Authors: C.S. Lewis
Cuando se arrastraban a sus dormitorios, bostezando hasta descarretillarse, Jill dijo: “Apuesto a que vamos a dormir muy bien esta noche”, porque habían tenido un día muy pesado. Lo que prueba lo poco que uno sabe de lo que puede acontecer en las próximas horas.
Es muy curioso que mientras más sueño tienes más te demoras en acostarte; especialmente si tienes la suerte de que haya una chimenea en tu dormitorio. Jill pensó que no podía ni siquiera empezar a desvestirse sin sentarse primero un ratitofrente al fuego. Y una vez que se sentó, no quería volver a levantarse. Ya se había repetido como cinco veces “tengo queirme a la cama”, cuando la asustó un golpecito en la ventana.
Se puso de pie, corrió las cortinas y al comienzo no vio nada más que oscuridad. De pronto dio un salto y retrocedió, porque algo muy grande se había estrellado contra la ventana. Se le vino a la cabeza una idea bastante desagradable: “Suponte que haya mariposas gigantes en este país. ¡Uf!” Pero entonces la cosa apareció nuevamente y esta vez Jill tuvo casi la seguridad de haber visto que era el pico de un ave lo que hacía ese ruido como de golpecitos. “Es algún pájaro enorme —pensó—. A lo mejor es un águila”. No tenía muchas ganas de recibir visitas, aunque fuera un águila, pero abrió la ventana y miró hacia afuera. Al instante, conun ruidoso aleteo de alas, la criatura aterrizó en el alféizar de la ventana y allí se quedó parada, llenando la ventana entera, de modo que Jill tuvo que echarse atrás para dejarle espacio. Era el Búho.
—¡Silencio, silencio! Tufú, tufú —dijo el Búho—. No hagas ni un ruido. Dime, ¿hablaban ustedes en serio de eso que tienen que hacer?
—¿Quieres decir sobre el Príncipe perdido? —preguntó Jill—. Sí, claro que hablamos en serio.
Porque ahora ella se acordaba de la voz y del rostro del León, que había casi olvidado durante el festín y los cuentos en el salón.
—¡Bien! —exclamó el Búho—. Entonces no hay tiempo que perder. Tienen que salir de aquí en seguida. Yo iré a despertar al otro humano y luego volveré a buscarte. Será mejor que te cambies esos vestidos de gala y te pongas ropa adecuada para viajar. Regresaré en un santiamén. ¡Tufú!
Y se fue sin esperar respuesta.
Si Jill hubiera estado más acostumbrada a las aventuras, habría dudado de la palabra del Búho, pero ni se le ocurrió; y ante la emocionante idea de una escapada a medianoche, olvidó el sueño que sentía. Volvió a vestirse con su suéter y sus pantalones cortos —tenía un cuchillo de exploradora en el bolsillo de los pantalones que podría serle útil— y agregó algunas de las cosas que le había dejado en el dormitorio la joven del cabello de sauce. Eligió una capa corta que le llegaba a las rodillas y que tenía capuchón (“lo justo por si llueve”, pensó), unos pañuelos y una peineta. Luego se sentó a esperar.
Ya le estaba dando sueño otra vez cuando volvió el Búho.
—Ahora estamos listos —dijo.
—Anda tú adelante guiando el camino —le pidió Jill—. Yo no conozco todavía todos esos pasadizos.
—¡Tufú! —dijo el Búho—. No iremos por dentro del castillo. No podemos. Tienes que montarte en mí. Vamos a ir volando.
—¡Oh! —exclamó Jill, y se quedó inmóvil y sorprendida y sin gustarle nada la idea—. ¿No seré muy pesada para ti?
—¡Tufú, tufú! No seas tonta, tú. Ya llevé al otro. Ven. Pero primero apaguemos la lámpara.
En cuanto apagaron la lámpara, el pedacito de noche que podías ver por la ventana se hizo menos oscuro, no tan negro, sino gris. El Búho se paró en el alféizar de la ventana, con el lomo hacia la habitación y levantó sus alas. Jill tuvo que treparse encima de su cuerpo pequeño y gordo y poner las rodillas bajo sus alas, apretándolas bien firme. Sentía las plumasdeliciosamente tibias y suaves, pero no hallaba de dónde sujetarse. “¿Le habrá gustado a Scrubb
su
paseo?”, pensó. Y justo cuando pensaba eso, se alejaron de la ventana dandoun tremendo salto, y las alas levantaron una ráfaga de viento alrededor de sus orejas, y el aire de la noche, fresco y húmedo, azotaba su cara.
La noche era mucho más clara de lo que esperaba, y aunque el cielo estaba encapotado, una aguada mancha de plata asomaba por el lugar donde la luna se escondía tras las nubes. Abajo se veían los campos grises y los árboles negros. Había un poco de viento, ese viento silencioso y turbulento que anuncia la lluvia que pronto caerá.
