El almirante Calvente contempló la mole de cuatro patas que le embistió y sintió el golpe del hierro afilado en un pómulo que salpicaba su rostro de sangre. Un profundo corte trazó su mejilla.
El duque Bocanegra gritaba a los cuatro vientos que dispararan contra la caballería francesa que parecía estar diezmando indiscriminadamente a los españoles. Al instante se escuchó un tañido como de arpas, el concierto desafinado de las cuerdas de centenares de ballestas disparando, y una lluvia de flechas llenó el cielo ya oscuro de aguijones que con su punta de hierro se incrustaron profundamente en armaduras y caballos. Los ballesteros disparaban sobre todo lo que veían, sobre franceses y también sobre los suyos, en un intento desesperado por extirpar el tumor a costa de perder un órgano propio.
El caballo de Mustaine cayó de costado, asaeteado en cuello y abdomen. El francés cayó con él con tres flechas encajadas en la capa y la armadura, aunque eso no le detuvo: tomó con ambas manos su espada de la nieve y cargó hacia una tienda sorprendiendo a tres oficiales del duque, que vieron la muerte tan pronto como Mustaine blandió su filo sobre ellos como si se tratase de corderos. La nieve caía en abundancia. Y entonces contempló una figura que le disparaba en el pecho desde la bruma. Esta vez la cota de maya no le protegió y la bala de plomo se enterró en su hombro.
El artillero Deluca no se dio cuenta de que había descargado su arcabuz sobre el archiduque Mustaine. Desesperado, sucio y ensangrentado, buscó algún lugar donde guarecerse de la carnicería, pero no lo logró: fue interceptado por un francés furioso, con sed de venganza, que desde su caballo le lanzó un mazazo que lo echó por tierra. El joven artillero cayó y rodó hasta perderse en las cureñas de las culebrinas.
Media hora más tarde la niebla comenzó a ser arrastrada por la brisa. Ya no se oían más que lamentos. La guerra había dejado a su paso la imagen del terror: un sinnúmero de cadáveres yacía en el valle y teñía de granate la nieve regando de espanto y carne el horizonte.
Alrededor de un millar de almas se había cobrado la mañana.
Cuando todo acabó, el rostro de Bocanegra era desolador, jamás había llegado siquiera a imaginar la magnitud que podría alcanzar aquella escaramuza, nunca pensó que una batalla podía ser tan horrible y demoníaca como mostraba la visión del valle. Allí descubrió la miseria de los hombres plasmada en la vana costumbre de aniquilar al prójimo por codicia.
Sin embargo, esa tarde el duque salió de su letargo y ordenó aniquilar a todos los infantes de Mustaine que se hallaran escondidos en los bosques. El mundo debía seguir, una o mil sangrías daban lo mismo, solo habían motivado un instante de reflexión. En cuestión de horas conseguiría la esfera y al monje Angelo DeGrasso, y su codicia sería saciada.
Los candelabros lagrimeaban cera derretida, luces y sombras pululaban por los muros en un ambiente gélido y opresivo, pero la excitación no permitía reparar en tales detalles.
—¿Veis lo mismo que yo? —preguntó el inquisidor ante la flor que emergió en la alineación de pergaminos.
—Sí —susurraron los labios de Ségolène, que se hallaba atrapada por el mensaje.
—No es posible… —negó Angelo incrédulo—, esto no puede ser el
Codex Terrenus
…
El genovés volvió a leer el mensaje encriptado en el centro y comprendió rápidamente que iban por buen camino aunque aún a ciegas. El paso que acababan de dar parecía no ser el último, y tuvo la certeza de que aquel secreto iba más allá del entendimiento convencional.
—«Lazare d'Autun» —leyó Angelo.
—No tiene sentido —sentenció Ségolène—, nos hemos equivocado en algo…
—Sí lo tiene. El opúsculo habla del que murió dos veces y aquí lo tenemos, en la raíz del nombre de Dios afloró este otro, el de Lázaro, que murió por primera vez y fue resucitado por Cristo y luego murió naturalmente, ya anciano. Aquí lo tenemos, estampado en la flor como marca el opúsculo. Este es el nombre que debemos seguir.
—¿Para qué? —preguntó Tami intrigado—. ¿Adónde vamos con todo esto?
Hubo un silencio. Angelo miraba fijamente el candelabro y pensaba.
—Esto no es el
Codex Terrenus
. Es otra cosa —afirmó con expresión turbada—, un mapa. La esfera es un mapa que nos dirige hacia un lugar concreto… —El dominico miró a la mujer y mantuvo sus ojos en ella, abstraído, como encajando el enigmático rompecabezas. No tardó en relajar la expresión y hablar con total convencimiento—: La catedral de San Lázaro de Autun, en Borgoña.
