La silla de plata (8 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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Se le heló la sangre. La cosa se había movido. Era verdaderamente un gigante. No podías equivocarte; Jill lo había visto dar vuelta la cabeza. Alcanzó a vislumbrar su inmensa cara estúpida, de mejillas mofletudas. Todas las cosas eran gigantes, no rocas. Habría unos cuarenta o cincuenta, todos en una fila; era evidente que estaban parados con sus pies pisando el fondo del barranco y sus codos afirmados en el borde, tal como cualquier flojo se apoyaría en una tapia alguna linda mañana después del desayuno.

—Sigan derecho —susurró Barroquejón, que también los había visto—. Y pase lo que pase,
no corran.
Vendrían detrás de nosotros en un segundo.

Siguieron, por tanto, su camino fingiendo no haber visto a los gigantes. Fue como atravesar la puerta de entrada de una casa donde hay un perro feroz, sólo que esto era mil veces peor. Había docenas y docenas de gigantes; no parecían enojados, ni tampoco cordiales, ni demostraban el más mínimo interés en nada. No había señas de que hubieran advertido la presencia de los viajeros.

De pronto, juiz, juiz, juiz, un objeto pesado pasó como un rayo por el aire y, con gran estrépito, una enorme piedra suelta cayó a unos veinte pasos delante de ellos. Y en seguida ¡zaf!, otra cayó veinte pasos atrás.

—¿Estarán apuntándonos a nosotros? —preguntó Scrubb.

—No —respondió Barroquejón—. Si así fuera, estaríamos mucho más a salvo. Están tratando de pegarle a
eso...
a ese montón de piedras allá a la derecha. No le pegarán, van a ver.
Eso
está sumamente fuera de peligro: son pésimos tiradores. Siempre juegan al tiro al blanco cuando las mañanas están despejadas. Casi el único juego que su inteligencia logra entender.

Fueron momentos horribles. La fila de gigantes parecía interminable y no cesaban nunca de arrojar piedras, algunas de las cuales caían extremadamente cerca. Y dejando de lado el peligro real, el sólo ver sus caras y oír sus voces bastaba para asustar a cualquiera. Jill trataba de no mirarlos.

Al cabo de unos veinticinco minutos, aparentemente los gigantes tuvieron una disputa entre ellos. Esto puso fin al tiro al blanco, pero tampoco es muy agradable estar a corta distancia de gigantes peleando. Rabiaban y se insultaban unos a otros, usando largas palabras sin sentido, cada una de casi veinte sílabas. Echaban espumarajos por la boca y farfullaban y saltaban de furia, y cada salto remecía la tierra como si estallara una bomba. Se pegaban unos a otros en la cabeza con grandes y toscos martillos de piedra; pero sus cráneos eran tan duros que los martillos les rebotaban, y entonces el monstruo que había asestado el golpe dejaba caer su martillo y se ponía a aullar de dolor, porque le había herido los dedos. Pero era tan estúpido que hacía exactamente lo mismo al minuto siguiente. Y esto fue bueno a la larga, pues al cabo de una hora todos los gigantes estaban tan adoloridos que se sentaron y empezaron a llorar. Al sentarse, sus cabezas quedaron por debajo del filo de la garganta, de modo que ya no los veías; pero aun después de haberse alejado como a una legua de distancia, Jill podía escucharlos aullando y lloriqueando y gimiendo como gigantescos niños recién nacidos.

Aquella noche acamparon en el desolado páramo, y Barroquejón enseñó a los niños cómo sacar el mejor partido posible a sus mantas durmiendo espalda con espalda. (Las espaldas mantienen a cada uno bien abrigado y entonces puedes ponerte las dos mantas encima). Pero así y todo hacía mucho frío, y el suelo era duro y estaba lleno de terrones. El Renacuajo del Pantano les dijo que se sentirían mucho más cómodos con sólo imaginar el intenso frío que haría más adelante, hacia el norte; pero esta idea no los reanimó en lo más mínimo.

Viajaron muchos días por el Páramo de Ettins, racionando el tocino y viviendo principalmente de las aves del lugar que cazaban Eustaquio y el Renacuajo (y que no eran, ciertamente, aves que
hablan).
Jill sentía cierta envidia de Eustaquio, porque sabía cazar; él había aprendido durante su viaje con el Rey Caspian. Había incontables arroyos en el páramo, de manera que jamás les faltó el agua. Jill pensaba que, en las novelas, cuando la gente vive de lo que caza, nunca te hablan de lo demoroso, hediondo y sucio que es desplumar y limpiar aves muertas y lo helado que te quedan los dedos. Pero lo más importante fue que casi no se encontraron con gigantes. Uno de ellos los vio, pero lo único que hizo fue reírse a carcajadas y partir luego, muy desconcertado, a hacer sus cosas.