El Búho giró en redondo, de modo que el castillo estaba ahora delante de ellos. Se veía luz en unas pocas ventanas. Sobrevolaron el castillo, hacia el norte, y cruzaron el río;el aire se hacía más frío, y a Jill le pareció ver el blanco reflejo del Búho sobre el agua, debajo de ella. Pero pronto estuvieron en la ribera norte del río, volando sobre un terreno boscoso.
El Búho lanzó un mordisco a algo que Jill no alcanzó a ver.
—¡Por favor, no! —gritó Jill—. No te sacudas así, casi me tiras para abajo.
—Perdón —murmuró el Búho-. Sólo trataba de cazar unmurciélago. No hay nada más alimenticio, modestamente hablando, que un buen murciélago bien gordito. ¿Quieres quete cace uno?
—No, gracias —dijo Jill, con un escalofrío.
Volaban un poco más bajo ahora y Jill vio que surgía frente a ellos una masa muy grande y oscura. Alcanzó a ver queera una torre, una torre casi en ruinas y cubierta de hiedra, le pareció, cuando tuvo que inclinarse para esquivar el marco de una ventana, mientras el Búho se abría paso con ella por entre hiedras y telarañas, dejando atrás la noche fresca y gris para entrar en un sitio oscuro en lo alto de la torre. Olía a encierro adentro y, en cuanto se bajó del lomo del Búho, supo (como uno siempre sabe, de alguna manera) que estaba lleno de gente. Y cuando en la oscuridad se oyeron voces por todos lados diciendo “¡Tufú, tufú!”, supo que estaba lleno de búhos. Sintió un gran alivio cuando una voz muy diferente dijo:
—¿Eres tú, Pole?
—¿Eres tú, Scrubb? —respondió Jill.
—Bien —dijo Plumaluz—. Creo que ya estamos todos aquí. Vamos a celebrar un parlamento de búhos.
—Tufú, tufú, la verdad dices tú. Es lo que tienes que hacer tú —dijeron varias voces.
—Un momento —se escuchó la voz de Scrubb—. Yo quiero decir algo antes.
—Di tú, di tú, di tú —dijeron los búhos.
—Sigue —dijo Jill.
—Supongo que todos los tipos aquí... los búhos, quiero decir —dijo Scrubb—, saben que en su juventud el Rey Caspian Décimo navegó hacia el este hasta el fin del mundo. Bueno, yo iba con él en ese viaje; con él y con el Ratón Rípichip, y Lord Drinian y todos los demás. Yo sé que parece difícil de creer, pero en nuestro mundo la gente no envejece tan rápido como en éste. Y lo que quiero decir es que soy fiel al Rey, y que si este parlamento es una especie de conspiración contra él, yo no tengo nada que hacer aquí.
—Tufú, tufú, nosotros somos búhos fieles al Rey también —replicaron los búhos.
—¿De qué se trata esto, entonces? —preguntó Scrubb.
—Se trata de lo siguiente —explicó Plumaluz—. Si el Lord Regente, el Enano Trumpkin, oye decir que ustedes van a ir a buscar al Príncipe perdido, no los dejará partir. Los encerrará rápidamente bajo llave.
—¡Flauta! —exclamó Scrubb—. ¿Quieres decir que Trumpkin es un traidor? Oí hablar tanto de él en otros tiempos, en el mar. Caspian, es decir, el Rey, confiaba ciegamente en él.
—Oh, no —dijo una voz—. Trumpkin no es un traidor. Pero es que más de treinta campeones (caballeros, centauros,gigantes buenos, y muchos otros) salieron en más de una oportunidad a buscar al Príncipe perdido, y ninguno de ellos regresó. Y al final el Rey dijo que no iba a permitir que los más valientes narnianos desaparecieran en la búsqueda de su hijo. Y ahora no se permite que vaya nadie.
—Pero a
nosotros
seguramente nos dejaría ir —afirmó Scrubb—, cuando sepa quién soy y quién me ha enviado.
(“Enviado a ambos”—añadió Jill).
—Sí —asintió Plumaluz—, claro que sí, ya lo creo. Pero el Rey está lejos y Trumpkin se atendrá a las leyes. Es firme como el acero, pero está más sordo que una tapia y es muy mal genio. Nunca lo podrán convencer de que tal vez sea ésta la ocasión de hacer una excepción a las reglas.
—Seguramente creerás que él nos haría caso a
nosotros,
por ser búhos y porque todo el mundo sabe lo sabios que somos los búhos —dijo alguien—, Pero está tan viejo ya que sólodiría: “No eres más que un mero polluelo. Te conocí cuando eras un huevo. No vengas a tratar de darme lecciones a
mí,
señor. ¡Cangrejos y canastos!”.
