Authors: C.S. Lewis
Del salón salieron al patio. Jill, que asistió a clases de equitación durante las vacaciones, ya había reconocido el olor de las caballerizas (un olor demasiado agradable, honesto, familiar, como para sentirlo en un sitio como Bajotierra) cuando Eustaquio exclamó:
—¡Qué fantástico! ¡Miren eso!
Un magnífico cohete se había elevado, desde alguna parte detrás de los muros del castillo, y estallaba en estrellas verdes.
—¡Fuegos artificiales! —dijo Jill, perpleja.
—Sí —dijo Eustaquio—, ¡pero note imagines que esos seres de tierra los estén lanzando por entretención! Deben ser señales.
—Y apuesto a que no será nada bueno para nosotros —agregó Barroquejón.
—Amigos —dijo el Príncipe—, cuando un hombre emprende una aventura como ésta, debe decir adiós a esperanzas y temores, pues de otro modo la muerte o la liberación llegarán demasiado tarde para salvar su honor y su causa. ¡Ea, mis guapos! —ya abría la puerta de las pesebreras—. ¡Hola, amigos queridos! ¡Tranquilo, Azabache! ¡Despacio, Copo de Nieve! No me olvidé de ustedes.
Los dos caballos estaban asustados por las extrañas luces y los ruidos. Jill, que había sido tan cobarde para pasar por un agujero oscuro de una cueva a otra, entró sin ningún miedo entre las bestias que piafaban y bufaban, y junto con el Príncipe las ensillaron y les colocaron las riendas en pocos minutos. Los animales se veían magníficos cuando entraron al patio, sacudiendo sus cabezas. Jill montó a Copo de Nieve, y Barroquejón subió a su grupa. Eustaquio subió al anca de Azabache, detrás del Príncipe. Luego, con un gran resonar de cascos, salieron cabalgando por la puerta principal en dirección a la calle.
—No hay mucho peligro de quemarse —observó Barroquejón, señalando a su derecha. Hasta ahí, apenas a unos cien metros, lamiendo las paredes de las casas, llegaba el agua.
—¡Animo! —dijo el Príncipe—. Más allá el camino baja en forma muy brusca. Esas aguas han subido sólo hasta la mitad del cerro más alto de la ciudad. Puede que se acerquen mucho en la primera media hora y que no se acerquen más en las próximas dos horas. Mi temor es aquello...
Y mostró con su espada a un enorme terrígero de dos metros con colmillos de jabalí, seguido de otros seis de variadas formas y tamaños que acababan de salir corriendo de una calle lateral para meterse en las sombras de las casas, donde nadie podía verlos.
El Príncipe los guió, siempre siguiendo la dirección de la brillante luz roja, pero un poco a su izquierda. Su plan consistía en acercarse al fuego (si es que era un fuego) y continuar hacia arriba, con la esperanza de poder encontrar un camino que los condujera hasta las nuevas excavaciones. A diferencia de los otros tres, parecía estar casi divirtiéndose. Iba silbando mientras cabalgaban, y cantó trozos de una antigua canción sobre Corín Puño de Trueno, de Archenland. La verdad es que estaba tan contento de verse libre del largo embrujo que, en comparación, todos los peligros le parecían un juego. Pero al resto, éste les parecía el viaje más horripilante.
Tras ellos se escuchaba el ruido de los barcos amarrados al chocar unos con otros, y el estruendo de los edificios derrumbándose. Arriba se veía la inmensa mancha de luz lívida en el techo del Mundo Subterráneo. Adelante, el misterioso resplandor, que no parecía aumentar mucho. De allí venía una algarabía de gritos, chillidos, silbidos, risas, quejas y bramidos; y fuegos artificiales de todas clases se trataba. Muy cerca de ellos la ciudad estaba en parte iluminada por el resplandor rojo y en parte por la luz, sumamente diferente, de las tristes lámparas de los gnomos. Pero a muchos lugares no llegaba ninguna de esas luces, y estaban negros como el carbón. Y entrando y saliendo de aquellos lugares, las siluetas de los terrígeros que se abalanzaban y se escurrían constantemente, siempre con los ojos fijos en los viajeros, siempre tratando de que no los vieran. Había caras grandes y caras pequeñas, ojos enormes como los de los peces y ojos chicos como los de los osos. Había plumas y cerdas, cuernos y colmillos, narices semejantes a látigos y barbillas tan largas que parecían barbas. De vez en cuando un grupo se hacía más numeroso o se aproximaba demasiado. Entonces el Príncipe blandía su espada y hacía amago de cargar contra ellos. Y las criaturas, con todo tipo de aullidos, chillidos y cacareos, se sumergían en la oscuridad.