El misterio ahora parecía ser diferente. Y tenía la forma de una catedral.
La discusión sobre salir o no de la fortaleza para ir a Borgoña quedó resuelta cuando los mensajeros confirmaron que las tropas de Mustaine habían sido derrotadas. Ni Angelo ni los cofrades de la
Corpus
tenían ya quien los protegiera y las probabilidades de mantener la reliquia a resguardo eran nulas.
Pero la idea de abandonar Chamonix era tan arriesgada como la de quedarse. Fuera los caminos y valles estaban vigilados, decenas de retenes armados cortaban los accesos a las ciudades vecinas, y los bosques y las montañas nevadas parecían imposibles vías de escape; sin pertrechos ni guías experimentados, cualquier caminante terminaría congelado.
Pese a todo, la reliquia había dado su fruto aunque este no fuera el que todos imaginaran. Los pergaminos no contenían el mítico
Codex Terrenus
sino un mapa que daba un único mensaje, aquel que empujaba a seguir hacia la catedral de San Lázaro, en Autun.
—«Lazare d'Autun.» —Angelo suspiró y negó impotente, aceptando la realidad que lo mantenía cercado en el castillo—. Ya es tarde, nos esconderemos aquí.
—El patio está desierto —les informó Ségolène, que miraba por la ventana—, ni siquiera hay soldados en las rondas.
Efectivamente, bajo ellos solo se veía a los últimos sirvientes que abandonaban corriendo la fortaleza y franqueaban los portones externos para huir a los poblados vecinos.
—Este castillo posee escondites subterráneos —recordó el monje—, llevaremos pertrechos y permaneceremos aquí.
—Pero no podremos escondernos para siempre —objetó Tami—, tarde o temprano nos encontrarán.
Angelo meditó en silencio. Debía ser cauto.
—Ségolène —pidió con amabilidad—, id a buscar al médico de Mustaine. Él conoce los escondites. Solicitadle que nos enseñe el más seguro y pedidle que nos proporcione cuatro carros con sus arrieros, sirvientes fieles a Mustaine.
—¿Carros, para qué? —La mujer no acertó a comprender.
El genovés caminó hasta la ventana de vidrios emplomados y sobre ella su mano trazó una ruta imaginaria en el horizonte.
—Os lo explicaré en cuanto estemos a resguardo. Decidle que envíe uno a cada punto cardinal, no importa qué lleven, solo que los envíe…
—Es arriesgado —apuntó Tami.
—Si se te ocurre algo mejor dímelo, y si no, ¡obedece! —contestó airado. Luego miró a la francesa—. Y vos, ¿a qué estáis esperando?
Esa misma madrugada Angelo cogió la reliquia y la ocultó entre sus ropas. Salió en busca de Anastasia, y sin tiempo para nada más los cofrades y la hija del cardenal se escabulleron en una sombría cripta subterránea.
Las primeras claridades del amanecer mostraban un camino sinuoso y difícil. El sendero que salía de Chamonix estaba nevado, por lo que el carro solo podía circular por las huellas que otros antes que él habían dejado en el barro. Mantenía aún las lámparas encendidas y era conducido por un hombre somnoliento.
Faltaba menos de media legua para Les Houches cuando vislumbró un fuerte retén de soldados que bloqueaban el sendero. El conductor tiró de las riendas y los caballos aflojaron el paso hasta detenerse, pues era imposible continuar.
—¿Qué hacéis en el camino a estas horas de la madrugada? —preguntó un soldado.
El cochero miró reacio. Observó a cuatro ballesteros que aguardaban a cierta distancia junto a dos arcabuceros. Por delante, ya en el camino, había diez alabarderos.
—¿Y vosotros? —respondió.
—Un registro.
—¿Desde cuándo se hacen registros en estos páramos? —rezongó.
—Desde hoy. ¿Adónde te diriges? —reiteró el soldado.
—A Le Fayet.
—¿Y de dónde vienes?
—De Chamonix.
El soldado metió los pulgares en el cinturón y alzó la vista.
—¿Qué transportas?
—¿Acaso no lo ves…? Porto féretros. Los cadáveres que contienen serán inhumados este mediodía.
—¿Cómo se llaman los difuntos? —interrogó el soldado.
—¿Y cómo diablos voy a saberlo yo? —El hombre se encogió de hombros—. Solo soy cochero.
El soldado alzó la mano solicitando la presencia del oficial. Grabando la nieve a cada paso, un corpulento militar se acercó con la mano apoyada en la espada.
—¿Qué sucede con este hombre? —inquirió a su subalterno.