Este búho imitaba muy bien la voz de Trumpkin y se oía por todos lados un eco de risitas de búho. Los niños se dieron cuenta de que los narnianos sentían por Trumpkin algo similar a lo que la gente siente en el colegio por algún profesor mal genio, al que todos temen un poco, del que todos se burlan, pero que a todos les gusta.
—¿Cuánto tiempo estará ausente el Rey? —preguntó Scrubb.
—¡Si lo supiéramos! —repuso Plumaluz—. Lo que pasa es que se ha rumoreado últimamente que Aslan en persona ha sido visto en las islas, en Terebintia creo que fue. Y el Reyhabía dicho que antes de morir haría otro intento de ver a Aslan cara a cara y pedirle su consejo acerca de quién será el próximo Rey después de él. Pero tememos que, si no encuentra a Aslan en Terebintia, seguirá hacia el este, a las Siete Islas, y a las Islas Desiertas, y más y más allá. Nunca habla de ello, pero sabemos que no ha olvidado jamás aquel viaje al fin del mundo. Estoy cierto de que en lo más profundo de su corazón desea ir allá otra vez.
—Entonces, ¿no vale la pena esperar a que regrese? —preguntó Jill.
—No, no vale la pena —replicó el Búho— ¡Ay, qué lío! ¡Si ustedes dos lo hubieran reconocido y le hubieran hablado de inmediato! El lo habría arreglado todo, probablemente les habría dado un ejército para que fuera con ustedes en busca del Príncipe.
Ante estas palabras, Jill guardó silencio, esperando que Scrubb fuera lo suficientemente caballeroso como para no contarles a los búhos por qué las cosas no habían sucedido así. Lo fue, o casi. Es decir, sólo murmuró en un susurro: “Bueno, no fue
mi
culpa”, antes de decir en voz alta:
—Muy bien. Tendremos que arreglarnos como podamos. Pero hay una sola cosa más que quiero saber. Si este parlamento de búhos, como ustedes lo llaman, es tan limpio y legítimo y sin malas intenciones, ¿por qué tiene que ser tan requetesecreto, reuniéndose en unas ruinas a altas horas de la noche, y todo eso?
—¡Tufú! ¡Tufú! —ulularon varios búhos—. ¿Y dónde podríamos reunirnos? ¿A qué hora se va a reunir uno si no es por la noche?
—Mira —explicó Plumaluz—, lo que pasa es que la mayoría de las criaturas de Narnia tienen hábitos sumamente anormales. Hace sus cosas de día, a pleno resplandor del sol (¡uf!) cuando todo el mundo debería estar durmiendo. Y, en consecuencia, de noche son tan ciegos y estúpidos que no les puedes sacar una palabra. Por lo tanto, nosotros los búhos hemos adoptado la costumbre de reunimos a horas razonables, nosotros solos, cuando queremos hablar de algo.
—Entiendo —dijo Scrubb—. Bueno, y ahora continuemos. Cuéntanos todo sobre el Príncipe perdido.
Entonces un búho viejo, no Plumaluz, relató la historia.
Parece que hace unos diez años, cuando Rilian, el hijo de Caspian, era un caballero muy joven, salió una mañana de mayo a cabalgar con la Reina, su madre, hacia las tierras del norte de Narnia. Los acompañaban numerosos escuderos y damas, todos con guirnaldas de hojas frescas en la cabeza y cornos colgando de sus hombros; pero no llevaban perros sabuesos, pues no cazaban sino que estaban festejando la primavera. A la hora de más calor llegaron a un agradable claro del bosque donde fluía desde la tierra un fresco manantial, y allí desmontaron y comieron y bebieron y se divirtieron mucho. Al cabo de un rato, la Reina sintió sueño y todos extendieron sus capas en el pasto para que ella reposara, y el Príncipe Rilian y el resto del grupo se alejaron un poco para no despertarla con sus conversaciones y risas. Y de pronto una enorme serpiente salió de la espesura del bosque y mordió a la Reina en una mano. Todos escucharon sus gritos y corrieron hacia ella, y Rilian fue el primero en llegar a su lado. Vio escabullirse al reptil y se lanzó tras él con su espada desenvainada. El reptil era grande, brillante y verde como el veneno, de modo que pudo verlo bien; pero se deslizó entre los tupidos matorrales y no logró darle alcance. Regresó entonces al lado de su madre, y encontró a todos los demás tratando de atenderla. Pero era en vano, pues, en cuanto vio su rostro, Rilian supo que ningún médico del mundo podría hacer algo por ella. Mientras le quedaba algo de vida, pareció que se esforzaba por decirle algo. Pero no pudo hablar con claridad y, cualquiera fuera su mensaje, murió sin poder comunicarlo. Habían transcurrido apenas diez minutos desde que escucharon sus primeros gritos.