Más o menos al décimo día llegaron a un sitio donde el paisaje cambiaba bruscamente. Se hallaban en el extremo norte del páramo y hacia abajo se veía una larga y empinada cuesta que conducía a una región diferente y más lúgubre. Al fondo de la ladera se veían los acantilados; más lejos, una comarca de altas montañas, oscuros precipicios, valles pedregosos, barrancos tan profundos y estrechos que no dejaban ver en su interior, y ríos que fluían de gargantas donde resonaban distintos ecos para hundirse luego lentamente en las negras profundidades. De más está decir que fue Barroquejón el que señaló una salpicadura de nieve en las laderas más apartadas.

—Pero habrá más al norte de esas cuestas, no me extrañaría nada —agregó.

Tardaron algún tiempo en llegar al pie de la ladera y, una vez allí, desde la cumbre de los acantilados contemplaron el río que corría abajo de oeste a este, cercado por un muro de precipicios a ambos lados; era verde y sin sol, lleno de rápidos y cataratas. Su rugir hacía temblar la tierra, aún hasta el lugar donde ellos estaban.

—Lo único bueno de todo esto —dijo Barroquejón—, es que si nos rompemos la crisma bajando el precipicio, nos libraremos de ahogarnos en el río.

—¿Qué te parece
eso
? —dijo Scrubb de repente, señalando río arriba a la izquierda.

Entonces todos miraron y vieron lo último que hubiesen esperado: un puente. ¡Y qué puente, además! Inmenso, de un solo arco que cruzaba el barranco de una cumbre del acantilado a la otra; y el centro de aquel arco sobrepasaba a tal altura las cumbres de los acantilados como la distancia que hay de la cúpula de San Pablo
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a la calle.

—¡Pero, si debe ser un puente de gigantes! —exclamó Jill.

—O el de algún brujo, es más probable —dijo Barroquejón—. Debemos estar a la espera de cualquiera hechicería en un lugar como éste. Yo creo que es una trampa; creo que se convertirá en niebla y se esfumará justo cuando estemos en la mitad del puente.

—¡Eres un aguafiestas insoportable! —explotó Scrubb—. ¿Por qué diablos no puede ser un puente de verdad?

—¿Crees que alguno de esos gigantes que hemos visto sería capaz de construir algo así? —dijo Barroquejón.

—Pero ¿no lo podrían haber construido otros gigantes? —preguntó Jill—. Quiero decir, gigantes que hayan vivido cientos de años atrás, y que hubieran sido lejos más inteligentes que los de ahora. Ese puente podría haber sido construido por los mismos que edificaron la ciudad gigante que andamos buscando. Y eso significaría que vamos por buen camino, ¡el antiguo puente que conduce a la antigua ciudad!

—Esa es una idea realmente genial, Pole —dijo Scrubb—. Tiene que ser así. Vamos.

De modo que se volvieron y se encaminaron hacia el puente. Y al llegar a él pudieron comprobar que parecía ser perfectamente sólido. Los bloques de piedras eran tan grandes como los que hay en Stonehenge
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y deben haber sido tallados por buenos canteros hace mucho tiempo, a pesar de que ahora estaban resquebrajados y desmoronados. La balaustrada había estado aparentemente cubierta de magníficas esculturas y aún quedaban algunos vestigios: enmohecidas caras y figuras de gigantes, de minotauros, calamares, ciempiés, y de dioses terribles. Barroquejón seguía sin confiar en el puente, pero consintió en cruzarlo con los niños.

Largo y pesado fue el ascenso hasta el centro del arco. En muchos sitios las enormes piedras se habían desprendido abriendo horribles boquetes por donde podías mirar hacia abajo, al río espumoso que corría a miles de metros allá al fondo. Vieron pasar un águila volando a sus pies. Y mientras más alto subían, más helado se sentía el aire, y el viento soplaba de tal manera que apenas se podían mantener de pie. Parecía que el puente retemblaba.

Cuando alcanzaron la cumbre y pudieron mirar hacia abajo, hacia la otra pendiente del puente, descubrieron lo que parecían ser los restos de un antiguo camino gigantesco que se extendía ante ellos en medio de las montañas. Faltaban numerosas piedras en sus aceras y, entre las que quedaban, crecían vastos tramos de pasto. Y cabalgando hacia ellos por aquella antigua senda, venían dos personas del tamaño normal de un ser humano adulto.

—Sigan. Vamos a su encuentro —dijo Barroquejón—. Es más que probable que cualquiera persona que encontremos en un lugar como éste sea un enemigo, pero no dejemos que crea que le tenemos miedo.

Cuando recién bajaban del término del puente al pasto, los dos desconocidos ya estaban muy cerca. Uno era un caballero con toda su armadura puesta y la visera bajada. Tanto su armadura como su caballo eran negros; su escudo no tenía ningún emblema, ni llevaba pendones su lanza. La otra persona era una dama que montaba un caballo blanco, un caballo tan hermoso que te daban ganas de besar su nariz y darle un terrón de azúcar. Pero la dama, que montaba a la inglesa y vestía una larga y ondulante túnica de un verde deslumbrante, era más hermosa aún.