Pero después de subir por muchas calles empinadas, ya lejos de la inundación y casi fuera de la ciudad hacia el interior, la situación se volvió más seria. Se encontraban cerca del rojo resplandor y casi al mismo nivel de éste, y no obstante todavía no podían darse cuenta de qué era realmente. Pero, gracias a su misma luz, veían más claramente a sus enemigos. Cientos —quizás unos cuantos miles— de gnomos avanzaban hacia el resplandor. Pero lo hacían en cortas embestidas, y cuando se paraban, se daban vuelta para mirar a los viajeros.
—Si su Alteza me lo pregunta —observó Barroquejón—, le diría que esos tipos pretenden cercarnos por el frente.
—Pienso igual que tú, Barroquejón —repuso el Príncipe—. Y jamás podremos abrirnos camino a través de tantos. ¡Escúchenme! Sigamos hacia adelante por el costado de aquella casa. Y en cuanto lleguemos allí, escóndanse en su sombra. La dama y yo nos adelantaremos unos pocos pasos. Algunos de esos demonios nos seguirán, no lo dudo; viene una multitud detrás de nosotros. Uno de ustedes, el que tenga los brazos largos, coja uno vivo, si puede, cuando pase por nuestra emboscada. Quizás así logremos conocer la verdadera historia de todo esto, o saber qué tienen contra nosotros.
—Pero, ¿no vendrán todos los demás corriendo a rescatar al que hayamos atrapado? —dijo Jill, con una voz que no sonó tan firme como ella hubiese querido.
—Entonces, señora —repuso el Príncipe—, nos verás morir luchando a tu lado y deberás encomendarte al León. Vamos, buen Barroquejón.
El Renacuajo del Pantano se deslizó dentro de la sombra con la rapidez de un gato. Los otros, durante algunos minutos muy tensos, avanzaron a paso lento. De súbito, detrás de ellos estalló una serie de gritos que helaban la sangre, mezclados con la voz familiar de Barroquejón que decía:
—¡Vamos a ver! No grites antes de que te haga daño, o te haré daño ¿ves? Cualquiera creería que están matando a un cerdo.
—Fue una buena cacería —exclamó el Príncipe, dando vuelta a Azabache para regresar a la esquina de la casa.
—Eustaquio —dijo—, toma las riendas de Azabache por favor.
Entonces desmontó y los tres contemplaron en silencio a Barroquejón mientras sacaba a la luz a su presa. Era un mísero y pequeño gnomo que mediría apenas unos noventa centímetros. Tenía una especie de cresta de gallo (pero dura) sobre la cabeza, unos ojillos rosados y boca y barbilla tan grandes y redondas que su cara parecía la de un hipopótamo pigmeo. Si no hubiesen estado en una situación tan difícil se habrían reído a carcajadas al verlo.
—Bien, terrígero —dijo el Príncipe, vigilándolo y poniendo la punta de su espada muy cerca del cuello del prisionero—, habla sin miedo, como un honrado gnomo, y serás libre. Pórtate como un bribón con nosotros y serás sólo un terrígero muerto. Buen Barroquejón, ¿cómo va a poder hablar si le tienes la boca tapada?
—No, y tampoco va a poder morder —contestó Barroquejón—. Si yo tuviera esas estúpidas manos blandas que tienen ustedes los humanos (salvo su Altísima Reverencia), a estas alturas ya sería un charco de sangre. ¡Pero hasta un Renacuajo del Pantano se cansa de que lo masquen!
—Amigo —dijo el Príncipe al gnomo—, otro mordisco más y morirás. Suéltale la boca, Barroquejón.
—O-i-i —se quejó el terrígero—. Suéltenme, suéltenme. No fui yo. Yo no lo hice.
—¿No hiciste qué? —preguntó Barroquejón.
—Lo que sus Señorías digan que
hice
—respondió la criatura.
—Dime tu nombre —dijo el Príncipe—, y qué es lo que están haciendo hoy tus terrígeros.
—Oh, por favor sus Señorías, por favor, bondadosos caballeros —lloriqueó el gnomo—. Prométanme que no le dirán a su gracia la Reina nada de lo que les cuente.
—Su gracia la Reina, como tú la llamas —dijo el Príncipe, en tono sombrío—, está muerta. La maté yo mismo.
—¿Qué? —gritó el gnomo, maravillado, abriendo más y más su ridícula boca—. ¿Muerta? ¿La Bruja, muerta? ¿Y por mano de su Señoría? —dio un descomunal suspiro de alivio y agregó—¡Entonces su Señoría es un amigo!