—Viene de Chamonix y transporta cajones con muertos desconocidos.
El oficial observó al cochero y le ordenó bajar del carruaje.
—De modo que vienes de Chamonix —dijo—. Pues debes saber que ahora es obligatorio controlar a todo el que salga de la ciudad.
—Yo no pretendo escapar de nada ni rebatir ninguna autoridad… Solo hago mi trabajo.
—Nadie te acusa. ¿Traes papeles?
—Sí. —El conductor metió la mano en el capote y los presentó, eran certificados de transporte expedidos por la gobernación de Chamonix, lacrados y rubricados por el médico del archiduque derrocado.
—Abre los féretros —ordenó el oficial a su soldado.
Este desenvainó la espada y corriendo las cortinas laterales del coche descubrió los cajones.
—¿Sabes qué ha sucedido últimamente en Chamonix? —le preguntó el militar con cierta sorna.
—Ha caído mucha nieve —respondió el cochero.
—Lo que ha caído ha sido vuestro archiduque —rectificó el militar.
—Dios mío… —balbuceó el hombre. Luego se quedó en silencio.
—No te alarmes, solo revisaremos los féretros y podrás irte.
Al cochero empezaron a caerle gotas de sudor por la sien ante su nerviosismo.
—Escuchadme, por favor, no sé qué está pasando ni me interesa, pero si queréis puedo dejaros las cajas aquí y me dejáis seguir mi camino. Ya poco importa la entrega pues ahora no tendré que dar explicaciones a las autoridades sanitarias de Chamonix…
—¿Qué es eso de autoridades sanitarias?
—Es que estos cuerpos han sido expatriados por orden judicial.
—¿Acaso eran delincuentes? —se interesó el oficial.
El hombre levantó las cejas, como sorprendido de que no lo supiera.
—No, son muertos debidos a la peste. El certificado lo dice bien claro. Los quemarán en Le Fayet para evitar la epidemia.
Los ojos del oficial volvieron a la autorización y leyeron las líneas que especificaban la causa de la defunción. Su mirada se congeló al comprender la terrible realidad.
—¿Peste? ¿Transportas víctimas de la peste?
Al escuchar lo que decía el cochero, el soldado que manipulaba la tapa del féretro con la espada dejó de hacerlo.
—Quedaos con ellos si queréis —insistió asintiendo con la cabeza—, solo permitidme coger un caballo de la yunta para que yo pueda marcharme de aquí.
El oficial dio tres pasos hacia atrás y se tapó la boca con un pañuelo. Gesticuló con su mano en alto una extraña orden que ni él mismo pudo razonar, en tanto el soldado se arrojó literalmente del carromato a la nieve, cayendo casi de cabeza y olvidando el sable encajado en la bisagra del cajón funerario.
—¡Abrid paso! —gritó el oficial a los alabarderos que bloqueaban el camino—. ¡Sube al carro y márchate! ¡Rápido! —vociferó volviéndose ahora hacia el conductor.
El cochero, desconcertado, tomó el látigo y castigó al tiro, que salió al galope rumbo a su destino fijado: Le Fayet.
Nadie deseaba sentir el hedor pútrido de un cadáver de la peste. Nadie quería rozar el aroma penetrante de la muerte ni menos enredarse con sus mortajas en esa fría madrugada. Fue así que el oficial anotó en su registro, con pulso tembloroso, el paso infortunado del carromato. Con la escueta observación de haberlo revisado.
Finalizando el laudes y rayano las primeras claridades, los pesados pórticos del castillo de Mustaine se abrieron sin oponer resistencia. No hubo sitio ni sitiados, solo un común acuerdo entre el guardián del enclave y sus invasores. Estaba claro que Chamonix ya no tenía a su noble protector ni el grueso de su ejército, y por ello el regente tuvo que dimitir en nombre de quien ya no estaba. Nadie en su sano juicio quería plantar cara a los italianos, la realidad había cambiado de la noche a la mañana y había que asumir la derrota.
La infantería italiana del duque de Aosta entró sin pelear, al igual que los mercenarios españoles y confederados. Los francos entregaron las armas y acompañaron a los oficiales enemigos en un registro intensivo de la fortaleza, con los condotieros españoles a la cabeza.
—¡Que nadie se mueva! —gritó el capitán Martínez al entrar en la estancia con un trabuco en una mano y una espada afilada en la otra. Tenía el rostro sucio de pólvora quemada y la ropa rasgada por las esquirlas.
Los médicos que allí trabajaban quedaron inmóviles, espantados por la docena de soldados castellanos que traspasaron el umbral.
Rápidamente, los soldados redujeron al séquito de doctores archiducales, identificando y separando al cirujano de cabecera.