugnancia de aquel recuerdo que le asaltaba por las noches, silenciada por la vergüenza y empujada por la violencia que había hundido su nuca en el barro como si fuese el lecho de amor de una condenada, que lavó sus cabellos rubios en el arroyo, que le hizo arañar la tierra para intentar sin conseguirlo salir de aquel infierno. Nunca lo logró, no pudo hacerlo y lentamente se ahogó en el pozo del desamor. Jamás encontraría a su amor, solo a aquel hombre que simplemente la violó.
Abrió los ojos y con una suave patada volcó uno de los botellones. Su propio peso lo hizo estallar liberando un torrente de líquido perfumado que bañó los escalones como una catarata. Alargó su mano y tomó un cristal roto, se sacó despacio el delicado brazalete dorado que cubría su muñeca y, dejándolo sobre sus faldas, acercó la punta afilada, brillante y letal a sus venas. Una lágrima resbaló por su mejilla. El cristal tocó su piel, y suspiró pausada y temblorosa; era uno más de los momentos de intimidad entre ella y la muerte.
Con una sonrisa perdida comenzó a rasgar su piel con el vidrio, ya veía la primera gota de sangre brotar cuando oyó cómo la puerta de la cripta se abría con violencia y, al volverse, vio una figura encapuchada que se aproximó con rapidez sin detenerse mientras sus guantes apartaban el capirote y desvelaban su identidad. Antes de que pudiera siquiera articular palabra, Angelo DeGrasso agarró a Ségolène de los cabellos y la arrastró por los escalones hasta el suelo de la cripta. Allí la soltó, dejándola tirada sobre la piedra. Ya nada de eso le importaba. En su mano seguía el trozo de cristal que daría fin a su infierno, lo apretó con fuerza y lo dirigió contra su muñeca desnuda dispuesta a terminar con lo que había comenzado. El inquisidor, comprendiendo lo que ocurría, la agarró de los cabellos y la obligó a incorporarse. Una vez de pie la aferró de la mandíbula, la empujó contra la pared y acercó su rostro.
—Bruja perversa, no voy a permitir que lo hagas —sentenció airado—. Ahora soy tu inquisidor y el suicidio es un pecado mortal.
Las lágrimas de la francesa mojaron el guante que oprimía sus pómulos.
—Ayúdame… —Suspiró vencida por una remota esperanza—. Ayúdame a volver a vivir queriendo vivir. No me dejes…
El inquisidor bajó su mano hasta aquel cuello delicado que sus dedos oprimieron con dureza, asfixiándola.
—¿Cuál es tu terror? —le gritó—. ¿Cuál es el terror que te atormenta?
Ségolène sintió pronto el ahogo. Aquel hombre la oprimía con violencia y la sometía. Su mente volvió por un instante al arroyo y al bosque, al recuerdo que nunca la abandonaba.
—El terror a la soledad —replicó entre lágrimas, apenas sin aire en los pulmones.
Angelo aflojó la presión y palideció sorprendido por una repentina convicción: estaba diciendo la verdad.
La mujer estaba abatida, no podía dejar de llorar. Hundió el rostro en el cuello de su verdugo, pero ese contacto duró poco tiempo. De pronto el monje recordó todo lo pasado y la separó de un empujón.
—¿Terror a la soledad? —El tono de su voz se volvió ácido—. ¡Me has traicionado dos veces y despreciado mi perdón! ¡Fuiste tú quien me abandonó, la que conspiró contra mí y mis cofrades, la que clavó una flecha en mi costado, hundió el dedo en mi herida y deseó mi muerte esta misma noche!
—No lo haré nunca más. Lo juro, Angelo, créeme.
—¡Lo juras! —Él la miraba desencajado y ella bajó la cabeza—. En este mismo castillo imploraste mi perdón, suplicaste mi misericordia y te la concedí. ¡Maldita sea! Oí los gritos silenciosos de tu corazón, escuché tu confesión y todas las mentiras que escondes tras tu sonrisa, esa sonrisa falsa que ocultas tras conjuras y lágrimas en un mismo rostro.