El Príncipe retiró su espada un par de centímetros. Barroquejón dejó que la criatura se incorporara. El gnomo inspeccionó a los cuatro viajeros con sus brillantes ojos rojos, cacareó una o dos veces, y comenzó.
—Mi nombre es Golg —dijo el gnomo—. Y les contaré a sus Señorías todo lo que sé. Hace cerca de una hora íbamos todos a nuestro trabajo —
su
trabajo, mejor dicho— tristes y en silencio, igual que hemos hecho cualquier otro día por años y años. De pronto vino un gran estruendo y una explosión. Al oír esto, todos se dicen: “Hace tanto tiempo que no canto, o bailo, o hago estallar un petardo, ¿por qué?”. Y todos piensan para sí mismos: “Claro, debo haber estado embrujado”. Y entonces todos se dicen a sí mismos: “Que me maten si sé por qué estoy acarreando esta carga, y no la voy a seguir acarreando: eso es todo”. Y todos tiramos al suelo nuestros sacos y bultos y herramientas. Luego todos se dicen para sí: “¿Qué es eso?” Y todos se responden a sí mismos diciendo: “Se ha abierto una grieta o un abismo y por allí sube un agradable y cálido resplandor desde la Verdadera Tierra de las Profundidades, a miles de brazas debajo de nosotros”.
—¡Por la flauta! —exclamó Eustaquio—. ¿Hay otros países más abajo todavía?
—Oh, sí, su Señoría —replicó Golg—. Unos lugares preciosos. Lo que nosotros llamamos la Tierra de Bism. Este país donde nos encontramos ahora, el país de la Bruja, es lo que nosotros llamamos las Tierras Menos Profundas. Están demasiado, demasiado cerca de la superficie para que nos acomoden a nosotros. ¡Uf! Es casi lo mismo que si vivieras afuera, en la propia superficie. Ya ves, somos unos pobres gnomos de Bism a quienes la bruja hizo subir hasta acá por medio de su magia para que trabajemos para ella. Pero habíamos olvidado todo hasta que se escuchó aquel estruendo y se rompió el hechizo. No sabíamos quiénes éramos ni a dónde pertenecíamos. No podíamos hacer nada ni pensar en nada, excepto lo que ella ponía en nuestras cabezas. Y han sido sólo ideas tristes y deprimentes las que ella ha puesto ahí todos estos años. Casi se me ha olvidado contar un chiste o bailar. Pero en el momento en que sentí el estallido y se abrió la grieta y el mar empezó a subir, todo volvió a mi memoria. Y, por supuesto, todos nos pusimos en camino lo más rápido que pudimos para bajar por la grieta y volver a casa, a nuestro propio hogar. Y allá pueden ver a los demás, lanzando cohetes y poniéndose de cabeza de alegría. Y les estaría muy agradecido a sus Señorías si me permiten ir ahora a celebrar con ellos.
—Creo que esto es sencillamente maravilloso —dijo Jill—. ¡Estoy tan feliz de haber liberado a los gnomos junto con nosotros cuando le cortamos la cabeza a la Bruja! Y estoy muy contenta de que no sean en realidad horribles y deprimentes, como el Príncipe tampoco es en realidad... bueno, lo que parecía ser.
—Todo está muy bien, Pole —dijo Barroquejón, prudentemente—. Pero esos gnomos no me parecieron a mí tipos que estuvieran solamente escapando. Más bien parecía una formación militar, si quieres mi opinión. Mírame a la cara, señor Golg, y dime si no se estaban preparando para una batalla.
—Por supuesto que nos estábamos preparando, su Señoría —repuso Golg—. Mira, nosotros no sabíamos que la Bruja había muerto. Pensábamos que ella nos vigilaba desde el castillo. Tratábamos de escurrirnos sin que nos vieran. Y luego, cuando ustedes salieron con sus espadas y caballos, claro que todos se dijeron: “Ahí viene”; no sabíamos que su Señoría no pertenecía al bando de la Bruja. Y estábamos resueltos a pelear como nadie antes que renunciar a la esperanza de regresar a Bism.
—Juraría que éste es un gnomo sincero —dijo el Príncipe—. Déjalo ir, amigo Barroquejón. Lo que es yo, buen Golg, he estado embrujado igual que tú y tus compañeros, y acabo de recordar quién soy. Y ahora, una pregunta más. ¿Conoces el camino hacia esas nuevas excavaciones, por donde la hechicera pretendía hacer salir un ejército contra Sobretierra?
—¡I-í-í! —chilló Golg—, Sí, conozco ese monstruoso camino. Les mostraré donde comienza. Pero, por favor, su Señoría, no me pida que vaya con ustedes. Prefiero la muerte.