—Buenos dí-í-ías, viajeros —gritó con una voz tan dulce como el canto más dulce de las aves, prolongando sus íes en forma deliciosa—. Ustedes deben ser jóvenes peregrinos para andar caminando por este áspero yermo.

—Puede ser, señora —respondió Barroquejón, muy fríamente, manteniéndose alerta.

—Estamos buscando las ruinas de la ciudad de los gigantes —dijo Jill.

—¿La ciudad en rui-i-inas? —repitió la Dama—. Buscan un lugar bastante extraño. ¿Y qué harán si lo encuentran?

—Tenemos que... —comenzó a decir Jill, pero Barroquejón la interrumpió.

—Perdóneme, señora. Pero no la conocemos a usted ni a su amigo, un tipo callado, ¿no es así?, y usted no nos conoce a nosotros. Y preferimos no discutir nuestros asuntos con desconocidos, si no le importa. Parece que pronto tendremos un poco de lluvia, ¿no cree?

La Dama se rió: la risa más armoniosa y musical que te puedas imaginar.

—Caramba, niños —dijo—, llevan un viejo guía bastante sabio y solemne. No pienso mal de él porque quiera guardar sus secretos, pero yo seré generosa con los míos. He escuchado a menudo nombrar la gigantesca ciudad en ruinas, pero nunca he encontrado quién me indique cómo se va hasta allá. Este camino lleva a la villa y castillo de Harfang, donde habitan los Gigantes Amables. Son tan pacíficos, educados, prudentes y corteses como aquellos del Páramo de Ettins son tontos, crueles, salvajes y capaces de todas las bestialidades. Y en Harfang puede que les den o no les den noticias sobre la ciudad en ruinas, pero sin duda hallarán allí buen alojamiento y alegres anfitriones. Yo les aconsejaría que pasen con ellos el invierno o, por lo menos, que se queden algunos días para descansar y recuperar fuerzas. Tendrán baños de vapor, lechos blandos y mucha alegría; y en la mesa, asados y guisos y dulces y licores fuertes cuatro veces al día.

—¡Qué salvaje! —exclamó Scrubb—. ¡Eso sí que me gusta! Imagínense, dormir otra vez en una cama.

—Sí, y darse un baño caliente —dijo Jill—. ¿Crees que nos invitarán a que nos quedemos? Porque como no los conocemos…

—Díganles solamente —contestó la Dama— que Ella la de la Túnica Verde les manda con ustedes sus saludos, y que les envía dos hermosos niños del sur para el banquete de otoño.

—Oh, gracias, muchísimas gracias —dijeron Jill y Scrubb.

—Pero tengan cuidado —advirtió la Dama—. Cualquiera sea el día en que lleguen a Harfang, tengan cuidado de no ir a golpear su puerta demasiado tarde. Pues ellos cierran sus puertas unas pocas horas después de mediodía, y es costumbre en el castillo no abrir a nadie una vez que han echado el cerrojo, aunque golpeen con todas sus fuerzas.

Los niños le agradecieron nuevamente, con ojos radiantes, y la Dama les hizo señas con la mano. El Renacuajo se quitó su sombrero puntiagudo e hizo una reverencia, muy tieso. Luego el silencioso Caballero y la Dama condujeron sus caballos al paso subiendo la pendiente del puente con gran estrépito de cascos.

—¡Vaya! —exclamó Barroquejón—. Daría cualquier cosa por saber de dónde viene
ella
y a dónde va. No es la clase de persona que esperarías encontrar en las soledades del país de los gigantes, ¿no es así? Apostaría a que trama algo malo.

—¡Tonterías! —exclamó Scrubb—. A mí me pareció simplemente súper. Y sueño con comida caliente y dormitorios calefaccionados. Ojalá Harfang no esté muy lejos.

—Yo igual —dijo Jill—. ¿Y no es cierto que el vestido de ella era de morirse? ¡Y ese caballo!

—A pesar de todo —dijo Barroquejón—, me gustaría que supiéramos un poquito más acerca de ella.

—Yo iba a preguntarle todo —dijo Jill—. Pero ¿cómo preguntarle algo si tú no quisiste decir nada de nosotros?

—Sí —asintió Scrubb—. ¿Y por qué te portaste tan tieso y tan antipático? ¿No te gustaron ellos?

—¿Ellos? —preguntó el Renacuajo—. ¿Quiénes son
ellos
?Yo sólo vi a uno.

—¿No viste al Caballero? —preguntó Jill.

—Yo sólo vi una armadura —repuso Barroquejón—. ¿Por qué no hablaba?

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