El Ángel Negro se apartó con rapidez y caminó hacia el centro de la cripta. De espaldas a Ségolène cerró los ojos. Aspiró el perfume derramado y notó el dolor de sus heridas que no habían dejado de sangrar. Por un momento creyó escuchar una melodía de paz, un compás que se fundía con el aire y le anestesiaba. Estaba sudando y la fiebre le provocaba esporádicos temblores de piernas. Necesitaba paz, aclarar los sentimientos que brotaban de su corazón y enturbiaban la razón. Por un segundo sintió claridad en sus cielos borrascosos.
—Yo te protegí, arriesgué mi vida por salvar la tuya al creer en ti. Me sometí ante Èvola por detener la flecha que te mataría, pero tú… metiste esa misma flecha en mi carne. —Su semblante se endureció y, enfrentando su rostro a su belleza, gritó vehemente alzando su guante negro—: ¡Todo son mentiras para salvar el pellejo, ni siquiera sé tu verdadero apellido! Asesinaste a Tami… ¡Por Dios que estás maldita! ¡Estarás condenada al abandono por siempre en tus otoños y bosques de soledad, bruja!
—¡No me llames así! —explotó ella en un llanto repentino.
—Te confesé mis sueños y consolé los tuyos, te comprendí y compartí tu lecho sin tomarte. ¡¿Eso no es amor?! ¿No es lo que necesitabas? Y tú estuviste ciega a todo lo que recibiste.
Ella bajó la mirada y devino en silencio funesto:
—Dumas… Ese es mi verdadero nombre. Ahora que ya lo sabes con él te lo entrego todo. —Ya no quería seguir llorando. Se llevó la mano al cuello, sacó una cadena y la arrojó a las manos de Angelo. A continuación señaló el rincón donde estaba el cofre con la esfera—. Estas son las llaves que lo abren. Dentro está la reliquia. Es tuya.
Él asintió en silencio, tan cansado como ella.
—¿Qué vas a hacer ahora conmigo? —preguntó la muchacha francesa.
—Lo único que queda, lo máximo que puedo ofrecerte: te sentenciaré, te daré la última oportunidad de limpiar tu corazón.
Ségolène no dijo nada. Se quedó quieta y mantuvo plácida su mirada angelical. Supo al instante a qué se refería Angelo: jamás saldría de esa habitación.
—Tengo miedo… —admitió en un suspiro frágil y sensible, sabedora de su destino.
—No temas —la tranquilizó al verla temblar—. Solo tendré que escuchar la confesión de tus labios y sellar tu arrepentimiento para toda la eternidad. Dios es todopoderoso, también en la piedad. Confía en mí, serás libre y vivirás en el amor incondicional.
Ella comenzó de nuevo a llorar, pero enjugando sus lágrimas asintió en silencio, firme y decidida, como si fuese una esposa en el altar frente a un pacto eterno de amor.
—Está bien —susurró—. Puedes comenzar.
—Ségolène Dumas. Yo, Angelo Demetrio DeGrasso, Gran Inquisidor de Liguria, te acuso formalmente de herejía, de pertenecer y obedecer a sectas anticristianas, de conspirar en ritos paganos y demonólatras aborreciendo a Dios mediante el uso reiterado de la mentira y la conspiración, del asesinato y la deslealtad, de atentar contra la Santa Iglesia católica y apostólica en el rapto, persecución y entrega de documentos pertenecientes al magisterio eclesial, de conspirar de muerte contra un inquisidor del Santo Oficio de Roma, de asesinar a misioneros cristianos, y de todas las degeneraciones en carne y pensamiento que has perpetrado. Eres culpable de atentar contra ti misma y de ser suicida, abominando con tu comportamiento del don de la vida y la gracia de Dios. Por bruja y por los deplorables actos cometidos contra la fe y los creyentes, como juez de la Santa Inquisición te sentencio a la pena máxima: la muerte en el fuego.